Accept
anything. Then explain it your way.
Charles Fort
Les
explicaré a mis lectores cómo la canción se hace añicos en el
compás veintinueve, cuando una histriónica lluvia de arpegios fuera
de tono atraviesa la basta ternura entre siseos de las vocalistas
para morder el tema, y la rabia precocinada del duelo entre dos Les
Pauls estratosféricas, muriendo como aerolitos cosidos a la mesa
Marshall, hace temblar las bujías de los amplificadores bajo unos
pedales que deletrean la palabra epilepsia. Sin
embargo sé que para mí, ya fuera del cuaderno de notas al que se
reduce mi imaginación cuando trabajo, la descripción sería más
breve, trivial. Idéntica –la comparación se me ocurre sobre la
marcha– a la que haría ante el espectáculo de una colonia de
leprosos atravesando un campo de minas: pseudo–épico y viscoso y
ruidoso y como con pus.
En definitiva, que ahora tendré que
pedir que me ecualicen este desastre. No me han traído para que haga
una crítica.
Llevo dos dedos a los labios y
exhalo un reducto del pastoso rubor de cerveza que me lleva
acompañando desde el mediodía. Pese a haber transcurrido en uno de
los italianos más bulliciosos del centro, ha sido un almuerzo en
soledad, raídamente tedioso; salvado tan sólo a última hora por
la caricia de las palabras de Lourdes cruzando de punta a punta el
universo que existe tras la pantalla del móvil a la velocidad de un
"te echo de menos".
El
técnico, muy en lo suyo, no entiende que este gesto es sólo un tic
y hace un par de aspavientos antes de negar apresuradamente con la
cabeza. Deduzco que cree que le estoy pidiendo un cigarrillo, así
que me veo obligado a acercar el rostro al micrófono, a pulsar el
botón. Permito que cada una de estas acciones transcurra con la
lentitud de un glaciar. Es natural, tengo sueño, me empieza a doler
la cabeza, estoy aburrido de esta porquería de música... Sobre todo
quiero que se note.
–Cierra
un bucle entre el 27 y el 42 y filtra la tonalidad de los agudos.
Apenas me fijé en la cara del
chaval cuando me lo presentaron hace unos minutos. Traía tan asumido
el cliché –una pelota de grasa con los ojos como coágulos de
sangre y leche por culpa los monitores– que ni me he molestado en
realizar el saludable ejercicio de contrastarlo con la realidad. Sólo
ahora, al observar cómo manipula los osciladores de mezclas, es
cuando me percato de que la gorra de este no lleva el logo del arco
plateado y brillante de la Sociedad General de Autores. Un mal
juramento se me escapa entre los dientes. El vidrio que nos separa
queda algo oscurecido por la luz que un fluorescente proyecta en
cenital, pero puedo estar seguro de que tampoco el resto del uniforme
es administrativo. Me conozco el truco de sobra: ropa negra,
formalidad poco atractiva. Tal vez algunas pegatinas en argentino y
blanco, estratégicamente colocadas para del el pego ante los
foráneos y algún que otro inspector de derechos fácil de untar. O
también ante un especialista como yo, un completo inútil para darse
cuenta de lo que ocurre más allá de a un palmo de sus narices.
Durante unos instantes pienso en
montar un número, en levantarme rezongando furibundo o gritar que yo
no trabajo con profesionales no federados, ¡mi reputación, por
Dios! Por supuesto, no lo hago. No hago absolutamente nada, en
realidad. Me limito a tomar aire. Recapacitar. Pensar en Lourdes.
Pasarme por la frente una mano ya húmeda de sudor que me alborota el
flequillo e ir notando como mi rostro se cuartea en una sonrisa. Esta
mujer y su olfato...
Por supuesto, ella no está aquí
para asistir a mi mal trago. Sólo sé que se esfumó nada más
arrancar la sesión. Habrá buscado refugio en la cafetería, junto a
la anodina eficiencia de la pareja de comerciales de la editorial.
Sí, ella es la que me ha incitado a venir, sin embargo se aburre en
las sesiones, tanto que últimamente ya ni se preocupa de negarlo.
Tampoco tiene por qué, para mí es comprensible. Hoy hace seis años
casi que me acompañó a la primera. A estas alturas, dice, podría
imitar a la perfección cada una de mis frases hechas, mis
aspavientos, mis querencias, y ni siquiera yo acertaría a
desenmascarar el fraude. Supongo que lo habrá llegado a intentar
alguna vez, para burlarse de mí cuando está sola. Suelo repetirme
que eso está bien, que me gusta que no lo tome demasiado en serio.
Que nunca haya visto en mí más de lo que soy.
De manera que vale, estupendo. Lo
dejaré pasar todo. Me pondré a ello. Ayuda el que el chico
interprete esta vez con corrección el giro desvaído de mi diestra y
que los baffles encajados en las esquinas acolchadas emitan un nuevo
zumbido de estática.
