sábado, 14 de septiembre de 2013

GUERRA EN EL CIELO

Accept anything. Then explain it your way.
Charles Fort
Les explicaré a mis lectores cómo la canción se hace añicos en el compás veintinueve, cuando una histriónica lluvia de arpegios fuera de tono atraviesa la basta ternura entre siseos de las vocalistas para morder el tema, y la rabia precocinada del duelo entre dos Les Pauls estratosféricas, muriendo como aerolitos cosidos a la mesa Marshall, hace temblar las bujías de los amplificadores bajo unos pedales que deletrean la palabra epilepsia. Sin embargo sé que para mí, ya fuera del cuaderno de notas al que se reduce mi imaginación cuando trabajo, la descripción sería más breve, trivial. Idéntica –la comparación se me ocurre sobre la marcha– a la que haría ante el espectáculo de una colonia de leprosos atravesando un campo de minas: pseudo–épico y viscoso y ruidoso y como con pus.  
En definitiva, que ahora tendré que pedir que me ecualicen este desastre. No me han traído para que haga una crítica.

Llevo dos dedos a los labios y exhalo un reducto del pastoso rubor de cerveza que me lleva acompañando desde el mediodía. Pese a haber transcurrido en uno de los italianos más bulliciosos del centro, ha sido un almuerzo en soledad,  raídamente tedioso; salvado tan sólo a última hora por la caricia de las palabras de Lourdes cruzando de punta a punta el universo que existe tras la pantalla del móvil a la velocidad de un "te echo de menos".
El técnico, muy en lo suyo, no entiende que este gesto es sólo un tic y hace un par de aspavientos antes de negar apresuradamente con la cabeza. Deduzco que cree que le estoy pidiendo un cigarrillo, así que me veo obligado a acercar el rostro al micrófono, a pulsar el botón. Permito que cada una de estas acciones transcurra con la lentitud de un glaciar. Es natural, tengo sueño, me empieza a doler la cabeza, estoy aburrido de esta porquería de música... Sobre todo quiero que se note.
Cierra un bucle entre el 27 y el 42 y filtra la tonalidad de los agudos.
Apenas me fijé en la cara del chaval cuando me lo presentaron hace unos minutos. Traía tan asumido el cliché –una pelota de grasa con los ojos como coágulos de sangre y leche por culpa los monitores– que ni me he molestado en realizar el saludable ejercicio de contrastarlo con la realidad. Sólo ahora, al observar cómo manipula los osciladores de mezclas, es cuando me percato de que la gorra de este no lleva el logo del arco plateado y brillante de la Sociedad General de Autores. Un mal juramento se me escapa entre los dientes. El  vidrio que nos separa queda algo oscurecido por la luz que un fluorescente proyecta en cenital, pero puedo estar seguro de que tampoco el resto del uniforme es administrativo. Me conozco el truco de sobra: ropa negra, formalidad poco atractiva. Tal vez algunas pegatinas en argentino y blanco, estratégicamente colocadas para del el pego ante los foráneos y algún que otro inspector de derechos fácil de untar. O también ante un especialista como yo, un completo inútil para darse cuenta de lo que ocurre más allá de a un palmo de sus narices.
Durante unos instantes pienso en montar un número, en levantarme rezongando furibundo o gritar que yo no trabajo con profesionales no federados, ¡mi reputación, por Dios! Por supuesto, no lo hago. No hago absolutamente nada, en realidad. Me limito a tomar aire. Recapacitar. Pensar en Lourdes. Pasarme por la frente una mano ya húmeda de sudor que me alborota el flequillo e ir notando como mi rostro se cuartea en una sonrisa. Esta mujer y su olfato...
Por supuesto, ella no está aquí para asistir a mi mal trago. Sólo sé que se esfumó nada más arrancar la sesión. Habrá buscado refugio en la cafetería, junto a la anodina eficiencia de la pareja de comerciales de la editorial. Sí, ella es la que me ha incitado a venir, sin embargo se aburre en las sesiones, tanto que últimamente ya ni se preocupa de negarlo. Tampoco tiene por qué, para mí es comprensible. Hoy hace seis años casi que me acompañó a la primera. A estas alturas, dice, podría imitar a la perfección cada una de mis frases hechas, mis aspavientos, mis querencias, y ni siquiera yo acertaría a desenmascarar el fraude. Supongo que lo habrá llegado a intentar alguna vez, para burlarse de mí cuando está sola. Suelo repetirme que eso está bien, que me gusta que no lo tome demasiado en serio. Que nunca haya visto en mí más de lo que soy.
De manera que vale, estupendo. Lo dejaré pasar todo. Me pondré a ello. Ayuda el que el chico interprete esta vez con corrección el giro desvaído de mi diestra y que los baffles encajados en las esquinas acolchadas emitan un nuevo zumbido de estática.
