Uno pensaría que el saltar entre dos muros no debe de requerir
muchas palabras, si no fuera porque es muy consciente de lo que llega
a suponer el pavor a las alturas y a la asfixia, que es el mismo que
le acompañó en todas sus orinas nocturnas durante la infancia—o
dicho de otra forma: que «empatizo» y no tan sólo «simpatizo»
finalmente con los gnomos, esos cuerpos semi-minerales, filosos y
escasísimos cuya naturalidad predijo Paracelso
hace quinientos años, acertando todo lo que se puede acertar con una
pobre especulación pre-científica. Así, resulta por ejemplo
decepcionante que, al centrarse en el carácter térreo y «netamente
elemental» de las substancias de entes tales, por completo olvide
justificar sus aseveraciones relativas a fisonomía o biomecánica
locomotiva, con lo que nos deja preguntándonos cómo es que esos
pequeños esqueletos no se tronchan al encontrar una materia pétrea
más densa que ellos, ni sucumben a la presión que ésta genera; ya
ni hablemos de la ausencia de oquedades y otros rastros a su paso.
Tengo entendido, lo menciona Manuel
Vilas
en un artículo publicado en el Heraldo
de Aragón,
que Franz
Kafka
confrontó unas dudas semejantes en los diarios que sí quemaron Brod
y Dora
Diamant,
después de convivir durante casi siete años con un ejemplar en su
casa de Praga.
Ser cuya presencia fue delatada por una serie de canturreos y
chasquidos similares a una nana africana sonando puntualmente entre
las nueve y las nueve y cuarto de cada noche de los días impares de
cada semana, si bien el autor de «La Transformación» fracasó
espléndidamente en sus intentos de comunicación directa, así que
se limitó al mero acecho paciente, hasta descubrir que ni azulejos
ni yesos se daban por aludidos por las carreras del gnomo, mientras,
por contra, la madera y el empapelado sufrían arañazos y otros
desperfectos recurrentes cuya reparación la patrona siempre se negó
a costear. Ahí se quedaron hasta que el Ayuntamiento
adquirió el inmueble y lo rehabilitó como el museo que Vilas
visitó y refiere en su crónica. Por lo demás, la relación entre
ambos inquilinos se debió de mantener en términos cordiales e
incluso los arrullos nocturnos se interrumpirían cortesmente cuando
Kafka
recibía alguna visita femenina o de cualquier otro tipo; lo doy «por
hecho» infiriéndolo, no a partir del artículo que leí en un viaje
a Zaragoza
hace tres años, sino de mi propia experiencia cotidiana. Que en
aquel momento era pura perplejidad, como le transmití a mi
acompañante en aquel viaje para conocer los que anticipaba
laberintos de la desmantelada Exposición
Universal,
con nuestras réflex digitales de 300 euros y un laptop equipado con
programas gratuitos de edición de imagen que ella no me dejó
toquetear en ningún momento. Para mí sólo el procesador de textos
de código abierto y un corrector ortográfico que propiciaba varios
involuntarios chascarros que no diré que expurgué para nuestra
crónica final, muy diferente de lo que tenía en mente al subirme al
tren: el paisaje atiborrado de turistas, los metales pintados de
Santiago
Calatrava
alzándose como megafauna en las novelas de a duro, el virus de la
gastroenteritis incubándose en mi compañera, quien no dejó de
contagiármela a la vuelta porque soy insultantemente propenso a este
tipo de invasiones entre otros etcéteras que no vienen a cuento
aquí, donde los borra el «providencial» texto de Vilas.
