«No
respondo de estos lerdos», dijo el Cristo Emperador
a
nuestra Roma pasada a cuchillo por los ángeles
atroces
–los sicarios al alcance de la Luz,
mil
águilas de bronce derretidas por contacto
de
una verdadera piel con los emblemas si vanitas
vanitatum,
negra forja, rescisión y alardes–. Oh Nerón
de
astilla incandescente hasta bien fondo de tu recto.
Te
saludo. Déjame seguir mi rabia por los mármoles
como
la orina de una viva farra procedente del final
del
ciclo, la prosaica pira cotidiana que hace persistir
los
siglos tatuados en el yeso del rayajo en diagonal
que
es el poema y sus puntitos alternándose en el aspa
de
una equis fragmentada. «Soy el Uno que lo cuenta
al
mismo tiempo, soy el más propio lugar
entre
destrozos y encabalgamientos y la críptica
raigambre
que a sí misma se deshace con el filo
de
las lanzas y un vinagre poderoso desde la interpolación
contra
el relato de uno a quien fallara la memoria
en
el momento más inadecuado y sonriese desdentando
este
siguiente espacio desde el si tan sólo nos bastase rebotar
o
ser grapados a las tablas necesarias de lo signo.»
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