He de estar atento: ese es precisamente el tipo de matiz que se pervierte con unos cascos. Casi nadie lo entiende cuando trato de explicar cómo capan el mensaje, que por eso nunca los uso. A veces me miran como a un fósil, como –qué sé yo– al perrito de “La Voz de su Amo”, pegado a esa grotesca concha de metal mientras una aguja raspa el vinilo.
Aun así, lejos”, me digo. Apártate del hilo antes de que se desenlíe por completo: es lo último a lo que deberías dedicar tus pensamientos en momentos como este, date cuenta. Y cedo, pues: inclino la frente y el ceño en línea para recrear mi vista en mis zapatos. Relajo la mandíbula. No hay tiempo de mucho más antes de que el festival arranque de nuevo.
El lápiz empieza a bailar sobre el papel arrastrado por un espasmo repentino de mi diestra. Algún recoveco de mi mente se está impacientando: ya van dos repeticiones de la secuencia y sigo sin captar nada. Al menos el sonido que llega a continuación es más terso, sin todas esas distorsiones de guitarra simulando explosiones, salvas, trallazos de plomo masticados por un monstruo de película de serie Z japonesa. Me trae el recuerdo del doctor Amorós. Pobre hombre, cómo lloriqueaba contra el nego–trash en la mesa redonda que organizó la Complutense hace unos cuantos semestres. Comparaba lo que se puede sacar hoy día en una sesión con las primeras grabaciones de “música de las hadas” que hicieron públicas Conan Doyle y otros clásicos teósofos hace más de ochenta años. “Claro que ellos cometieron el error de ilustrarlas con burdos fotomontajes pederastas de niñas bailando a lo Carroll”, corté yo, “por eso nadie se los tomó en serio”. Las carcajadas de doscientos estudiantes de psicología, más de un tercio alumnos suyos, se comieron los balbuceos con los que trataba de argüirse una escapatoria al ridículo.
No fue algo que llegara a lamentar, ni entonces ni más tarde, a pesar de que Lourdes aproveche la mínima para echarme en cara mi habilidad para meterme en polémicas idiotas con los de la Vieja Guardia. Es verdad, eso sí, que tampoco tiene demasiado mérito humillarles. A los académicos siempre les faltó talento para improvisar. Demasiado rígidos, anquilosados tras sus goniómetros, sus cámaras anecoicas, sus aburridos monográficos de trabajo de campo trufados de anécdotas insulsas de puro inverosímil, como en los peores tiempos de la colaboración pionera entre Fort y Edison...
... no. No lo estoy haciendo bien.
No demasiado bien al menos. Pierdo la continuidad a la mínima, sigo dándole vueltas y vueltas a la misma historia –“mamón rencoroso” me asalta la voz de Lourdes desde ese cruel resquicio que llaman memoria–, hasta que casi obvio el instante en que se hace perceptible la primera coz. Esa que es como un crujido, un crepitar, un silbo. Un temblor de la estática, en el supuesto de que la estática pudiera sacudirse esos latigazos de sinsentido como sus pulgas un perro. Nada aún que me pueda resultar indicio de nada, en realidad, salvo de que no debería estar ahí, pero me resulta suficiente. Operemos.
El acorde es un Do sostenido menor. Lo apunto en la libreta y alzo el índice, lo hago oscilar a la manera de la aguja de un metrónomo para indicar al técnico que repita todo desde el principio y marco el ritmo con los tacones de mis mocasines de color ónice. Ahora ya sé dónde buscar.
(Y soy consciente de que, según los fononautas clásicos, habría todo un arsenal de arcanos a mi disposición para enfrentar los siguientes pasos. Desde ceñirme a la progresión y cuadricular el número de notas por tiempo del compás para hacer que resbalen exponencialmente por un múltiplo de pi, hasta hacer casar la posición de tónica con las letras del alfabeto hebreo menos siete. Pasando, cómo no, por el numerito de la glosolalia, de la inspiración de un ángel o, con un poco de suerte, de algún avatar en exceso mundano de dioses sin nada mejor que hacer que tirarse en picado contra nuestras cabezas, abrir la tapa, echar su triste gargajo de sabiduría sobre el revoltijo de los sesos –el gore es la emanación laica, desarquetipificada, del éxtasis; siempre lo habíamos dicho yo y el mismísimo J. Vallé en uno de sus libros más famosos– para después alzar el vuelo envueltos por carcajadas igual que una sucia radiofrecuencia. Muchas maneras, sí, de hacerlo funcionar. Así es como los otros lo consiguen. Los otros.)
Baja a quince revoluciones... –dejo pasar medio segundo antes de corregirme– Quiero decir, 23 fonogramas.  