«Providencial» porque me digo al escribir que no será muy difícil
imaginarse el estado en el que me encontraba yo, recién mudado hacía
tres semanas al nuevo piso y persiguiendo las sombras que veía
cuando menos lo esperaba emerger en las intersecciones entre el
gotelé y el rodapié, armado con las varas de bambú para las clases
de escrima: por entonces practicaba todavía el arte del amago y el
sudor, inmune a los envites de la ciática y otros achaques que me
llevaron a la natación, la bici y a mejor sentarme en el taburete de
la cocina con un libro que me hablara de eso que ocurría
exactamente delante de mis ojos y, pese a todos mis empeños, no
acabé jamás de ver. «Igual que el Kafka»,
me decía entonces y me daba igual que fuera un Kafka
apócrifo o un «chiste para prensa de provincias», como despreció
aquella fotógrafa con ínfulas que me ligué en un coloquio en el
Doré
y me plantó allí mismo, harta, aseguraba, de la historia de los
«putos gnomos» que tan sólo le conté porque me había jurado que
podíamos contarnos todo. «Mis cojones treinta y tres», ladré y me
tronché poco después el talón por culpa del escorzo raro de un
chaval quince años menor que yo que se creía en mitad de una
reyerta rural en Filipinas—pero
esa es también otra historia con la que no debería entretenerme
ahora, por mucho que se acumularan en el tiempo que estoy tratando de
abarcar, que no fue corto, el problema es este siempre al evocar: lo
de «mis cojones treinta y tres» no voy a glosarlo más que como
algo que tuvo mucha gracia que fuera lo primero que me vino a la
cabeza cuando me dijo que yo había cambiado y que le daba miedo, no
por ella, sino por mí mismo... Así que preferí buscar en Paracelso
antes que tomarme en serio lo de «esquizofrénico». Kafka,
o el trasunto aragonés de Kafka,
hace referencia al famoso patrón de la cirugía y de los homeópatas,
porque su visión difería del folclore tradicional, que en mi caso
había adquirido por aquellas series infantiles de televisión que a
todos nos vienen a la cabeza, tanto por la ausencia de los
desproporcionados gorros rojos puntiagudos como por la del retrato de
unas criaturas capaces de desplazarse por la roca igual que las aves
por el cielo o las «salamandras» por el fuego o los silfos por el
aire. Entiendo yo, del mismo modo que se supone que entendía el
célebre tuberculoso checo, que los gnomos, a los que también llama
«pigmeos», eran para Paracelso
«formas» alquímicas más próximas al animismo que al pensamiento
racional estándar útiles para explicar fenómenos como la tectónica
de placas o la generación natural de vetas de oro; por esto, el mero
hecho de la existencia urbana de uno o varios de ellos en la
cotidianidad de Praga
o de Madrid
plantea una serie de cuestiones que, increíblemente, me abstuve de
compartir con mi ex meses después, en el primero de nuestros
numerosos y algo incómodos reencuentros. Sí. Las cuestiones. Como
ejemplo: ¿Hasta qué punto su adscripción rocosa y/o magmática les
permite restregarse en el cemento y el cinc y otras artificialidades,
por no hablar del «elemento eléctrico», que parece libre de «alma»
y «habitantes», a no ser que entendamos que este papel lo desempeña
el mismo hombre, Gran Conocedor del Terrible Nombre Último del
Átomo? Con el tiempo, ocurriría lo de mi coincidencia de mi firma
con la de Manuel
Vilas
en alguna antología de cuentos de esas que te causan una deuda
permanente con sus responsables pero al tiempo una inmediata, novata
y estéril necedad del ego que las que suelen durar un par de semanas
desde que te llaga el volumen que te toca; en cualquier caso, nunca
me atreví a aprovecharme de ese tiempo y tal casualidad para abordar
a mi «compañero de viaje», por entonces embarcado en el grueso de
la furibunda tetralogía hipánica por la que todos deberemos