He de estar atento: ese es
precisamente el tipo de matiz que se pervierte con unos cascos. Casi
nadie lo entiende cuando trato de explicar cómo capan el mensaje,
que por eso nunca los uso. A veces me miran como a un fósil, como
–qué sé yo– al perrito de “La Voz de su Amo”, pegado a esa
grotesca concha de metal mientras una aguja raspa el vinilo.
“Aun así, lejos”, me digo.
Apártate del hilo antes de que se desenlíe por completo: es lo
último a lo que deberías dedicar tus pensamientos en momentos como
este, date cuenta. Y cedo, pues: inclino la frente y el ceño en
línea para recrear mi vista en mis zapatos. Relajo la mandíbula. No
hay tiempo de mucho más antes de que el festival arranque de nuevo.
El lápiz empieza a bailar sobre el
papel arrastrado por un espasmo repentino de mi diestra. Algún
recoveco de mi mente se está impacientando: ya van dos repeticiones
de la secuencia y sigo sin captar nada. Al menos el sonido que llega
a continuación es más terso, sin todas esas distorsiones de
guitarra simulando explosiones, salvas, trallazos de plomo masticados
por un monstruo de película de serie Z japonesa. Me trae el recuerdo
del doctor Amorós. Pobre hombre, cómo lloriqueaba contra el
nego–trash en la mesa redonda que organizó la Complutense hace
unos cuantos semestres. Comparaba lo que se puede sacar hoy día en
una sesión con las primeras grabaciones de “música de las hadas”
que hicieron públicas Conan Doyle y otros clásicos teósofos hace
más de ochenta años. “Claro que ellos cometieron el error de
ilustrarlas con burdos fotomontajes pederastas de niñas bailando a
lo Carroll”, corté yo, “por eso nadie se los tomó en serio”.
Las carcajadas de doscientos estudiantes de psicología, más de un
tercio alumnos suyos, se comieron los balbuceos con los que trataba
de argüirse una escapatoria al ridículo.
No fue algo que llegara a lamentar,
ni entonces ni más tarde, a pesar de que Lourdes aproveche la mínima
para echarme en cara mi habilidad para meterme en polémicas idiotas
con los de la Vieja Guardia. Es verdad, eso sí, que tampoco tiene
demasiado mérito humillarles. A los académicos siempre les faltó
talento para improvisar. Demasiado rígidos, anquilosados tras sus
goniómetros, sus cámaras anecoicas, sus aburridos monográficos de
trabajo de campo trufados de anécdotas insulsas de puro inverosímil,
como en los peores tiempos de la colaboración pionera entre Fort y
Edison...
... no. No lo estoy haciendo bien.
No demasiado bien al menos. Pierdo
la continuidad a la mínima, sigo dándole vueltas y vueltas a la
misma historia –“mamón rencoroso” me asalta la voz de Lourdes
desde ese cruel resquicio que llaman memoria–, hasta que casi obvio
el instante en que se hace perceptible la primera coz. Esa que es
como un crujido, un crepitar, un silbo. Un temblor de la estática,
en el supuesto de que la estática pudiera sacudirse esos latigazos
de sinsentido como sus pulgas un perro. Nada aún que me pueda
resultar indicio de nada, en realidad, salvo de que no debería estar
ahí, pero me resulta suficiente. Operemos.
El
acorde es un Do sostenido menor. Lo apunto en la libreta y alzo el
índice, lo hago oscilar a la manera de la aguja de un metrónomo
para indicar al técnico que repita todo desde el principio y marco
el ritmo con los tacones de mis mocasines de color ónice. Ahora ya
sé dónde buscar.
(Y soy consciente de que, según los
fononautas clásicos, habría todo un arsenal de arcanos a mi
disposición para enfrentar los siguientes pasos. Desde ceñirme a la
progresión y cuadricular el número de notas por tiempo del compás
para hacer que resbalen exponencialmente por un múltiplo de pi,
hasta hacer casar la posición de tónica con las letras del alfabeto
hebreo menos siete. Pasando, cómo no, por el numerito de la
glosolalia, de la
inspiración de un ángel o, con un poco de suerte, de algún
avatar en exceso mundano de dioses
sin nada mejor que hacer que tirarse en picado contra nuestras
cabezas, abrir la tapa, echar su triste gargajo de sabiduría sobre
el revoltijo de los sesos –el gore es la emanación laica,
desarquetipificada, del éxtasis; siempre lo habíamos dicho yo y el
mismísimo J. Vallé en uno de sus libros más famosos–
para después alzar el vuelo envueltos por carcajadas igual que una
sucia radiofrecuencia. Muchas maneras, sí, de hacerlo funcionar. Así
es como los otros lo consiguen. Los otros.)
–Baja a quince revoluciones...
–dejo pasar medio segundo antes de corregirme– Quiero decir, 23
fonogramas.