El muchacho se ha quitado la gorra y me llega finalmente la belleza entera de esos ojos que tantísimo me recuerdan canicas rojizas incrustadas a martillazos en masilla. ‘Revoluciones’. Entiendo que le sorprende una terminología tan pasada de época. No, no debo de ser tan mayor como para haber trabajado sólo sobre grabaciones en surco. Y los magnetoscopios...
Puedo predecir la mirada que desvía hacia el cilindro sobre su cabeza. Éste sigue girando entre el bombardeo arrítmico de los fotones tas la pantalla magnética y siento cómo mis mejillas se iluminan en una ráfaga tibia. Tendría que haberme dedicado a la adivinación, a leer las mentes o al puro ilusionismo en lugar de perseguir estos rescoldos de sentido arrojados al azar como en una diáspora contra la sensatez.
La perplejidad que provoco no termina de resultarme incómoda, en cualquier caso. Más bien me invita a recrearme en la vieja boutade de este oficio –"lo peor que le puede ocurrir a un hereje es tener la razón"– y refrendar que ahí debe de andar la gracia, en el punto en que ya no es posible despacharte con un guiño de incrédula condescendencia y hay que aceptar la evidente o seguir negando, negando hasta las últimas consecuencias.
Apuesto a que a John Keel también se le pasó por la mente esto cuando introdujo la cuestión de la otredad en la ecuación de las grabaciones, que en el fondo nunca creyó que nadie fuera a tomárselo en serio. Publicó 'La octava torre' en un mal momento. La escuela sueca, fieles discípulos de Jürgenson, se enfrentaba a los ingleses post-jungnianos de Moorcock en la enésima encarnación de aquel ya putrefacto debate sobre el origen de los registros: el eco de la psique de los muertos versus la plasmación de las agonías cotidianas de los vivos. En tales circunstancias, ¿alguien se esperaba nada bueno de una estrella radiofónica neoyorquina venida a menos? ¿Un cazador de rarezas?
Aunque a veces –ocurrió entonces, ocurre ahora– lo más horrible de tener la razón sea, sencillamente, tenerla.
Encuentro el primer llanto sin dificultades. “Llanto”, “coz”... Hay que referirse a ello de alguna manera, aunque esta vez sea sólo una estructura de doble tritono encajada en una armonía medio cavernaria. Algo es algo. Dibujo un pentagrama a toda velocidad y dejo que las notas caigan contra sus renglones como salpicaduras de grafito. Ya me preocuparé luego de desentrañar si tendría que representarlas como negras, corcheas, fusas, leches o semileches para que la contra–melodía funcione. Ni rastro de voces en esta, por el momento.
(Porque ah, sí, casi olvido que también acostumbro a ignorar a conciencia nuestra actual teoría matemática oficiosa, la que se desprende del rancio pitagorismo dianético de los herederos de Hubbard y otros escritorzuelos rebotados de la fantaciencia, afines a la parafernalia militarista del MIT y que excluyen categóricamente cualquier “método ecuánime de discernir un contenido verbalizado complejo mediante nuestros actuales procedimientos técnicos de decodificación”. Los atribuyen a las reacciones que la combinación de arquitecturas armónicas “derraman” (sic) en la psique humana. A la mala calidad de las grabaciones, en otras palabras. A la excusa de siempre: la del ruido blanco como un auténtico engañabobos. No me canso de repetir que lo que me irrita de verdad de esa gente es que sé que ellos nunca se arriesgarían a escuchar una sesión directamente. Se sienten demasiado cómodos tras su muralla de álgebra y gráficos de onda, su prejuicio de objetividad. Su miedo a su propio miedo.)
Pido repetir el proceso con los dos sectores siguientes. El primero viene sin éxito. El segundo con un leve escorzo en la tonalidad que podría ser sinónimo de casi cualquier cosa. Aunque intuyo que aún hay algo que se ofusca, como un nombre en la punta de la lengua...
Y de repente se rompe.
Así, sin solución de continuidad. Igual que una ducha de radiación en el vacío absoluto, me llego a un silencio. Sólo milésimas apenas, lo suficiente para que un cuchillo helado de ansiedad me baile por la nuca y mi espinazo se erice como el de una mangosta atrapada en la jaula de una cobra.
Estoy a punto de llevar la mano al pequeño sintonizador de bolsillo que llevo en el bolsillo interior de la chaqueta cuando un destello de lucidez me dice lo que ocurre. El técnico, por su jodida cuenta y riesgo, acaba de interrumpir la reproducción.
¿No quiere hacer una pausa, señor Masclé?
Por fin le oigo articular algo de más de dos sílabas seguidas. Lo obvio, tenía que haber detectado antes los síntomas. Seguramente es la primera vez que se enfrenta a algo así en primera línea y está cagado por lo que pueda venir ahora.