recordarle, acerca de un artículo que, seguramente, perpetró por
motivos puramente alimenticios, como suele ser con los verdaderos
escritores, digo yo. No sé. Para entonces, hacía ya que el gnomo y
yo habíamos llegado a cierta entendimiento mutuo y hasta a varios
simulacros de conversaciones en el cuarto de hora que él elegía
para manifestarse con chasquidos, yo con disertaciones encendidas
acerca de tal o cual editor o concejal que no pagaba, de lo puñetero
que era vivir de escribir reseñas y catálogos y harto que estaba de
los recitales, las manifas, las invitaciones a grupos de Facebook®
contra la reforma laboral y esas vainas que montaban la fotógrafa u
otra de la cuerda que en ese momento fuera mi chica; evidentemente,
nos callábamos el gnomo y yo en cuanto ellas entraban. Daba lo
mismo: me veían borracho y se cabreaban igual que hubiera estado
loco. Y la cosa era que yo no había sido nunca un gran bebedor, sólo
un tipo de esos fáciles de embriagar con cinco o seis cervezas, unos
vinos, tres ron-colas. Adquirí esa dieta como hábito durante mi
convalecencia, porque hasta entonces no sabía beber solo, y no
renuncié a ella cuando me quitaron las muletas y ya me había
aprendido la genealogía de los seres invisibles-pero-imprescindibles
para dar-la-cifra-al-mundo, resistiéndose a desaparecer por el
advenimiento de la Química
propiamente dicha. Concluí primero, por concluir algo, que mientras
los chinos tenían dragones, nosotros habíamos combatido sin saberlo
a unas cosas chiquititas y asustadas con nuestros tornos y
colisionadores de partículas y que «mi» gnomo era una «señal»
para que yo adoptara un curso de acción; en seguida me repliqué a
mí mismo que esto se parecía demasiado a guión de telefilmes
infantiles con marcianos niños y que los chinos vendían fósiles de
dinosaurios y protoraguntanes gigantescos como si fueran huesos de
dragón, lo había visto en National
Geographic®.
«Déjalo», le grité a la pared al final de las tres semanas más
aburridas de mi vida, con amigos subían a mi casa con guitarras y
cedés de los que regala Rockdelux®
hasta conseguir que me diera pena el pobre pigmeo —no digamos ya
los vecinos— y la argentina que teníamos terminando sus prácticas
en la revista y venía a ayudarme con algunos artículos que no
quería dejar sin entregar antes del cierre del número de la
revista, ofreciéndome una dosis de sexo no demasiado breve y
complaciente para con mi pierna que no podía mover, o al menos no me
daba la gana de intentarlo. Luego le dejé quedarse unos días y le
pregunté si había gnomos en su país, pero parece que con tanta
vaca (sic)
no les había dado por prosperar. «¿Aquí tenés?» y yo le solté
que con tanta grúa y tanto piso nuevo los habíamos echado del
centro de la Tierra
y los teníamos dando el coñazo en las paredes de las casa como
arañas o salamanquesas. «Justo ahí, detrás de ti, vive uno»—se
rió, no podía ser si no, y tenía una risa muy bonita, contagiosa;
aún me la conecto al Skype®
para poder rememorarla. Como he explicado dicho antes, para cuando me
recuperé del todo había perdido las ganas de perseguir al gnomo por
la casa con el palo y me borré de las clases de escrima, un punto
sobre el que ya volveré algún día porque lo merece, pero que en lo
que atañe a lo que tenemos entre manos aquí, importa porque me dejó
más tiempo para repartir entre la redacción y los bares con los
otros redactores registrados como «gastos de representación»;
además, el asunto con la argentina me hizo volver a perder el pudor
con el gnomo e incluso, si no había nada que hacer, volvía a
masturbarme en el sofá frente a la tele a la que enchufaba el
portátil, como antes, por mucho que fuera siempre mejor la compañía,
como hoy le digo a mi corresponsal de Buenos
Aires.