El muchacho se ha quitado la gorra y
me llega finalmente la belleza entera de esos ojos que tantísimo me
recuerdan canicas rojizas incrustadas a martillazos en masilla.
‘Revoluciones’. Entiendo que le sorprende una terminología tan
pasada de época. No, no debo de ser tan mayor como para haber
trabajado sólo sobre grabaciones en surco. Y los magnetoscopios...
Puedo predecir la mirada que desvía
hacia el cilindro sobre su cabeza. Éste sigue girando entre el
bombardeo arrítmico de los fotones tas la pantalla magnética y
siento cómo mis mejillas se iluminan en una ráfaga tibia. Tendría
que haberme dedicado a la adivinación, a leer las mentes o al puro
ilusionismo en lugar de perseguir estos rescoldos de sentido
arrojados al azar como en una diáspora contra la sensatez.
La perplejidad que provoco no
termina de resultarme incómoda, en cualquier caso. Más bien me
invita a recrearme en la vieja boutade de este oficio –"lo
peor que le puede ocurrir a un hereje es tener la razón"– y
refrendar que ahí debe de andar la gracia, en el punto en que ya no
es posible despacharte con un guiño de incrédula condescendencia y
hay que aceptar la evidente o seguir negando, negando hasta las
últimas consecuencias.
Apuesto a que a John Keel también
se le pasó por la mente esto cuando introdujo la cuestión de la
otredad
en la ecuación de las grabaciones, que en el fondo nunca creyó que
nadie fuera a tomárselo en serio. Publicó 'La octava torre' en un
mal momento. La escuela sueca, fieles discípulos de Jürgenson, se
enfrentaba a los ingleses post-jungnianos de Moorcock en la enésima
encarnación de aquel ya putrefacto debate sobre el origen de los
registros: el eco de la psique de los muertos versus la plasmación
de las agonías cotidianas de los vivos. En tales circunstancias,
¿alguien se esperaba nada bueno de una estrella radiofónica
neoyorquina venida a menos? ¿Un cazador de rarezas?
Aunque a veces –ocurrió entonces,
ocurre ahora– lo más horrible de tener la razón sea,
sencillamente, tenerla.
Encuentro el primer llanto sin
dificultades. “Llanto”, “coz”... Hay que referirse a ello de
alguna manera, aunque esta vez sea sólo una estructura de doble
tritono encajada en una armonía medio cavernaria. Algo es algo.
Dibujo un pentagrama a toda velocidad y dejo que las notas caigan
contra sus renglones como salpicaduras de grafito. Ya me preocuparé
luego de desentrañar si tendría que representarlas como negras,
corcheas, fusas, leches o semileches para que la contra–melodía
funcione. Ni rastro de voces en esta, por el momento.
(Porque ah, sí, casi olvido que
también acostumbro a ignorar a conciencia nuestra actual teoría
matemática oficiosa, la que se desprende del rancio pitagorismo
dianético de los herederos de Hubbard y otros escritorzuelos
rebotados de la fantaciencia, afines a la parafernalia militarista
del MIT y que excluyen categóricamente cualquier “método ecuánime
de discernir un contenido verbalizado complejo mediante nuestros
actuales procedimientos técnicos de decodificación”. Los
atribuyen a las reacciones que la combinación de arquitecturas
armónicas “derraman” (sic) en la psique humana. A la mala
calidad de las grabaciones, en otras palabras. A la excusa de
siempre: la del ruido blanco como un auténtico engañabobos. No me
canso de repetir que lo que me irrita de verdad de esa gente es que
sé que ellos nunca se arriesgarían a escuchar una sesión
directamente. Se sienten demasiado cómodos tras su muralla de
álgebra y gráficos de onda, su prejuicio de objetividad. Su miedo a
su propio miedo.)
Pido repetir el proceso con los dos
sectores siguientes. El primero viene sin éxito. El segundo con un
leve escorzo en la tonalidad que podría ser sinónimo de casi
cualquier cosa. Aunque intuyo que aún hay algo que se ofusca, como
un nombre en la punta de la lengua...
Y de repente se rompe.
Así, sin solución de continuidad.
Igual que una ducha de radiación en el vacío absoluto, me llego a
un silencio. Sólo milésimas apenas, lo suficiente para que un
cuchillo helado de ansiedad me baile por la nuca y mi espinazo se
erice como el de una mangosta atrapada en la jaula de una cobra.
Estoy a punto de llevar la mano al
pequeño sintonizador de bolsillo que llevo en el bolsillo interior
de la chaqueta cuando un destello de lucidez me dice lo que ocurre.
El técnico, por su jodida cuenta y riesgo, acaba de interrumpir la
reproducción.
–¿No quiere hacer una pausa,
señor Masclé?
Por fin le oigo articular algo de
más de dos sílabas seguidas. Lo obvio, tenía que haber detectado
antes los síntomas. Seguramente es la primera vez que se enfrenta a
algo así en primera línea y está cagado por lo que pueda venir
ahora.