Me decido por la calma. Yo soy capaz de entenderle, he pasado por ello. Aparte de que siempre es mejor tener a alguien con el dedo permanentemente sobre el botón de stop; todos los valientes que me he echado a la cara en un estudio eran homicidas en potencia. Es por eso que un minúsculo ramalazo de simpatía se asoma a mi boca cuando la abro para contestar.
Hazte un favor: no pienses.
¿Cómo encaja el golpe? No llego a verlo, su mueca se me escabulla por culpa del reflejo sobre el cristal de un nuevo parpadeo de los halógenos. Sin darme apenas cuenta, contengo la respiración. En el último cuarto de hora han sido seis ya. Ojalá no se vaya la luz ahora, encender los generadores de emergencia significaría volver a empezar prácticamente de cero. Eso en el supuesto  de que esta gente tenga generadores de emergencia, claro.
El técnico no añade nada a su gloriosa intervención. Le presumo cohibido, avergonzado. Lourdes me encontraría odioso también por esto. Se gira un par de veces por encima de su hombro, como si escuchara cuchicheos detrás de la puerta, alguna carrera nerviosa por el pasillo. Por el momento parece que aguantamos. Habrá sido un simple latido, nada de importancia, alguna estación sobresaturada.
No hago más caso porque el tajo de la pieza emerge otra vez por los altavoces y necesito hacer un esfuerzo para enfocarlo, para casi visualizarlo igual que el vaho del aliento en una mañana sorprendentemente fría. Como la de hoy.
Cierro los ojos. La oscuridad me conjura imágenes ociosas, rutinarias. El acceso desde la autopista de circunvalación, cercado por un jardín de grandes antenas semicirculares orientadas hacia el suelo. El gris plúmbeo. La entrada del edificio de la discográfica en plano largo y una seña de Lourdes haciéndome observar divertida cómo la rubia –la misma que mi editorial ha mandado ya otras en otras dos ocasiones– ha retenido esta vez más tiempo del necesario mi mano entre las suyas. Treinta y pocos, ojos claros, figura medio decente y sin maquillar. ¿Espera de verdad que pueda hacer algo con eso?
Sería su compañero, más directo, menos llamativo –ni se molesta en decir nada remarcable ni por asomo exaltado a modo de saludo– el que nos conduciría al Departamento de Fonoteca a través de un pequeño laberinto de paredes recubiertas con paneles de gomaespuma. Llamó a timbres, abrió puertas y supo hacer mutis a cada embate de la mujer arrastrándome a una cháchara cortés, circunstancial.
Al entrar en el despacho del gerente no pude –ni quise– evitar un guiño bien de cargado de sorna. El sujeto en cuestión, un tal Sierra o Serre según una plaquita en la solapa de la chaqueta de su uniforme azul, sostenía un libro mío entreabierto en sus manos tratando de fingir que acabábamos de sorprenderle en mitad de una absorbente lectura. Otros tres o cuatro volúmenes se apilaban sobre la mesa contra la que apoyaba esa clásica corpulencia enjuta y reseca de tedio, tan apropiada para un burócrata.
No me sentía halagado por la minúscula pantomima, así que ¿para qué disimular? Él no pareció verse desanimado por mi indiferencia, se hallaba demasiado absorto en cacarear el orgullo que le embargaba ante mi presencia en aquellas modestas –haciendo  hincapié cosa de tres o cuatro veces en lo de “modestas”– instalaciones.
En consecuencia, desconecté. Una tibia y persistente llovizna de invierno iba tomando posesión del paisaje que se divisaba a través de la ventana disuelta en densos goterones escurriéndose sobre el vidrio. Me gustaba el efecto:  la lluvia tiene una cualidad honesta, por decirlo de algún modo. La gente suele preferir la nieve, por lo de los copos, la simetría, los fractales y todo ese rollo, pero yo sé que ahí no existe más que una gran carcajada cósmica que explota cada día en nuestra cara. Los rastros de una gota de agua, el grueso culebreo a merced de la gravedad, se aproxima más a lo que constituye el verdadero fondo de las cosas.
Imagino que Lourdes estuvo a punto de chistar para llamarme de nuevo a la consciencia. Todavía no entiendo del todo por qué le importa tanto el que acudiera precisamente a esta llamada. “¿Por qué no? Será entretenido”, fue lo único que contestó cuando le reenvié el mensaje de mi agente, y yo acepté que toda resistencia era inútil. A veces sus destellos entusiastas llegan a adquirir un cariz incluso macabro.
