jueves, 13 de diciembre de 2012

GÖTTERDAMMERUNG

No me gustan las palabras buenas. Las palabras
de costumbre. Las dulzones y limadas como los trayectos
en los taxi que te llevan de un amor a otro
como si trataran de gesticular algún perdón
o establecer las moralejas de crisis de los cuarenta
o te preguntaran, llanamente, para qué decir tus cosas
[y a la vez te contestaran con himnos
milésmos de nuestra obviedad civil patrocinada].
Somos débiles y exactos. Lo contrario
es lo se puede llamar literatura [y es que hay
obligación de hablar de letras y no de cartílagos,
eczemas o este demasiado vivo insomnio
que ya no deja ni que se me levante] si
llegamos a esa sobremesa de los titulares
y glaucomas de ingenioso autoerotismo tan teórico-
convexo. ¿Ahí me ocurrirá? ¿Las pavorosas,
putrefactas, primordiales buenas intenciones?
¿Ahí me alcanzarán? ¿Me harán de fuego y de cochambre,
un animal que ladra en la contraportada
y se me afirma muy comprometido
con el tiempo manual de la derrota [que no es tal:
es que se acabe la farlopa en el lavabo
o nadie encuentres que te pase un piti
y no te invite a su tribuna del domingo]?
Yo te brindo que no tengo nombre porque puedo
permitírmelo [este fallecer del chulo] y algún día
me arrepentiré del todo. ¿Qué más da? Las buenas
se consumen siempre igual en el anclaje del casquillo
si no hay nadie que quiera mirar al otro lado.


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