No he leído a nadie que escribiera de esos gestos sin la voluntad de
«epatar-en-algo-a-alguien», a cualquiera, pero en mi caso
constituye toda una necesidad para la narración. Sucedió en el
curso de un orgasmo finiquitado, en ese precioso instante entre que
tomas aire, te pones a buscar un kleenex y parece que tu percepción
se abre como un embudo, que vi por vez primera las tres manchas de
humedad, momento en que las confundí con una mota disolviéndose en
los capilares sobre mi pupila: parpadee y se esfumaron, aunque sí
que se me quedó en la cabeza la precisión isoscélica de su
formación. Menos mal. Si no me llegan a pillar corriéndome, los
acontecimientos seguro que se hubieran decantado sin mi
participación. Que tampoco fue entusiasta, no creáis. A esas
alturas, ya me conocía un poco todas las mitologías sobre la
«gente-pequeña-otra-gente», por mucho que no sea plan de ponerme
aquí a enumerarlas, ni a su cerámica asociada de colores
caramelizados para chalets horteras, bonachones, y pensaba en que los
romanos tenían sus diosecillos asociados al linaje y al hogar, en
el mismo estilo hortera siendo bonachones cuando el sacrificio les
resultaba propicio; yo no tenía intención alguna de ofrecerle nada
al gnomo ni, a decir verdad, pajolera idea de cuál sería su dieta,
no creo que fueran metales ni el yeso, que nunca presentó tara
ninguna hasta que las manchas de humedad empezaron su conquista; tal
vez sólo comiera a un nivel «alquímico», mejor dicho, «atómico»
o «cuántico», para utilizar estrategias terminológicas actuales
que imagino igual de risibles dentro de quinientos años —es que
soy de Letras—,
grandes atracones de óxido y sulfuros inasibles para el ojo humano,
en cualquier caso en nuestras charlas del crepúsculo jugaba a
preguntarle si prefería ser un lémur o un lar, sin que su arrullo
reflejara la mínima modulación nueva. Fue la fotógrafa, al poco
de volver tras un rollo que creo aburrido de contar, con muchas
lágrimas, mucho pedir perdón y mucho sexo enrabietado por los
comprensibles cúmulos de rencor tras la anterior ruptura, la que me
dijo que hablara con el casero porque parecía que el techo del
dormitorio se estaba picando y en el salón había humedades;
sabíamos que en el piso de arriba no vivía nadie, así que a ver
qué pasaba. Yo, que para esta vez me había prometido no volver a
hablarle del gnomo ni tratar de interactuar con el susodicho con ella
en la casa, por los mismos motivos tampoco le había mencionado a las
furtivas manchas que se movían en precisa triangularidad y que sólo
muy de vez en cuando llegaba a ver por el rabillo del ojo, me llevé
la sorpresa al percatarme de que ella se percataba, así que no
rechisté y llamé al dueño o sólo de mi piso sino de casi todos
los del edificio: un notario que vivía en el centro y se empeñó en
que lo comentáramos en persona, después de que el fontanero que
vino a cuenta del seguro nos dejara bien claro, con interjecciones y
variedad de tacos, que no podía dar con el origen de la fuga y
hablara de picarlo todo, a lo que comprensiblemente me negué. Con lo
que el notario vino un miércoles casi a la hora de la cena y
prometió ser breve, aunque a continuación me comentó algo de mi
pierna —sin secuelas, gracias— y las novedades de algunos amigos
comunes, sin los cuales no habría conseguido aquel contrato de
alquiler tan ventajoso, para luego empezar a contarme que la casa no
era tan vieja, había sido levantada por una promotora que compró su
abuelo en los ochenta, cuando los valores eran otros y los albañiles
tenían más escuela y así siguió, contándome que él mismo había
pasado años de su infancia en el ático, porque era hijo único y
eso siempre pone un poco tontos a los ricos con la cosa del legado;
me acordé de Kafka
y del Kafka
de Vilas,
de ambos, me pregunté si iba a poder sacar provecho en algo de esta
conversación, cuyo transcurso no veía nada claro: mi infancia no es
interesante, no sé porque debería serlo la de los demás. Entonces,
justo entonces, a las 21.00 horas de un miércoles como cualquier
otro miércoles en Madrid,
el gnomo se puso a cantar, y el notario se interrumpió, alzó la
cabeza que yo no me di cuenta de que había ido hundiendo
progresivamente entre los hombros al ritmo de su parlamento y ahora
refulgía casi como si hubiera estado un millón de años enterrada
en una ruinas egipcia, o algo así. «Pensaba que era una chicharra
que se había colado en la casa y luego los inquilinos no dijeron
nunca nada. Lo olvidé.» No era posible confundirlo con una
chicharra a menos que uno quisiera mentirse a sí mismo; sin embargo
fui indulgente, era el dueño de la casa y del mobiliario que no
pertenecía a Ikea®.
