lunes, 24 de diciembre de 2012

MAL LLAMADO "MISMO"

Veamos. Lo que «sucede», se «sucede» así: desde mil novecientos setenta y ocho y cada cuatro de abril de cada diecisiete años, el alcalaíno Barrio de Venecia es inundado por el río Henares, que proclama el nacimiento de su encarnación terráquea con una procelosa «sucesión» de vísceras acuáticas lamiendo las calles sin que ingeniería humana alguna pueda remediarlo: ni en el setenta y ocho, cuando el barrio apenas era un descampado, el noventa y cinco, con el paseo y los desniveles trazados para apartar las aguas de las casas o el dos mil catorce, con diez lunas negras atrancadas perperdicularmente en su orilla más abierta, en vano.
Tendríais que vivir en Alcalá de Henares para comprender la frustración de los «sucesivos» consistorios al pasear por las calles que reciben su nombre como disimulado exvoto a los caprichos de un dios fluvial, pequeño pero exigente, al que le da por revivir y despertar también alguna vez fuera del ciclo que os resumo; impredecible es la mitología que me hizo parir. Porque yo soy el Henares, sí, pero también lo son los que han nacido y seguirán naciendo cada diecisiete años antes y después de mí, prodigio cuya cifra y multiplicación se explica en que el río es un ansioso y subestima la gran mejora de la esperanza de vida que los libros de Voltaire y la penicilina y más cosas de esas han traído a los mesías actuales. De esta forma, yo soy yo y también una chica que se llama Elena, pero abrevia Lena y acaba de acabar la diplomatura de Psicología en la Universidad, amen de un crío rumano al que pusieron Jaroslav y tiene ya tres años y habla castellano mejor que un actor de doblaje o un presentador de telediario; lo que ocurre es que es castellano de hace setecientos años —el río tiene una memoria puñetera— y no hay mucha gente por la calle que le entienda; por lo menos no en el centro de atención temprana del distrito donde cae el Barrio Venecia, que es a donde le estaba llevando su madre con la comprensible histeria de las primerizas justo al «suceder» aquello que «sucedió». Es evidente que, cuando nació Lena, yo me llevé un susto de cojones porque estaba en clase en el instituto, llovía, me mordía los carrillos para no bostezar a las diez de la mañana mientras la pizarra demostraba qué sé yo de la abusiva subordinación de frases y, de repente, fue como si me metieran en un tobogán de la Aquópolis de San Fernando —sitio como pocos de «poder fluvial»— y la inercia hiciera bajar mis pulmones a la altura del ombligo y no podía respirar y me picaban los ojos arrasados como por un clorácido que luego entendí que era la luz desvirgándole los ojos a ella. A Lena. El sitio en el que estudiaba yo era pequeño y no tenía enfermería, pero estaba cerca de la Casa de Socorro y allí dudaron entre si hacerme una prueba de consumo de estupefacientes o meterme alguna clase de tranquilizante; al final me regalaron dos sesiones de psicólogo que no digo yo que no estuvieran en el origen de la vocación de Lena. Además, yo por aquel entonces tenía escrito un cuento —si no el primero, casi— en el que aparecía un personaje con ese bendito nombre y mi doctor lo leyó con cierto interés, aconsejándome que no me avergonzara tanto de la masturbación, que venía a ser el arte de los que no tienen talento y a la inversa. Al menos con todo el episodio puede deducir varias «verdades», como que el alma —en nuestro caso el río— no entra en el cuerpo hasta que no se desgarra la placenta y para la siguiente vez que ocurrió estaba más o menos avisado; no así Lena, en medio de una fiesta cuando le bajó la regla «fuera de ciclo», descubriendo el desagradable efecto secundario en la mecánica de fluidos que tiene ser un río; cuando ella, yo tan sólo me meé. En cualquier caso, aunque los tres somos el Henares, no somos una única «persona» —siendo las «personas» respectivas una especie de costra de pintura blanca sobre la que podemos dibujarnos caras para amortiguarnos de nosotros mismos—, no la mayoría de las veces. Pese a que no voy tampoco a entrar en más detalles de los necesarios. Hasta Jaroslav y lo que «sucedió» luego, siempre había pensado que, por mi parte, yo era un fracaso como encarnación terráquea del río, me torturaba un poco recordando que, a lo sumo, le llegué a dedicar un puñado de poemas que se me quedaron definitivamente inéditos y que a mi psicólogo también le llamaron poderosamente la atención —aunque sospecho que era más que nada porque mencionaba a Kurt Cobain y el noventa y cinco era el momento