Me decido por la calma. Yo soy capaz
de entenderle, he pasado por ello. Aparte de que siempre es mejor
tener a alguien con el dedo permanentemente sobre el botón de stop;
todos los valientes que me he echado a la cara en un estudio eran
homicidas en potencia. Es por eso que un minúsculo ramalazo de
simpatía se asoma a mi boca cuando la abro para contestar.
–Hazte un favor: no pienses.
¿Cómo encaja el golpe? No llego a
verlo, su mueca se me escabulla por culpa del reflejo sobre el
cristal de un nuevo parpadeo de los halógenos. Sin darme apenas
cuenta, contengo la respiración. En el último cuarto de hora han
sido seis ya. Ojalá no se vaya la luz ahora, encender los
generadores de emergencia significaría volver a empezar
prácticamente de cero. Eso en el supuesto de que esta gente tenga
generadores de emergencia, claro.
El técnico no añade nada a su
gloriosa intervención. Le presumo cohibido, avergonzado. Lourdes me
encontraría odioso también por esto. Se gira un par de veces por
encima de su hombro, como si escuchara cuchicheos detrás de la
puerta, alguna carrera nerviosa por el pasillo. Por el momento parece
que aguantamos. Habrá sido un simple latido, nada de importancia,
alguna estación sobresaturada.
No hago más caso porque el tajo de
la pieza emerge otra vez por los altavoces y necesito hacer un
esfuerzo para enfocarlo, para casi visualizarlo igual que el vaho del
aliento en una mañana sorprendentemente fría. Como la de hoy.
Cierro los ojos. La oscuridad me
conjura imágenes ociosas, rutinarias. El acceso desde la autopista
de circunvalación, cercado por un jardín de grandes antenas
semicirculares orientadas hacia el suelo. El gris plúmbeo. La
entrada del edificio de la discográfica en plano largo y una seña
de Lourdes haciéndome observar divertida cómo la rubia –la misma
que mi editorial ha mandado ya otras en otras dos ocasiones– ha
retenido esta vez más tiempo del necesario mi mano entre las suyas.
Treinta y pocos, ojos claros, figura medio decente y sin maquillar.
¿Espera de verdad que pueda hacer algo con eso?
Sería su compañero, más directo,
menos llamativo –ni se molesta en decir nada remarcable ni por
asomo exaltado a modo de saludo– el que nos conduciría al
Departamento de Fonoteca a través de un pequeño laberinto de
paredes recubiertas con paneles de gomaespuma. Llamó a timbres,
abrió puertas y supo hacer mutis a cada embate de la mujer
arrastrándome a una cháchara cortés, circunstancial.
Al entrar en el despacho del gerente
no pude –ni quise– evitar un guiño bien de cargado de sorna. El
sujeto en cuestión, un tal Sierra o Serre según una plaquita en la
solapa de la chaqueta de su uniforme azul, sostenía un libro mío
entreabierto en sus manos tratando de fingir que acabábamos de
sorprenderle en mitad de una absorbente lectura. Otros tres o cuatro
volúmenes se apilaban sobre la mesa contra la que apoyaba esa
clásica corpulencia enjuta y reseca de tedio, tan apropiada para un
burócrata.
No me sentía halagado por la
minúscula pantomima, así que ¿para qué disimular? Él no pareció
verse desanimado por mi indiferencia, se hallaba demasiado absorto en
cacarear el orgullo que le embargaba ante mi presencia en aquellas
modestas –haciendo hincapié cosa de tres o cuatro veces en lo de
“modestas”– instalaciones.
En consecuencia, desconecté. Una
tibia y persistente llovizna de invierno iba tomando posesión del
paisaje que se divisaba a través de la ventana disuelta en densos
goterones escurriéndose sobre el vidrio. Me gustaba el efecto: la
lluvia tiene una cualidad honesta, por decirlo de algún modo. La
gente suele preferir la nieve, por lo de los copos, la simetría, los
fractales y todo ese rollo, pero yo sé que ahí no existe más que
una gran carcajada cósmica que explota cada día en nuestra cara.
Los rastros de una gota de agua, el grueso culebreo a merced de la
gravedad, se aproxima más a lo que constituye el verdadero fondo de
las cosas.
Imagino que Lourdes estuvo a punto
de chistar para llamarme de nuevo a la consciencia. Todavía no
entiendo del todo por qué le importa tanto el que acudiera
precisamente a esta llamada. “¿Por qué no? Será entretenido”,
fue lo único que contestó cuando le reenvié el mensaje de mi
agente, y yo acepté que toda resistencia era inútil. A veces sus
destellos entusiastas llegan a adquirir un cariz incluso macabro.
