lunes, 31 de diciembre de 2012

EL QUE MANDA

No es que yo pretenda ser verídico, pero se trataba de la novia de uno de la peña de los bares y estudiaba primero de Medicina y empecé a hacerle el favor de ir a buscarla los días que salía de hacer prácticas de la sucursal docente justo enfrente de la Facultad de Ciencias de la Información —que ya llevaba demasiado tiempo sin pisar por cosas del trabajo y otras perezas— y luego nos íbamos a coger el tren a Nuevos Ministerios y durante todo el trayecto ella no dejaba de hablarme de los cadáveres que usaban y de sus compañeros siempre a punto de potar y a veces me ponía a oler su bata impregnada de formol y creo que esa peste ha sido lo más cerca que me he visto nunca de la muerte como hecho
, la muerte «física», la que se puede conjugar porque no es en absoluto un algo emocional de esos que te rompen de verdad y a uno no le gusta en absoluto hablar de ello e imagino que tampoco a los demás oírlo, y fue por eso, cuando aquel editor que conocí porque había sacado libro a un colega mío dijo que mis cuentos —en verdad, apenas párrafos de siete o nueve líneas— eran «la leche» y un «riesgo» absoluto publicarlos pero que mi estilo casaba perfectamente —mejor, mucho mejor que el de mi colega— con una idea que tenía rondando en mente desde hacía tiempo, desde antes de que se volvieran a poner de moda ciertos héroes putrefactos que no necesito presentar que, por supuesto, yo le respondí que sí —mi alegría característica y volátil de lemur en celo si se trata de cosas de estas de hacer que quizás te lean— y me puse a ello, me puse a decirme «que quería hacer algo distinto» y, admito que por mucho que lo cuente ya no sé muy bien cómo le di entrada a la carraca, cómo empecé a rumiar rememorando aquellas tardes-noches esperándola en la plaza en la boca impar del 
Metro de Ciudad Universitaria, haciendo tiempo en rodear la estatua del jinete que recoge la antorcha que le cede un —¡qué oportuno!— moribundo y malinterpretando la lentitud de los dos besos de saludo y mi propia sonrisa porque me parece que los dos —eso me lo dijo también ella años después y si lo cuento os lo podéis creer o no— éramos idiotas de leales y prefería preguntarme como iba a afectar la Resurrección de la Carne a la cuestión en concreto del bronce, así que en esa historia aparecían gólemes también, o algo parecido y muy vaporoso entre la fiebre que asalta al protagonista en el primer capítulo, que sirve además de introducción a todo aquel desastre redivivo con un primer guiño no muy evidente para que pudiera saltar el cepo del editor —pero gólemes, que sí, que qué cojones—. Ocurría que al pensar en esa chica, que consideraba como «amiga», me estaba enfrentando a un tiempo en el que tenía la sensación de que todo mi trato con las mujeres me revelaba un gilipollas completo que giraba los trescientos sesenta grados libres en categoría moña, como con aquella que se me folló un mes antes de una boda que yo ignoraba y me llamó egoísta porque me enteré y corté, ese tipo de gente que es mágicamente transplantada al papel en cuanto arranca la acción y las mandíbulas chascan el aire en busca de carne cálida y algo adiposa, aunque no en mi caso: yo ya había perdido mi oportunidad para la rabia y sólo quería fabricarme un trasunto, casi casi un «heterónimo» —iba decidido a llamarse Ramón Masca— de los que dan prestigio a quien se los ficticia y que se paseara por el campus dándole vueltas al run run político —de «polis», de «ciudad»: también de «ingrata suma de asteriscos para desdecirte»— y sentimental aquel que no cambiaba la vida a nadie, cuando de repente todo se cambiaba a lo «feral» y yo salpicaba mi prosa de adjetivos de este tipo que se daban un ardite inglés —véase «primal», «survival»— evocando los títulos de los discos que por entonces tan sólo escuchaba en mi cabeza; todavía no me habían regalado el iPod® nano del que me cuelgo hoy para escribir, aún faltaban años, y en mi colección de ahora ya no aparece el tochenco de Max Cavalera con Soulfly, esas guitarras como hélices a las que daba propulsión la rima popular —no controlo su categorización en la filología brasileña o portuguesa— que iniciaba uno de los cortes: «Zumbi e senhor da guerre/Zumbi e senhor das demandas/Cuando Zumbi llega/E Zumbi el que manda». Sé que Zumbi fue un esclavo que rebeló y fundó uno de los quilombos más famosos —la canción creo que se titulaba justo así, «Quilombo»— y no tenía nada que ver con el objeto que aquí nos ocupa, pero no pude sustraerme al chiste, al guiño propio —«autoparódico», si se prefiere: el editor me sugirió tachar con asteriscos las vocales del nombre «del que manda»— de utilizarlo, convenientemente fragmentado y sometido a desfiguración, como cita previa de una sucesión en la que los muertos se las apañaban para salir de los tanques donde la Universidad les conservaba para su desguace último —la sola realidad que había propiciado que una chavala de dieciocho años me explicara cómo eran las mejillas de una vieja tuerta cuya complexión maxilar había que desentrañar y al hacerlo se regodea en el asco de los otros pasajeros del vagón; les jodan— en una —elevémosla al rango de— «fábula» con la que ellos reclamaban sin palabras ni pensamiento asimilable a unas palabras —en esto me preocupé de asimilar el «canon»— la propiedad de sus vísceras, extirpándole, de paso, la glotis a dentelladas a un celador y a continuación deglutiendo al aterrorizado y somnoliento primer turno de alumnos de Anatomía que no pudieron escapar porque el formol había dado una sorprendente elasticidad y agilidad a las musculaturas de los cadáveres: no tengo ni la más remota idea de si esta afirmación tiene alguna remota base «científica», pero al editor le hizo gracia eso de que el Monstruo fuera una cosa desechada, sin sangre, cuyos dientes se desprendían con facilidad pasmosa de las encías al primer bocado y, sobre todo, que «olieran a limpio». De todos modos, nos importaban poco a los tres —a él, a mí y a Ramón Masca— los motivos de esta renquear de cuerpos; a unos porque coincidíamos en que si le pides al lector que admita lo imposible no tienes por qué cambiar de reglas a mitad de partida, y a mi personaje porque el momento no le daba más que para correr, vista la suerte que corrieron dos dotaciones de nacionales personadas en el lugar de los hechos, caídas bajo las falanges astilladas de los dedos de los muertos, empleadas con sabiduría a modo garras; «el miedo nunca hace preguntas», recuerdo que llegué a escribir y deseché el folio horrorizado de mi propia procacidad para volver a algo que debía ser la puya pura, víscera y mudez igual que tras la trayectoria escasa del machete al tajo y la cabeza que rueda hasta debajo de la mesa en una mueca que no ceja nunca, y que, por lo menos, me ayudaba a disfrazar que no cupieran muchos tiros porque en España no es tan fácil conseguir armas de fuego por la calle, lo que es una lástima, porque de lo que yo sí que sé es de pistolas: había varias en mi casa, algunas inutilizadas por completo, oxidadas —de mi padre militar, mi abuelo guardiacivil— y de calibre manejable para un niño de doce o trece años que jugaba a escondidas a cargarlas y a apuntar al espejo imitando al buen amigo Travis como si así pudiera asegurarme de que no iba a morir nunca, de que el tiroteo final sólo me atravesaría la garganta, me dejaría mudo esperando a los guripas con la chulería de tarado neoyorquino que mira con toda la piedad de que es capaz a quien no tiene más remedio que este regresar. De nuevo.    

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