«Yo lo confundí con un pájaro» y esto, por mi parte, era mentira:
no dudé en ningún momento de que aquello no era nada que pudiera
disfrazar de conocido. Mi casero se puso en pie, tampoco recordaba
que se hubiera sentado. «Vamos al piso de arriba.» El arrullo nos
siguió por el pasillo y casi hasta el descansillo, donde se detuvo
sin solución de transición, como cada día, pero a las 21.05 horas
todavía. «Sabe que a partir de aquí no está en su territorio»,
comentó mi compañero como si me estuviera anunciando un recargo en
el alquiler, sin darle ninguna importancia y medio histérico bajo
ese plástico. Me dije: «todavía sé toda la teoría acerca de
descoyuntar las corvas y articulaciones inferiores, placar golpes y
registrar zarpazos en el vinilo húmedo de los ojos» y estuve a
punto de repetirlo en voz alta cuando él hizo girar las llaves,
recordando que había cortado la luz hacía varios años —«decidimos
que nunca nadie iba a ocuparlo»— extrayendo del bolsillo interior
de su chaqueta un cilindro que resultó ser una potente linterna de
las que se compran en las tiendas paramilitares; esa asociación,
posiblemente, me trajo a la cabeza la imagen de los guerrilleros
filipinos abriendo el pecho de los no tan mal pertrechados soldados
españoles con rudimentarias hoces y cualquier otra cosa que tuvieran
a mano: el tipo de épicas que vienen bien para acompañarte andando
a casa cuando han cerrado ya los bares y el Metro
y la chiquillería de los autobuses-buho te resultan imposibles de
aguantar, aunque ahora no acertaba a discernir cuál era exactamente
el motivo de inquietud, pues le sacaba una cabeza al notario y,
seguramente, unos diez kilos. Ajeno a mis tribulaciones, éste
prendió la luz y prosiguió con su relato: «Mi abuelo era lo que tú
sin duda llamarías todo un personaje, amigo íntimo de varios
gobernadores civiles y arzobispos y a la vez profundamente ateo, que
prosperó con la visita de Eisenhower
y la reconversión tecnócrata de los sesenta y los viajes al
extranjero pese a ser un 'marxista esotérico' como se proclamaba a
sí mismo entre carcajadas cuando se juntaba con viejos amigos,
antiguos funcionarios estadounidenses entre ellos que, convencido
sigo, eran agentes de la CIA.
El perfecto cínico español, te haces a la idea.» El pasillo y el
salón no tenían nada de especial, las fundas de tela cubriendo
sillas, mesas, el apardor y lo que se adivinaba una pequeña lámpara
de araña: una vivienda eventual para alguien que estaba forrado,
nada más, no necesitaba que me lo contaran para deducirlo. El
notario se dio cuenta: «Cuando estaba con ellos, nos quedábamos
aquí porque estaba cerca de mis padres y del colegio, aunque mi
abuelo tenía una visión muy personal de lo que requería mi
educación.» «Claro», respondí, más que nada por hacer notar mi
permanencia en la oscuridad, sin dejar de notar que, pese a los
plurales, sólo hablaba del patriarca. A la esposa de este,
previsible de virtuosa, rigurosa y arrugada en las hemerotecas que
registré en los días siguientes, ni la mencionó. «No creía en
los fantasmas», y eso me pilló con la guardia baja. «Yo tampoco»,
me afirmé, teniéndolo muy claro después de la última y enésima
ocasión en la que me preguntaba qué me había empujado a dar por
hecho que convivía con con gnomo y no con un espíritu de la
Ultratumba, más allá del artículo de Manuel
Vilas,
cuyo contenido el notario evidentemente desconocía, porque a
continuación me dijo, casi me reprochó: «Pero a ti te cantan. Como
me cantaban a mí.» Mientras hablaba, se giró hacia una puerta que
yo no había visto, pero daba a un cuarto que correspondía donde yo,
abajo, guardaba yo mi ordenador y la bicicleta estática; perfecta de
tamaño para un crío. Antes de iluminarlo, el casero necesitó
contar esto: «Mi abuelo tenía claro que a lo largo de mi vida
muchos iban a tratar de embaucarme, y se empeñó en enseñarme cómo
evitarlo; lo había intentado antes con su hija y decía que no le
había ido muy bien», e insertar aquí una pausa buscando
complicidad que no ofrecí, me sentía ya bastante incómodo con ese
tipo intimidad. Así que se calló unos instantes, buscando el golpe
de efecto. «¿Conoces la historia de las Caras
de Bélmez?»