El gerente, en cualquier caso,
seguía con su monólogo. Por lo que se apresuraba a explicarnos, el
hallazgo consistía en un disco de mediados de los noventa, una
“joya” descatalogada de las que traían Sub Zero o alguna
distribuidora por el estilo del circuito de las independientes. Di
por sentado –no me equivoqué– que se trataba de otro de esos
grupos de punk californiano que berreaban medio en alemán, medio en
inglés, medio en portugués, sonando de vergüenza ajena en todos
los idiomas. Aunque este hombre parecía suponer que aquella era una
especie de Graal: lo primero que había hecho después de que sus
ordenadores detectaran la singularidad armónica fue avisar al
Boletín de la Asociación y al Delegado del Ministerio. Incluso
tenía contratado ya un equipo de audiópatas independientes para
repasarlo de arriba a abajo.
Olvidó puntualizar –vaya
descuido– que para ahorrarse un par de cientos de euros no había
llamado a gente con carné oficial, de esto he acabado de darme
cuenta por mí mismo en el proceso hace unos instantes. Vaya
ayudante.
Aunque al final me estoy sintiendo
tentado de reconocer que no va a resultar tan terrible. El muchacho
ha sustituido esa docilidad complaciente por una eficacia violentada,
enérgicamente mecánica, como si buscara insultarme cumpliendo a
rajatabla hasta la última de mis instrucciones. De este modo, para
conseguir que rastree las frecuencias de onda más bajas, que
destripe la progresión armónica, con una sacudida del pulgar es más
que suficiente y la rabiosa arteria de la melodía termina de
vaciarse en mis tímpanos.
El problema es que, por más que
cumpla, no veo que aquí quede mucho que rascar. Sólo un par de
ramalazos, ecos, matices de los que un buen compositor podría sacar
partido, de modo que tampoco puede decirse que me hayan hecho perder
el tiempo. Las ha habido peores.
No obstante, me veo de repente
pensando otra vez en Lourdes. Reconozco que mi confianza en ella es
más una cuestión de comodidad que de estadística: su intuición es
tan falible como puede ser la mía. Aunque la verdad es que, para
terminar de ser honestos, también me veo pensando en que llevo un
par de meses en dique seco. Sin que, de golpe, la idea salte, venga
desde los capilares al fondo de mi retina bombeada como un flash
púrpura.
Aún no hemos probado a invertir la
canción, cierto. No voy a decir que la técnica me resulte ridícula,
es sólo que eso casi siempre ha contado con más reputación de
leyenda urbana que de herramienta de veras válida. En todo caso,
sería un ridículo pequeño. ¿Logro algo con probar? Por lo que
llevo oído no tiene pinta, pero quién sabe. Poner un disco al revés
no es dar la vuelta a las estructuras, como dicen. Este no es el
principio que rige con la música popular, al menos. El rock, el
blues tiene una estructura muy simple y tienden por naturaleza al
efectismo. El punto fuerte siempre son, en consecuencia, los
arreglos: ahí puede mutar cualquier distribución.
Hago el gesto de la tijera y a
continuación extiendo la palma de mi mano. La tumbo con una agilidad
más bien macilenta. Veamos qué tal. Un leve espasmo recorre mi
entrecejo, pero los nervios son mera rutina. Lo único de lo que creo
estar seguro es de que, en los doce años que llevo buceando en los
archivos de toda Europa, ningún Satán me ha lamido nunca a la
cara... a pesar de que doce años han sido tiempo suficiente haciendo
esto como para aprender que el que algo no haya ocurrido antes no
debería importar demasiado.
Es descarnadamente obvio que, puesta
en perspectiva, la historia entera de estas escaramuzas ha estado
trufada de golpes de suerte y de accidentes tan forzados como los un
mal folletín. Aquella noche terrorífica de enero del 67 en el
puente sobre el río Ohio, a las afueras de Point Pleasent, título
también de uno de los trabajos primerizos sobre el tema del
mismísimo Keel. La muerte –un año antes pero absurdamente
maquillada durante casi un lustro por la todopoderosa discográfica–,
de Paul Mccartney, George Martin y dos músicos de estudio durante la
producción de “Revolver”. Los fracasos sucesivos del programa
Voyager, que de rebote darían alas a los partidarios de investigar
el sistema pro propagación láser. El incidente –la pequeña
tragedia– del metro de
Moscú durante la inauguración del primer tamo de la línea
Kalininskaia. El rugido que escucharon por los altavoces del estadio
algunos de los supervivientes de Heysel... Cientos y cientos de
piezas de un mismo puzzle acumulándose ante de nuestros ojos.
Pero nuestros ojos seguían
obcecados con las verdades tangibles, con los dogmas, las mediciones
de espectro, radiaciones oscuras, los rescoldos de la teoría del
éter, los tests de fonopsinética o la física ectoplásmica
aplicada a la psicología neutral de Ganzfeld; con toda esa cháchara
vomitada desde las poltronas de siempre, jugando a la Jerga. Es algo
que nunca nos perdonaré, que todo aquello nos viniera encima y
siguiéramos tan ciegos para no darnos cuenta.