El gerente, en cualquier caso, seguía con su monólogo. Por lo que se apresuraba a explicarnos, el hallazgo consistía en un disco de mediados de los noventa, una “joya” descatalogada de las que traían Sub Zero o alguna distribuidora por el estilo del circuito de las independientes. Di por sentado –no me equivoqué– que se trataba de otro de esos grupos de  punk californiano que berreaban medio en alemán, medio en inglés, medio en portugués, sonando de vergüenza ajena en todos los idiomas. Aunque este hombre parecía suponer que aquella era una especie de Graal: lo primero que había hecho después de que sus ordenadores detectaran la singularidad armónica fue avisar al Boletín de la Asociación y al Delegado del Ministerio. Incluso tenía contratado ya un equipo de audiópatas independientes para repasarlo de arriba a abajo.
Olvidó puntualizar –vaya descuido– que para ahorrarse un par de cientos de euros no había llamado a gente con carné oficial, de esto he acabado de darme cuenta por mí mismo en el proceso hace unos instantes. Vaya ayudante.
Aunque al final me estoy sintiendo tentado de reconocer que no va a resultar tan terrible. El muchacho ha sustituido esa docilidad complaciente por una eficacia violentada, enérgicamente mecánica, como si buscara insultarme cumpliendo a rajatabla hasta la última de mis instrucciones. De este modo, para conseguir que rastree las frecuencias de onda más bajas, que destripe la progresión armónica, con una sacudida del pulgar es más que suficiente y la rabiosa arteria de la melodía termina de vaciarse en mis tímpanos.
El problema es que, por más que cumpla, no veo que aquí quede mucho que rascar. Sólo un par de ramalazos, ecos, matices de los que un buen compositor podría sacar partido, de modo que tampoco puede decirse que me hayan hecho perder el tiempo. Las ha habido peores.
No obstante, me veo de repente pensando otra vez en Lourdes. Reconozco que mi confianza en ella es más una cuestión de comodidad que de estadística: su intuición es tan falible como puede ser la mía. Aunque la verdad es que, para terminar de ser honestos, también me veo pensando en que llevo un par de meses en dique seco. Sin que, de golpe, la idea salte, venga desde los capilares al fondo de mi retina bombeada como un flash púrpura.
Aún no hemos probado a invertir la canción, cierto. No voy a decir que la técnica me resulte ridícula, es sólo que eso casi siempre ha contado con más reputación de leyenda urbana que de herramienta de veras válida. En todo caso, sería un ridículo pequeño. ¿Logro algo con probar? Por lo que llevo oído no tiene pinta, pero quién sabe. Poner un disco al revés no es dar la vuelta a las estructuras, como dicen. Este no es el principio que rige con la música popular, al menos. El rock, el blues tiene una estructura muy simple y tienden por naturaleza al efectismo. El punto fuerte siempre son, en consecuencia, los arreglos: ahí puede mutar cualquier distribución.
Hago el gesto de la tijera y a continuación extiendo la palma de mi mano. La tumbo con una agilidad más bien macilenta. Veamos qué tal. Un leve espasmo recorre mi entrecejo, pero los nervios son mera rutina. Lo único de lo que creo estar seguro es de que, en los doce años que llevo buceando en los archivos de toda Europa, ningún Satán me ha lamido nunca a la cara... a pesar de que doce años han sido tiempo suficiente haciendo esto como para aprender que el que algo no haya ocurrido antes no debería importar demasiado.
Es descarnadamente obvio que, puesta en perspectiva, la historia entera de estas escaramuzas ha estado trufada de golpes de suerte y de accidentes tan forzados como los un mal folletín. Aquella noche terrorífica  de enero del 67 en el puente sobre el río Ohio, a las afueras de Point Pleasent,  título también de uno de los trabajos primerizos sobre el tema del mismísimo Keel. La muerte –un año antes pero absurdamente maquillada durante casi un lustro por la todopoderosa discográfica–, de Paul Mccartney, George Martin y dos músicos de estudio durante la producción de “Revolver”. Los fracasos sucesivos del programa Voyager, que de rebote darían alas a los partidarios de investigar el sistema pro propagación láser. El incidente –la pequeña tragedia– del metro de Moscú durante la inauguración del primer tamo de la línea Kalininskaia. El rugido que escucharon por los altavoces del estadio algunos de los supervivientes de Heysel... Cientos y cientos de piezas de un mismo puzzle acumulándose ante de nuestros ojos.
Pero nuestros ojos seguían obcecados con las verdades tangibles, con los dogmas, las mediciones de espectro, radiaciones oscuras, los rescoldos de la teoría del éter, los  tests de fonopsinética o la física ectoplásmica aplicada a la psicología neutral de Ganzfeld; con toda esa cháchara vomitada desde las poltronas de siempre, jugando a la Jerga. Es algo que nunca nos perdonaré, que todo aquello nos viniera encima y siguiéramos tan ciegos para no darnos cuenta.