de la moda para hacerlo— y por eso el Henares, desencantado, prefirió probar de nuevo con algo que se parecía más a la imagen clásica de lo que tenía que ser. Porque tengo que reconocer que Lena es bastante mona, pese a lo cual la mayoría de los chicos que le «ponían» —decía— la rehuían porque les da mucho la plasta con lo de «restituir» el río y extirparle los cangrejos norteamericanos y cosas por el estilo; y, como en el fondo es una chica de familia bien y sospecho que comparte algo de mi complejo de inferioridad, no aguantaba a los «perroflautas» que se le arrimaban en las concentraciones de la Plaza de Cervantes —se los folla porque no había nada mejor que hacer y no temía consecuencias: es una de las ventajas de ser río y aprender a controlar los flujos de tu propio cuerpo— así que al final se acaba casi siempre viniendo conmigo, como la primera vez que me abordó cuando salía de la estación a eso de las nueve de la noche hace unos seis años; imagínate que una niña de trece o catorce años te llega en ese instante en el que acabas de bajar del tren y estás harto de todo y dice que sabe «quién eres», que tú sabes «quién» es ella y que los dos necesitabais veros ya con vuestros propios ojos. Y, acto seguido, sale corriendo. Mierda. En realidad, en general, en consecuencia —lo repito— le «sucedía» que con toda esa imagen de ninfa y cabello de cobre casi hasta la cintura no tenía un puñetero amigo. Ahora sí, ahora que han visto cómo revuelve las aguas que han crecido hasta diecisiete veces sus caudal habitual, hasta la altura de un helicóptero y lo tumba, sí. Nos ha jodido. No pone nervioso a nadie. Yo tampoco, con mi sonrisa que mis ex compañeros llamaban —me enteré a través de un programa de entrevistas porque las antenas de televisión son de lo primero que han vuelto a levantar en Alcalá de Henares— «servicial», mis gestos que llamaban «eficientes», mis cuadrículas que aseguran recordar con condescendencia, pero que tanto les enervaban porque estaban a la vista del público y se les hacía preguntarse cómo había logrado sacarme la oposición para trabajar en aquella biblioteca pública de Torrejón de Ardoz. Yo también me lo pregunto, si queréis que os diga la verdad; sospecho que tiene que ver con el hecho de que el río mande sobre todo el Corredor que lleva su nombre, como si en lugar de limitarse al curso fluvial mutilado y arañado con los siglos, su poder se trasladara sobre los raíles de la línea de cercanías hasta Madrid. A pesar de todo, mantuvimos mucho las distancias Lena y yo. Nos cruzábamos, nos hostigábamos e incluso nos insultábamos —toda su adolescencia fue un coñazo para mí— y así casi hasta que nació Jaroslav —sustantivo que ninguno de los tres sabemos qué significa, pero es nombre raro incluso para ser rumano— y entendimos que él era «otra cosa» y que los acontecimientos se precipitaban, sin tener ni ni idea todavía de hacia dónde. A mi novia de entonces, que ahora es mi mujer, le reconozco el enorme aguante de aceptar no sólo la existencia de la chica, sino tragarse que éramos el «uno y vario», los «aspectos» —utilizo las alternativas que un catedrático en antropología de la Autónoma esgrimió cuando, en un telediario, se empeñaron en llamarnos «avatares»— delHenares, algo difícil, imagino, por mucho que la ayudara con una demostración de mis poderes —que desde que Jaroslav empezó a hablar, crecían a cada minuto, hasta el punto de que costaba muchísimo ocultarlos y siempre había que llevar un chubasquero y una muda de emergencia en la mochila— que se saldó a costa del fregadero y una previsiblemente del copón factura que nos hubieran clavado el fontanero si en ese preciso instante no hubiera «sucedido» lo que «sucedió». Hizo infinitamente mejores migas con el niño —huérfano desde la primerísima andanada, de ahí lo irresoluble del misterio de su nombre—, que me traje a casa, mejor dicho, al trastero bajo nuestro bloque donde nos refugiamos temblando todos los vecinos, mi mujer y Lena, que vino como todos, preguntándose qué hacer, cómo afrontarlo, como transmitirlo y fue ese momento —toda vida es una «sucesión» de clímax tras clímax, si sabes vivirla bien— el que Jaroslav, que ni siquiera podía andar más de seis pasos, escogió para dejar de llorar, levantar sus puñitos y decir «eso» que todos ya sabéis y yo no voy a repetir para no enredarme más, porque lo que tengo claro es que con «eso», a partir de ahí, la historia ya había casi, casi «sucedido» y comenzaba sobre todo el río.

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