No soy el único. Esto que ladro es
la vox populi. Recuerdo que uno de mis primeros editores me
felicitaba por dejar caer clichés por el estilo en mis libros.
Demostraba talento para la mercadotecnia, hacía que me vendiera
bien. “Nadie te puede acusar de demagogo: en tu caso hay un
resentimiento lógico”, recalcaba. Ello me daba una suerte de
autoridad moral. A partir de entonces, todas las biografías que han
ido apareciendo en la contraportada de mil libros lo mencionan, se
recrean en ello. En cierta manera es en mi beneficio, por supuesto.
Tampoco voy a desmentirles porque, efectivamente,
yo estaba en Madrid cuando empezó.
Los
hechos, bien, están claros. Tenía
28 años, me dedicaba aún a la investigación de campo, malvivía
con mi beca de postgrado en la SEIP y aún no había conocido a
Lourdes; he aquí casi todo lo que puedo contar del hombre que dejé
de ser ese día veintitrés
del mes cuatro de 2006. San Jorge.
Son
los recuerdos lo dudoso. Demasiado tiempo, demasiada literatura desde
entonces , a pesar de que –en eso al menos soy honesto– tampoco
les he permitido exagerar.
Dejo, por ejemplo, muy claro que no
sufrí la oleada en mis propias carnes, sólo una de las primeras
réplicas. Ahora estoy aquí, necesito añadir poco más para que
ello resulte evidente.
La
última consciencia que guardo de aquella tarde –composición de
lugar– es que me encontraba asomado a los ventanales del
laboratorio, alarmado por el estruendo metálico un coche que acaba
de empotrarse contra la fachada del edificio de enfrente. Los airbag
habían reventado, llevaba la radio a todo volumen y entre la pared y
el afilado arbusto al que quedó reducido la carrocería del morro me
pareció distinguir que estaba atrapado alguien, un bulto ennegrecido
que se retorcía en silencio. Instantáneamente se empezó a formar
el previsible corrillo alrededor. Yo no era, no me consideraba al
menos, un cotilla. Es más, la situación me encendía un pudor
incómodo, de voyeur a punto de ser descubierto; pero lo que me
extrañó en el momento, cuando pude reaccionar, fue que nadie diera
un paso para acercarse más para auxiliar ni al conductor ni al otro
herido. Estaban todos paralizados, rígidos. Tanto que lo tomé por
una suerte de histeria morbosa, como si cualquiera que se acercaba se
uniera en el acto a un museo de cera callejero. ¿A qué coño venía
esto? Decidí ejercer de buen samaritano, llamar por si acaso yo
mismo a una ambulancia.
El
resto de lo que sigue ya no me pertenece a mí, sino a la Historia.
“La vieja puta embalsamada en las mayúsculas”, como dejó
escrito Pound.
Oí
un llanto difuso, idéntico al de un recién nacido. Soy incapaz de
precisar de dónde venía: de la calle, de mi propio teléfono que no
recuerdo si llegué nunca a marcar... Lo que sí que juraría que
llegué a ver, una décima de segundo antes de perder el sentido,
fueron los cuerpos de la gente ahí abajo deshaciéndose
–literalmente– en burbujas. O en pompas de jabón, más
propiamente: en flemas de una solución neutra a partir de la luz, la
grasa humana y, por supuesto, las ondas de radio. También hecha con
las capas superiores de la dermis y de la consciencia. Con los
sueños. Con las fibras musculares, sangres, nóminas, tibias
sinapsis y reductos óseos. Con los hábitos. Con la felicidad. Con
cien mil millones de puntos suspensivos...
La
propia música –deus ex machina– me rescata del recuerdo. Me
golpea con un chasquido en la parte posterior del cráneo para
derramarse a continuación en una serie de suaves aguijonazos tras
los globos oculares. Mantengo los párpados bien apretados. Joder.
Está ocurriendo.
Pero
es casi imposible transcribir lo que ocurre, cómo cambia todo de
repente dentro de mi cabeza en medio segundo. Esto es aún es más
fuerte que mis dudas o cualquiera de mis escasos corajes: un chorro
de calor crudo, fetal, que se agarra a mi nuca y funciona sobre mí
para convertirme en un resorte afilado nada más detectar que hay un
pico, una ondulación que brota del compás treinta –el seis,
invertido– para repetirse en los siguientes a intervalos de cada
tres.
Está
ocurriendo
tan rápido, sin transición alguna... Fantaseo con este temblor
sobre la marcha. Hago abstracción de todo lo demás para lanzarme a
perseguir el nítido nudo fosilizado en la armonía y el pulso de mi
sangre se dispara. Me vienen ganas de gritar muy alto que ya nunca
perderé el toque –dijera lo que haya podido decir yo mismo alguna
vez– porque es de esta manera como debe funcionar: nosotros hicimos
esta promisión, esta última oportunidad que nos queda contra su
violencia, este arroyuelo atroz de orina en lo vívido.