No soy el único. Esto que ladro es la vox populi. Recuerdo que uno de mis primeros editores me felicitaba por dejar caer clichés por el estilo en mis libros. Demostraba talento para la mercadotecnia, hacía que me vendiera bien. “Nadie te puede acusar de demagogo: en tu caso hay un resentimiento lógico”, recalcaba. Ello me daba una suerte de autoridad moral. A partir de entonces, todas las biografías que han ido apareciendo en la contraportada de mil libros lo mencionan, se recrean en ello. En cierta manera es en mi beneficio, por supuesto. Tampoco voy a desmentirles porque,efectivamente, yo estaba en Madrid cuando empezó.
Los hechos, bien, están claros. Tenía 28 años, me dedicaba aún a la investigación de campo, malvivía con mi beca de postgrado en la SEIP y aún no había conocido a Lourdes; he aquí casi todo lo que puedo contar del hombre que dejé de ser ese díaveintitrés del mes cuatro de 2006. San Jorge.
Son los recuerdos lo dudoso. Demasiado tiempo, demasiada literatura desde entonces , a pesar de que –en eso al menos soy honesto– tampoco les he permitido exagerar. Dejo, por ejemplo, muy claro que no sufrí la oleada en mis propias carnes, sólo una de las primeras réplicas. Ahora estoy aquí, necesito añadir poco más para que ello resulte evidente.
La última consciencia que guardo de aquella tarde –composición de lugar– es que me encontraba asomado a los ventanales del laboratorio, alarmado por el estruendo metálico un coche que acaba de empotrarse contra la fachada del edificio de enfrente. Los airbag habían reventado, llevaba la radio a todo volumen y entre la pared y el afilado arbusto al que quedó reducido la carrocería del morro me pareció distinguir que estaba atrapado alguien, un bulto ennegrecido que se retorcía en silencio. Instantáneamente se empezó a formar el previsible corrillo alrededor. Yo no era, no me consideraba al menos, un cotilla. Es más, la situación me encendía un pudor incómodo, de voyeur a punto de ser descubierto; pero lo que me extrañó en el momento, cuando pude reaccionar, fue que nadie diera un paso para acercarse más para auxiliar ni al conductor ni al otro herido. Estaban todos paralizados, rígidos. Tanto que lo tomé por una suerte de histeria morbosa, como si cualquiera que se acercaba se uniera en el acto a un museo de cera callejero. ¿A qué coño venía esto? Decidí ejercer de buen samaritano, llamar por si acaso yo mismo a una ambulancia.
El resto de lo que sigue ya no me pertenece a mí, sino a la Historia. “La vieja puta embalsamada en las mayúsculas”, como dejó escrito Pound.
Oí un llanto difuso, idéntico al de un recién nacido. Soy incapaz de precisar de dónde venía: de la calle, de mi propio teléfono que no recuerdo si llegué nunca a marcar... Lo que sí que juraría que llegué a ver, una décima de segundo antes de perder el sentido,  fueron los cuerpos de la gente ahí abajo deshaciéndose –literalmente– en burbujas. O en pompas de jabón, más propiamente: en flemas de una solución neutra a partir de la luz, la grasa humana y, por supuesto, las ondas de radio. También hecha con las capas superiores de la dermis y de la consciencia. Con los sueños. Con las fibras musculares, sangres, nóminas, tibias sinapsis y reductos óseos. Con los hábitos. Con la felicidad. Con cien mil millones de puntos suspensivos...
La propia música –deus ex machina– me rescata del recuerdo. Me golpea con un chasquido en la parte posterior del cráneo para derramarse a continuación en una serie de suaves aguijonazos tras los globos oculares. Mantengo los párpados bien apretados. Joder. Está ocurriendo.
Pero es casi imposible transcribir lo que ocurre, cómo cambia todo de repente dentro de mi cabeza en medio segundo. Esto es aún es más fuerte que mis dudas o cualquiera de mis escasos corajes: un chorro de calor crudo, fetal, que se agarra a mi nuca y funciona sobre mí para convertirme en un resorte afilado nada más detectar que hay un pico, una ondulación que brota del compás treinta –el seis, invertido– para repetirse en los siguientes a intervalos de cada tres.
Está ocurriendo tan rápido, sin transición alguna... Fantaseo con este temblor sobre la marcha. Hago abstracción de todo lo demás para lanzarme a perseguir el nítido nudo fosilizado en la armonía y el pulso de mi sangre se dispara. Me vienen ganas de gritar muy alto que ya nunca perderé el toque –dijera lo que haya podido decir yo mismo alguna vez– porque es de esta manera como debe funcionar: nosotros hicimos esta promisión, esta última oportunidad que nos queda contra su violencia, este arroyuelo atroz de orina en lo vívido.
