domingo, 1 de septiembre de 2013

DE AHÍ MI RABIA

Entre los últimos 40 y casi hasta finales de los sesenta del pasado siglo, hubo en la poesía española un debate muy propio de un país que soportaba las mutaciones propias de una dictadura fascista que sobrevivía a la muerte de los grandes fascismos a base de concesiones absurdas, guiños y malas conciencias entretejidas en la razón de ser de todo su campo intelectual. En un momento en el que a casi nadie le interesaba realmente la poesía, en que casi nadie la leía porque casi nadie había aprendido a hacerlo –primero en parte por escasez de oportunidades, pero luego ya sólo por mezquindad directa de quienes elegían qué enseñar (aquí no hay excusas, y seguimos sufriendo las consecuencias de este analfabetismo funcional inducido en nuestro día de hoy)–, se hablaba de la necesidad de transmitir el mensaje, clarificar los lenguajes, conmover y llegar así a Lo Humano, frente a los que abordaban el camino inverso y huían de lo predeterminado –lo prejuzgado– para escarbar la verdad –que es Lo Humano– en el propio acto de la escritura. No era una cuestión política, ahí tenemos ejemplos como Barral, Ferrater y Goytisolo en la misma mesa, pero también rencores profundos, no sólo entre generaciones, los previsibles, sino también los sorprendentes entre coetáneos, como Valente contra Gil de Biedma, y que se tradujeron en un lastre que hoy día arrastramos –los ochenta lo cebaron a base de bien con su mercadotecnia de suplemento de diario de tirada nacional– y que nos lleva a veces a la parálisis y el cabreo cuando piensas que escribir es una cosa u otra si eliges un verbo menos convencional que otro. Porque yo creo en la Literatura como violencia y a la vez como hermenéutica y pienso que flaco favor le hago al lector si no le traslado dudas y sospechas sobre la página antes que tibias certezas en las que ni yo mismo, como persona, no como sujeto de análisis filológico, creo. Y antes, mucho antes, es a mí al que no me hago ningún favor, según lo voy redactando. Por eso pienso a menudo en Céline, que no es poeta ni uno de mis autores favoritos, sí uno con el que acarreo graves deudas menudo, y en todo lo que ha desatado, no por sus ideas, sino por su estilo. Un estilo del que beben, lo reconozcan o no, grandes autores que ya admiro y frecuento más –de Bukowski a Burroughs a Pynhon a Vilas– y que tiene en común conmigo, sobre todo, única y exclusivamente, la rabia. Nada más que eso. Y nada menos.

Por esto, al margen de lo enorme de los autores y de los textos con los que comparto estas páginas, que es mucho y dará muco que hablar, el primer y más claro motivo de orgullo es muy claro: estoy jodidamente agradecido a Vicente y a Julio por haber contado conmigo para esto.

El descrédito blog


Y ahora, dicho queda mi exordio, lo que cuenta es el libro.

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