Entre los últimos 40 y
casi hasta finales de los sesenta del pasado siglo, hubo en la poesía
española un debate muy propio de un país que soportaba las
mutaciones propias de una dictadura fascista que sobrevivía a la
muerte de los grandes fascismos a base de concesiones absurdas,
guiños y malas conciencias entretejidas en la razón de ser de todo
su campo intelectual. En un momento en el que a casi nadie le
interesaba realmente la poesía, en que casi nadie la leía porque
casi nadie había aprendido a hacerlo –primero en parte por escasez
de oportunidades, pero luego ya sólo por mezquindad directa de
quienes elegían qué enseñar (aquí no hay excusas, y seguimos
sufriendo las consecuencias de este analfabetismo funcional inducido
en nuestro día de hoy)–, se hablaba de la necesidad de transmitir
el mensaje, clarificar los lenguajes, conmover y llegar así a Lo
Humano, frente a los que abordaban el camino inverso y huían de lo
predeterminado –lo prejuzgado– para escarbar la verdad –que es
Lo Humano– en el propio acto de la escritura. No era una cuestión
política, ahí tenemos ejemplos como Barral, Ferrater y Goytisolo en
la misma mesa, pero también rencores profundos, no sólo entre
generaciones, los previsibles, sino también los sorprendentes entre
coetáneos, como Valente contra Gil de Biedma, y que se tradujeron en
un lastre que hoy día arrastramos –los ochenta lo cebaron a base
de bien con su mercadotecnia de suplemento de diario de tirada
nacional– y que nos lleva a veces a la parálisis y el cabreo
cuando piensas que escribir es una cosa u otra si eliges un verbo
menos convencional que otro. Porque yo creo en la Literatura como
violencia y a la vez como hermenéutica y pienso que flaco favor le
hago al lector si no le traslado dudas y sospechas sobre la página
antes que tibias certezas en las que ni yo mismo, como persona, no
como sujeto de análisis filológico, creo. Y antes, mucho antes, es
a mí al que no me hago ningún favor, según lo voy redactando. Por
eso pienso a menudo en Céline, que no es poeta ni uno de mis autores
favoritos, sí uno con el que acarreo graves deudas menudo, y en todo
lo que ha desatado, no por sus ideas, sino por su estilo. Un estilo
del que beben, lo reconozcan o no, grandes autores que ya admiro y
frecuento más –de Bukowski a Burroughs a Pynhon a Vilas– y que
tiene en común conmigo, sobre todo, única y exclusivamente, la
rabia. Nada más que eso. Y nada menos.
Por esto, al margen de lo
enorme de los autores y de los textos con los que comparto estas
páginas, que es mucho y dará muco que hablar, el primer y más
claro motivo de orgullo es muy claro: estoy jodidamente agradecido a Vicente y a Julio por haber contado conmigo para esto.
Y ahora, dicho queda mi exordio, lo que cuenta es el libro.