A partir de aquí, la cosa se cae. Todo es bajón.
Intento tomar distancia, no perderme en un trance. Ceñirme al tacto del bolígrafo, a la textura  que derrama la tinta en cada trazo. Escribo la partitura lo más veloz que soy capaz, a pesar de que a estas alturas es completamente imposible que pueda olvidar ninguno de los signos. Las líneas de los pentagramas se agotan dispersas hacia el margen superior del papel mientras la adrenalina va licuando poco a poco esta euforia en mis venas y busco el orgasmo de la cordura. Se trata de respirar hondo, de abrir un paréntesis, en definitiva... que no funcionará. Me doy perfecta cuenta.
Ya es demasiado tarde, de nada ayudaría siquiera apretar el botón rojo del sintonizador. La canción me ha tocado y ahora me descubro al filo del brote esquizoide, cuando acabo de entrar en el primer vagón de un tren bala directo a la crisis. Es precisamente el esfuerzo por no descontrolarme el que ha acabado detonando el deslizamiento y me hace ver –quizá me hace ser visto, si da igual– cosas que no debería.
Lo digo porque también percibo claramente, con efectividad, que hay algo delante de mí, sólo a unos pasos. Ahí plantado y rígido. Haciéndose y rehaciéndose a la vez o en pausa como un holograma atrapado por el borrón de sus movimientos. Humanoide quizá, me cuesta enfocarlo tras esa aura voluble de un millar de tentáculos de sombra, púas que supuran un color púrpura y brazos que se convierten en bocas que se convierten en colmillos que se convierten en llagas...  
Esto en otras palabras: diagnóstico, alucinosis. No son mis ojos, es mi mente.
Sin ningún asomo de temor por mi parte, en cualquier caso. No resulta una visión terrible porque comprendo que no es real. Me sería imposible convencerme a mí mismo de otra cosa aparte del hecho de que se trata de un rescoldo que mi propio estrés moldea y reduce a una parodia del horror.
Keel, extremo hasta las últimas consecuencias, hubiera insistido en que esto estáocurriendo con certeza. Que todo –las irrupciones de las sintonías en nuestro continuo, las muertes, las supuestas visiones– era parte de un mismo proceso detransmogrificación, que así lo llamaba. Aunque he de matizar que ni siquiera cuando era un convencido devoto de sus teorías logré compartir ciertas conclusiones que empezó a pergeñar al final de su carrera; no soy muy amigo de los tecnicismos que empiezan portrans. Paradójicamente, en este punto preferí decantarme casi por la opción escéptica:ellos –si es que usar un pronombre es lo acertado– no se manifiestan, se captan por mero accidente en realidad, y pueden pasar décadas hasta que alguien, ya sea la Delegación de Salud Pública o la misma Sociedad General de Autores, dé con la huella al supervisar el volcado de las viejas grabaciones en analógico y láser, con el rescoldo que podría servirnos como vacuna.
Cualquier otra tesis considera demasiadas cosas como plausibles, empezando por una eventual observancia por su parte, algún tipo de control en el escenario al que nos han arrastrado; para mí es intolerable la retahíla de silogismos que se derivaría: consciencia mutua, comunicación, reciprocidad, intención... Odio, en resumidas cuentas. Quiénes son, que les hicimos.
Ahora no estoy escribiendo, pero imaginar los párrafos que vendrán me ayuda a tomar la distancia. Incluso me viene la decisión de añadir algún capítulo sobre la iconografía de las visiones en mi próximo libro; a pesar de que es un fenómeno demasiado infrecuentes como para que tengan el más mínimo valor estadístico –ergo científico. Uno de cada mil investigadores en uno de cada cien trabajos de campo a lo sumo. Se supone que un poco más para los sensitivos, nos dicen. Sin embargo, yo ya llevo cuatro episodios, todos y cada uno absurdamente impredecibles; nadie necesita convencerme de que la probabilidad es una ley mal simulada.
Y la figura empieza a cuajar, no puedo remediarlo. Se hace fieramente nítida y esta es la peor parte. Se inclina hacia mí. Respira en un patrón rítmico reconocible, sobre todo porque sigue la partitura que anotar hace sólo un par de minutos. Alarga uno de sus apéndices lubricados de tiniebla y cuando mis rodillas se deshacen en temblor, detiene su moviendo, justo al filo de la nitidez. Un pisoteo triple contra la moqueta del suelo: “no puedes verme, no puedes verme, no puedes verme” le susurro y ocurre de repente que otra idea se impone al mantra. “Además, sé que si así fuera, para ti yo no sería mas queotro monstruo.”
Sí. “Tenme tú miedo...” Ahora. Dilo.