Ahí dejó libre la luz, y el látigo de hielo que me restelló desde
el escroto a la nuca. Los rostros eran la ilustración precisa del
«grotesco», procesionaban por toda la habitación en dos filas de
diferente altura, bocas abiertas y ojos enormes como en un animé
japonés, algunas manos que brotaban de nubes grises y toda la
posibilidades de la historia ladrando; no voy a mentir a nadie
diciendo que no me sobrecogí. «Tendría diez u once años: todavía
había sólo una televisión y echaron un programa que me tuvo
agarrado al sofá temblando hasta la hora de acostarme y mi abuelo,
en lugar de abofetearme, me juró que iba a conocer el truco detrás
de todo aquello: efectivamente, al día siguiente, tras volver de su
despacho, entró en mi habitación y me metió en el Juego.» Juego
que —ya sigo yo— no creo que le resultara tal, frotando las
paredes cada tres hora, sin descanso, hasta que los dibujos toscos
practicados con esponjas empezaban a a florar: la mitad el viejo, la
mitad el niño asustadizo que tenía ahí su penitencia que,
desbastados lustros después, juraba agradecer. «Jamás estuvimos
tan unidos como gracias a esa broma», remachó. Examiné más de
cerca los trazos, y pude comprobar que, sí, que salían de la misma
pared, «como desafiando los límites de la razón y la pareidolia»,
aunque la mayoría se habían difuminado justo hasta regresar a ambas
latitudes. «Hace muchísimo que no los toco», advirtió el notario,
que pese a todo esto seguía sin decirme nada de nada sobre el gnomo,
así que al final, tras tanto circunloquio, le tuve que preguntar dos
cosas: «¿Qué tiene esto que ver con lo que ocurre en mi casa? ¿Y
los Muertos?» «Empecé a oírles unos pocos meses de que salieran
las primeras caras. Mi abuelo se había aburrido del Juego, yo seguía
perfilándolo, le cogía las bayetas húmedas a la asistenta a
hurtadillas. Era una labor terriblemente minuciosa, lenta y
sorprendente como fabricar un bonsai, pero no podía enseñárselo a
nadie. Aun así, le hice prometer a mi abuelo que nunca pintarían
las pareddes: él dio minuciosas órdenes a la asistente. Entonces,
una noche, mientras me preparaba para la cena...» Al notario-niño
le cantaban otra cosa: para empezar era propiamente una «canción»,
no el mero tarareo que escuchaba yo; utilizó incluso el término
«polifonía» para resaltar una algarabía que duró tres meses y se
interrumpía inmediatamente cuando cualquier adulto se asomaba o,
simplemente, pegaba la oreja a la puerta. No entró —no se lo pedí—
en muchos detalles, más que repetirme que temió que un enjambre de
chicharras se le hubiera colado por la ventana y que no era para nada
una canción alegre. Normal que creyera que venían de los dibujos.
Al tiempo, y esto ya lo conocía ya, empezaron a manifestarse las
manchas, en los ángulos de la habitación, encima de la puerta, en
las comisuras de las bocas borrosas, apareciendo y desapareciendo
pero numerosas, demasiado para poder esconderse. ¿Tres semanas
dijo? Si fue lo que imagino, se trató de una batalla muy lenta. Él
se la perdió: tuvo que pasar unos días con su madre enferma —no
le pregunté de qué— y cuando volvió, todo había finalizado ya.
El silencio de de las 21.00 horas y los dibujos, si acaso algo
alterados por una humedad furtiva que, sin embargo, no volvió a
manifestarse más. «Hasta hoy.» Y hoy le hubiera preguntado si no
vio ninguna otra forma de resto, alguna acumulación de polvo,
pelusillas, cualquier cosa que hubiera pasado por «normal», que la
asistenta hubiera barrido sin hacerle más caso. Él, seguramente, me
habría mirado raro: seguía, y doy por hecho que sigo, convencido
del poder ultraterreno de la invocación, divertido, en cierta forma,
con las consecuencias, e invitándome a sesiones de «meditación»,
porque «la ouija es un juguete de Mattel®
y sólo lleva a la confusión del alma idiota», según un último
e-mail que nunca recibió respuesta, porque tras esa conversación
hice lo que creo comprensible hacer. Estuve frotando el suelo hasta
las tres de la mañana, ingenuo de mí esperando que pasara «algo»
esa misma noche. Y no: las manchas, burlándoseme por el rabillo del
ojo varios días más y yo, que releía los artículos de internet
sobre las moralejas de Paracelso,
llegándome a la inevitable conclusión de que los Muertos mueren,
pero más hijas de pita que los silfos del Aire,
salamandras en el Fuego
y gnomos de la Tierra
eran las ninfas que meaban en Agua
y pudrían cañerías. Mi exasperación me causó con la fotógrafa,
quien, siendo no menos amateur que antes, había logrado colocar una
exposición en un bar de La
Latina
que la arropaba, suponía, con la suficiente «autoridad mercantil»
en materia de transacciones jefe-esclavo para diagnosticarme una
absoluta e imperdonable falta de carácter a la hora de exigirle al
casero que «nos» arreglara las paredes, una bronca tan tremenda que
cuando la mandé «A Tu Puta Casa Ya» di por hecho que sería la
definitiva; no acerté —¿habremos de esperar a que me lea esto?—
pero al menos me dejó sólo unos días importantes para el
desenlace. Que fracasó, como ya digo: no saqué facciones del suelo,
sólo un gurruño reblandecido en sus dos dimensiones que no
recordaba a nada, por lo que no podría confundirse ni hacer trizas,
dar-la-cifra, ser el cebo de celosas ninfas que buscaran el comercio
con los hombres que habitaban las paredes para obtener el premio de
un alma inmortal como la de los hijos de Adán,
según lo aseguraba Paracelso
en sus tratados y yo gritaba acuclillado en la cocina, cargado de
ron-cola en mi propio ritual de advocación hacia lo que fuera que
estuviera surcando mi techo. Así toda una tarde, desde que salí del
trabajo hasta el preciso momento del arrullo y los chasquidos que iba
creciendo en volumen para imponerse a mis berridos, nada mejor para
un clímax que un dueto tal y como todos ya sabemos... si bien me
dormí, o traspuse o lo que se quiera tachar como excusa, porque no
es excusa: cerré los ojos ya ni sé a qué hora, reventado y
afónico, olvidado todo lo referente al gnomo y con la espalda
hincada entre la lavadora y el armario bajo el fregadero, y no volví
a abrirlos hasta las tres de la mañana, sediento como un falso
eremita, la cabeza latiendo el pulso previo a la migraña. Me las
apañé para ponerme en pie, derribé un taburete pero yo me sostuve,
me afirmé con las gafas pringadas de un sudor rancio de mareo y dos
llamadas perdidas en el móvil que ignoré cuando puse la alarma y me
metí en la cama. «No volví a escuchar jamás al gnomo», digo si
preguntan por el desenlace de esta historia. Es natural. A la mañana
siguiente, renqueando pese a la ducha y en busca de ls llaves, vi
justo en mitad del pasillo, equidistante, la pequeña sutura de polvo
en lo melodramático: ya la he descrito más arriba, una pelusa o un
hilacho de algo muy vagamente antropomórfico, como un acróbata o un
Cristo
despanzurrado al caer de la Cruz,
y es por eso que imagino qué ocurrió; cuando me acuclillé, sólo
un desconchón de pintura sin tara alguna en ambas paredes que
desvelara un origen —sin manchas— y a la noche, cómo no, seguía
ahí, así que lo barrí y se desmenuzó sólo al contacto con las
cerdas del cepillo, pero sobre esto último no vi magia que indagar y
preferí dejarlo estar: me senté a oscuras en el salón, sin música,
sin tele, encendí un cigarro y le invoqué su fuego y eso todo fue:
lo más que suficiente que podía soportar como una página que se
despeña en su frontera o fin.
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