A
partir de aquí, la cosa se cae. Todo es bajón.
Intento
tomar distancia, no perderme en un trance. Ceñirme al tacto del
bolígrafo, a la textura que derrama la tinta en cada trazo. Escribo
la partitura lo más veloz que soy capaz, a pesar de que a estas
alturas es completamente imposible que pueda olvidar ninguno de los
signos. Las líneas de los pentagramas se agotan dispersas hacia el
margen superior del papel mientras la adrenalina va licuando poco a
poco esta euforia en mis venas y busco el orgasmo de la cordura. Se
trata de respirar hondo, de abrir un paréntesis, en definitiva...
que no funcionará. Me doy perfecta cuenta.
Ya
es demasiado tarde, de nada ayudaría siquiera apretar el botón rojo
del sintonizador. La canción me ha tocado y ahora me descubro al
filo del brote esquizoide, cuando acabo de entrar en el primer vagón
de un tren bala directo a la crisis. Es precisamente el esfuerzo por
no descontrolarme el que ha acabado detonando el deslizamiento y me
hace ver –quizá me hace ser visto, si da igual– cosas que no
debería.
Lo
digo porque también percibo claramente, con efectividad, que hay
algo
delante de mí, sólo a unos pasos. Ahí plantado y rígido.
Haciéndose y rehaciéndose a la vez o en pausa como un holograma
atrapado por el borrón de sus movimientos. Humanoide quizá, me
cuesta enfocarlo tras esa aura voluble de un millar de tentáculos de
sombra, púas que supuran un color púrpura y brazos que se
convierten en bocas que se convierten en colmillos que se convierten
en llagas...
Esto
en otras palabras: diagnóstico, alucinosis. No son mis ojos, es mi
mente.
Sin
ningún asomo de temor por mi parte, en cualquier caso. No resulta
una visión terrible porque comprendo que no es real. Me sería
imposible convencerme a mí mismo de otra cosa aparte del hecho de
que se trata de un rescoldo que mi propio estrés moldea y reduce a
una parodia del horror.
Keel,
extremo hasta las últimas consecuencias, hubiera insistido en que
esto está ocurriendo con
certeza. Que todo –las
irrupciones de las sintonías en nuestro continuo, las muertes, las
supuestas visiones– era parte de un mismo proceso de
transmogrificación,
que así lo llamaba. Aunque he de matizar que ni siquiera cuando era
un convencido devoto de sus teorías logré compartir ciertas
conclusiones que empezó a pergeñar al final de su carrera; no soy
muy amigo de los tecnicismos que empiezan por trans.
Paradójicamente, en este punto preferí decantarme casi por la
opción escéptica: ellos
–si es que usar un
pronombre es lo acertado– no se manifiestan, se captan por mero
accidente en realidad, y pueden pasar décadas hasta que alguien, ya
sea la Delegación de Salud Pública o la misma Sociedad General de
Autores, dé con la huella al supervisar el volcado de las viejas
grabaciones en analógico y láser, con el rescoldo que podría
servirnos como vacuna.
Cualquier
otra tesis considera demasiadas cosas como plausibles, empezando por
una eventual observancia por su
parte, algún tipo de control en el escenario al que nos han
arrastrado; para mí es intolerable la retahíla de silogismos que se
derivaría: consciencia mutua, comunicación, reciprocidad,
intención... Odio, en resumidas cuentas. Quiénes son, que les
hicimos.
Ahora
no estoy escribiendo, pero imaginar los párrafos que vendrán me
ayuda a tomar la distancia. Incluso me viene la decisión de añadir
algún capítulo sobre la iconografía de las visiones en mi próximo
libro; a pesar de que es un fenómeno demasiado infrecuentes como
para que tengan el más mínimo valor estadístico –ergo
científico. Uno de cada mil investigadores en uno de cada cien
trabajos de campo a lo sumo. Se supone que un poco más para los
sensitivos, nos dicen. Sin embargo, yo ya llevo cuatro episodios,
todos y cada uno absurdamente impredecibles; nadie necesita
convencerme de que la probabilidad es una ley mal simulada.
Y
la figura empieza a cuajar, no puedo remediarlo. Se hace fieramente
nítida y esta es la peor parte. Se inclina hacia mí. Respira en un
patrón rítmico reconocible, sobre todo porque sigue la partitura
que anotar hace sólo un par de minutos. Alarga uno de sus apéndices
lubricados de tiniebla y cuando mis rodillas se deshacen en temblor,
detiene su moviendo, justo al filo de la nitidez. Un pisoteo triple
contra la moqueta del suelo: “no puedes verme, no puedes verme, no
puedes verme” le susurro y ocurre de repente que otra idea se
impone al mantra. “Además, sé que si así fuera, para ti yo no
sería mas que otro
monstruo.”
Sí.
“Tenme tú miedo...” Ahora. Dilo.
Y
no ocurre más.
Nada.
¿Es
todo?, me pregunto. ¿Así acaba? ¿Un fallo de raccord en el
universo y nos hemos quedado a oscuras?
Sencillamente
otro apagón, o eso estoy a punto de diagnosticar cuando un zarandeo
brusquísimo me hace perder el equilibrio de la silla mientras una
peste a sudor grasiento me abofetea sin misericordia. Cruzo las manos
para protegerme el rostro de la pinza de carne fofa y piel reseca y
degradada, que intenta apresarme también las muñecas. Mis pupilas
se hacen con la penumbra. Mi nombre resuena como un chapoteo en una
voz amartillada por el pánico.
Me
encuentro a salvo, repite una y otra vez la tensión de mi espalda
cuando trato de quitarme de encima al técnico con apáticos
empellones. De muy poco sirve: la mole me arrastra con cetrina
determinación fuera del estudio. Todo se acelera y me arrojan contra
una de las sillas de la sala de espera en el pasillo. Lo único que
se me viene a la boca es un bostezo de náuseas.
–No
me dio tiempo ni a aplicar las barreras, los pulsos explotaron.
¡Nunca vi un contacto tan repentino! –medio chilla una garganta
excitada. Tardo aún en darme cuenta de que no es la mía, sino la
del técnico, y trago un reflujo de mi propia saliva. ¿Qué estoy
haciendo? ¿Realmente he llegado a perder el conocimiento? Trato de
apropiarme de la circunstancia, de explicármela.
—Más
infrecuentes que los ataques, pero infinitamente más débiles,
manejables –la respuesta brota intuitivamente, sé que es la
correcta—. Jourgensen era un humorista nato, lo llamaba catarsis en
gestalt...
¿Te han contado alguna vez su teoría acerca de los poltergeists?
Alzo
la mirada sólo para encontrarme un pasmo de devoción bovina que
tiene el mismo efecto que un cubo de agua helada sobre mí. Me
interrumpo. Me envaro, busco de nuevo la compostura; discreción: no
puedo ir por ahí compartiendo mis hipótesis de campo con
cualquiera, sería contraproducente como... no sé, una granada en un
jardín de infancia. Algo así soltaría cualquiera de mis celosos
editores.
–Tráeme
mi cuaderno, mis cosas. Por favor.
Por
la manera, casi diría que regocijada, en la que regresa al cuarto,
entiendo que el episodio no ha tenido la más mínima mella en su
ánimo. Mala suerte. En el futuro el eco de este minúsculo triunfo
le pasará factura, será inevitable, me digo. Se trata de un pesar
efímero, de todos modos.
Durante
los pocos segundos en que me ha dejado sólo, los fluorescentes del
techo han ido recuperando su vigor y un leve poso de euforia se me
enciende en las mejillas. Los daños han sido leves. Estupendo.
Descubro que me siento como el protagonista de una de alguna de esas
series sobre submarinos, un curtido capitán yanki satisfecho de que
su vieja nave haya soportado nuevamente el envite de los torpedos
chinos.
El
chaval sigue resoplando como si acabara de correrse cuando deposita
en el cuenco de mis manos la cartera, el fajo anillado de notas y un
llavero. También el móvil. Esto último me lo guardo con rapidez en
el bolsillo interior de la chaqueta y no le concedo a su brazo ávido
y rollizo que me ayude a ponerme de nuevo en pie.
El
estrépito de carrera nerviosa que dobla la esquina hace que me gire.
Son los de la editorial, acompañados por un tipejo achicado por la
urgencia y disfrazado de paramédico. Un espasmo surca mi vientre, la
mirada de la rubia se clava expectante en la mía. Pero se oye más
gente por detrás, se ha extendido la noticia. Borrón.
Alguien
golpea afectuosa mi hombro; debe de ser el director, pero apenas me
molesto en centrarle. Ni deben de saber aún qué ha pasado
exactamente, pero escucho las voces alborotadas. Les basta con la
ilusión. Ha sido cerca de ellos, pueden constatarlo con sus propios
sentidos y temores: la gente como yo existe, hacemos estas cosas –son
testigos– y nuestra magia, nuestra ciencia es más fuerte que la
suya, la del... enemigo...
Pero
por suerte el párrafo de la moraleja queda disuelto en cuanto la
presencia de Lourdes se me insinúa en un hilillo de azul por el
rabillo del ojo. Sacudo la cabeza, esquivo miradas. Cualquiera podría
confundir este rubor con la modestia y una vez más dibujo las
palabras con la boca, muy por debajo del umbral de audición. Sé que
ella lo hace por mí, que no acudiría a otra llamada. Aunque a estas
alturas de igual, mi cariño. Nadie se atrevería a llamarme loco por
esto, no pienso esconderlo. “A veces necesito que lo sepas.” El
teléfono empieza a desperezarse en mi bolsillo como un arrumaco.
“Yo también te echo de menos.”
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