Y no ocurre más.
Nada.
¿Es todo?, me pregunto. ¿Así acaba? ¿Un fallo de raccord en el universo y nos hemos quedado a oscuras?
Sencillamente otro apagón, o eso estoy a punto de diagnosticar cuando un zarandeo brusquísimo me hace perder el equilibrio de la silla mientras una peste a sudor grasiento me abofetea sin misericordia. Cruzo las manos para protegerme el rostro de la pinza de carne fofa y piel reseca y degradada, que intenta apresarme también las muñecas. Mis pupilas se hacen con la penumbra. Mi nombre resuena como un chapoteo en una voz amartillada por el pánico.
Me encuentro a salvo, repite una y otra vez la tensión de mi espalda cuando trato de quitarme de encima al técnico con apáticos empellones. De muy poco sirve: la mole me arrastra con cetrina determinación fuera del estudio. Todo se acelera y me arrojan contra una de las sillas de la sala de espera en el pasillo. Lo único que se me viene a la boca es un bostezo de náuseas.
No me dio tiempo ni a aplicar las barreras, los pulsos explotaron. ¡Nunca vi un contacto tan repentino! –medio chilla una garganta excitada. Tardo aún en darme cuenta de que no es la mía, sino la del técnico, y trago un reflujo de mi propia saliva. ¿Qué estoy haciendo? ¿Realmente he llegado a perder el conocimiento? Trato de apropiarme de la circunstancia, de explicármela.  
Más infrecuentes que los ataques, pero infinitamente más débiles, manejables –la respuesta brota intuitivamente, sé que es la correcta—. Jourgensen era un humorista nato, lo llamaba catarsis en gestalt... ¿Te han contado alguna vez su teoría acerca de lospoltergeists?
Alzo la mirada sólo para encontrarme un pasmo de devoción bovina que tiene el mismo efecto que un cubo de agua helada sobre mí. Me interrumpo. Me envaro, busco de nuevo la compostura; discreción: no puedo ir por ahí compartiendo mis hipótesis de campo con cualquiera, sería contraproducente como... no sé, una granada en un jardín de infancia. Algo así soltaría cualquiera de mis celosos editores.
Tráeme mi cuaderno, mis cosas. Por favor.
Por la manera, casi diría que regocijada, en la que regresa al cuarto, entiendo que el episodio no ha tenido la más mínima mella en su ánimo. Mala suerte. En el futuro el eco de este minúsculo triunfo le pasará factura, será inevitable, me digo. Se trata de un pesar efímero, de todos modos.
Durante los pocos segundos en que me ha dejado sólo, los fluorescentes del techo han ido recuperando su vigor y un leve poso de euforia se me enciende en las mejillas. Los daños han sido leves. Estupendo. Descubro que me siento como el protagonista de una de alguna de esas series sobre submarinos, un curtido capitán yanki satisfecho de que su vieja nave haya soportado nuevamente el envite de los torpedos chinos.
El chaval sigue resoplando como si acabara de correrse cuando deposita en el cuenco de mis manos la cartera, el fajo anillado de notas y un llavero. También el móvil. Esto último me lo guardo con rapidez en el bolsillo interior de la chaqueta y no le concedo a su brazo ávido y rollizo que me ayude a ponerme de nuevo en pie.
El estrépito de carrera nerviosa que dobla la esquina hace que me gire. Son los de la editorial, acompañados por un tipejo achicado por la urgencia y disfrazado de paramédico. Un espasmo surca mi vientre, la mirada de la rubia se clava expectante en la mía. Pero se oye más gente por detrás, se ha extendido la noticia. Borrón.
Alguien golpea afectuosa mi hombro; debe de ser el director, pero apenas me molesto en centrarle. Ni deben de saber aún qué ha pasado exactamente, pero escucho las voces alborotadas. Les basta con la ilusión. Ha sido cerca de ellos, pueden constatarlo con sus propios sentidos y temores: la gente como yo existe, hacemos estas cosas –son testigos– y nuestra magia, nuestra ciencia es más fuerte que la suya, la del... enemigo...
Pero por suerte el párrafo de la moraleja queda disuelto en cuanto la presencia de Lourdes se me insinúa en un hilillo de azul por el rabillo del ojo. Sacudo la cabeza, esquivo miradas. Cualquiera podría confundir este rubor con la modestia y una vez más dibujo las palabras con la boca, muy por debajo del umbral de audición. Sé que ella lo hace por mí, que no acudiría a otra llamada. Aunque a estas alturas de igual, mi cariño. Nadie se atrevería a llamarme loco por esto, no pienso esconderlo. “A veces necesito que lo sepas.” El teléfono empieza a desperezarse en mi bolsillo como un arrumaco.
Yo también te echo de menos.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario