sábado, 3 de noviembre de 2012

FRAGMENTO

Uno pensaría que el saltar entre dos muros no debe de requerir muchas palabras, si no fuera porque es muy consciente de lo que llega a suponer el pavor a las alturas y a la asfixia, que es el mismo que le acompañó en todas sus orinas nocturnas durante la infancia—o dicho de otra forma: que «empatizo» y no tan sólo «simpatizo» finalmente con los gnomos, esos cuerpos semi-minerales, filosos y escasísimos cuya naturalidad predijo Paracelso hace quinientos años, acertando todo lo que se puede acertar con una pobre especulación pre-científica. Así, resulta por ejemplo decepcionante que, al centrarse en el carácter térreo y «netamente elemental» de las substancias de entes tales, por completo olvide justificar sus aseveraciones relativas a fisonomía o biomecánica locomotiva, con lo que nos deja preguntándonos cómo es que esos pequeños esqueletos no se tronchan al encontrar una materia pétrea más densa que ellos, ni sucumben a la presión que ésta genera; ya ni hablemos de la ausencia de oquedades y otros rastros a su paso.
Tengo entendido, lo menciona Manuel Vilas en un artículo publicado en el Heraldo de Aragón, que Franz Kafka confrontó unas dudas semejantes en los diarios que sí quemaron Brod y Dora Diamant, después de convivir durante casi siete años con un ejemplar en su casa de Praga. Ser cuya presencia fue delatada por una serie de canturreos y chasquidos similares a una nana africana sonando puntualmente entre las nueve y las nueve y cuarto de cada noche de los días impares de cada semana, si bien el autor de «La Transformación» fracasó espléndidamente en sus intentos de comunicación directa, así que se limitó al mero acecho paciente, hasta descubrir que ni azulejos ni yesos se daban por aludidos por las carreras del gnomo, mientras, por contra, la madera y el empapelado sufrían arañazos y otros desperfectos recurrentes cuya reparación la patrona siempre se negó a costear. Ahí se quedaron hasta que el Ayuntamiento adquirió el inmueble y lo rehabilitó como el museo que Vilas visitó y refiere en su crónica. Por lo demás, la relación entre ambos inquilinos se debió de mantener en términos cordiales e incluso los arrullos nocturnos se interrumpirían cortesmente cuando Kafka recibía alguna visita femenina o de cualquier otro tipo; lo doy «por hecho» infiriéndolo, no a partir del artículo que leí en un viaje a Zaragoza hace tres años, sino de mi propia experiencia cotidiana. Que en aquel momento era pura perplejidad, como le transmití a mi acompañante en aquel viaje para conocer los que anticipaba laberintos de la desmantelada Exposición Universal, con nuestras réflex digitales de 300 euros y un laptop equipado con programas gratuitos de edición de imagen que ella no me dejó toquetear en ningún momento. Para mí sólo el procesador de textos de código abierto y un corrector ortográfico que propiciaba varios involuntarios chascarros que no diré que expurgué para nuestra crónica final, muy diferente de lo que tenía en mente al subirme al tren: el paisaje atiborrado de turistas, los metales pintados de Santiago Calatrava alzándose como megafauna en las novelas de a duro, el virus de la gastroenteritis incubándose en mi compañera, quien no dejó de contagiármela a la vuelta porque soy insultantemente propenso a este tipo de invasiones entre otros etcéteras que no vienen a cuento aquí, donde los borra el «providencial» texto de Vilas. «Providencial» porque me digo al escribir que no será muy difícil imaginarse el estado en el que me encontraba yo, recién mudado hacía tres semanas al nuevo piso y persiguiendo las sombras que veía cuando menos lo esperaba emerger en las intersecciones entre el gotelé y el rodapié, armado con las varas de bambú para las clases de escrima: por entonces practicaba todavía el arte del amago y el sudor, inmune a los envites de la ciática y otros achaques que me llevaron a la natación, la bici y a mejor sentarme en el taburete de la cocina con un libro que me hablara de eso que ocurría exactamente delante de mis ojos y, pese a todos mis empeños, no acabé jamás de ver. «Igual que el Kafka», me decía entonces y me daba igual que fuera un Kafka apócrifo o un «chiste para prensa de provincias», como despreció aquella fotógrafa con ínfulas que me ligué en un coloquio en el Doré y me plantó allí mismo, harta, aseguraba, de la historia de los «putos gnomos» que tan sólo le conté porque me había jurado que podíamos contarnos todo. «Mis cojones treinta y tres», ladré y me tronché poco después el talón por culpa del escorzo raro de un chaval quince años menor que yo que se creía en mitad de una reyerta rural en Filipinas—pero esa es también otra historia con la que no debería entretenerme ahora, por mucho que se acumularan en el tiempo que estoy tratando de abarcar, que no fue corto, el problema es este siempre al evocar: lo de «mis cojones treinta y tres» no voy a glosarlo más que como algo que tuvo mucha gracia que fuera lo primero que me vino a la cabeza cuando me dijo que yo había cambiado y que le daba miedo, no por ella, sino por mí mismo... Así que preferí buscar en Paracelso antes que tomarme en serio lo de «esquizofrénico». Kafka, o el trasunto aragonés de Kafka, hace referencia al famoso patrón de la cirugía y de los homeópatas, porque su visión difería del folclore tradicional, que en mi caso había adquirido por aquellas series infantiles de televisión que a todos nos vienen a la cabeza, tanto por la ausencia de los desproporcionados gorros rojos puntiagudos como por la del retrato de unas criaturas capaces de desplazarse por la roca igual que las aves por el cielo o las «salamandras» por el fuego o los silfos por el aire. Entiendo yo, del mismo modo que se supone que entendía el célebre tuberculoso checo, que los gnomos, a los que también llama «pigmeos», eran para Paracelso «formas» alquímicas más próximas al animismo que al pensamiento racional estándar útiles para explicar fenómenos como la tectónica de placas o la generación natural de vetas de oro; por esto, el mero hecho de la existencia urbana de uno o varios de ellos en la cotidianidad de Praga o de Madrid plantea una serie de cuestiones que, increíblemente, me abstuve de compartir con mi ex meses después, en el primero de nuestros numerosos y algo incómodos reencuentros. Sí. Las cuestiones. Como ejemplo: ¿Hasta qué punto su adscripción rocosa y/o magmática les permite restregarse en el cemento y el cinc y otras artificialidades, por no hablar del «elemento eléctrico», que parece libre de «alma» y «habitantes», a no ser que entendamos que este papel lo desempeña el mismo hombre, Gran Conocedor del Terrible Nombre Último del Átomo? Con el tiempo, ocurriría lo de mi coincidencia de mi firma con la de Manuel Vilas en alguna antología de cuentos de esas que te causan una deuda permanente con sus responsables pero al tiempo una inmediata, novata y estéril necedad del ego que las que suelen durar un par de semanas desde que te llaga el volumen que te toca; en cualquier caso, nunca me atreví a aprovecharme de ese tiempo y tal casualidad para abordar a mi «compañero de viaje», por entonces embarcado en el grueso de la furibunda tetralogía hipánica por la que todos deberemos recordarle, acerca de un artículo que, seguramente, perpetró por motivos puramente alimenticios, como suele ser con los verdaderos escritores, digo yo. No sé. Para entonces, hacía ya que el gnomo y yo habíamos llegado a cierta entendimiento mutuo y hasta a varios simulacros de conversaciones en el cuarto de hora que él elegía para manifestarse con chasquidos, yo con disertaciones encendidas acerca de tal o cual editor o concejal que no pagaba, de lo puñetero que era vivir de escribir reseñas y catálogos y harto que estaba de los recitales, las manifas, las invitaciones a grupos de Facebook® contra la reforma laboral y esas vainas que montaban la fotógrafa u otra de la cuerda que en ese momento fuera mi chica; evidentemente, nos callábamos el gnomo y yo en cuanto ellas entraban. Daba lo mismo: me veían borracho y se cabreaban igual que hubiera estado loco. Y la cosa era que yo no había sido nunca un gran bebedor, sólo un tipo de esos fáciles de embriagar con cinco o seis cervezas, unos vinos, tres ron-colas. Adquirí esa dieta como hábito durante mi convalecencia, porque hasta entonces no sabía beber solo, y no renuncié a ella cuando me quitaron las muletas y ya me había aprendido la genealogía de los seres invisibles-pero-imprescindibles para dar-la-cifra-al-mundo, resistiéndose a desaparecer por el advenimiento de la Química propiamente dicha. Concluí primero, por concluir algo, que mientras los chinos tenían dragones, nosotros habíamos combatido sin saberlo a unas cosas chiquititas y asustadas con nuestros tornos y colisionadores de partículas y que «mi» gnomo era una «señal» para que yo adoptara un curso de acción; en seguida me repliqué a mí mismo que esto se parecía demasiado a guión de telefilmes infantiles con marcianos niños y que los chinos vendían fósiles de dinosaurios y protoraguntanes gigantescos como si fueran huesos de dragón, lo había visto en National Geographic®. «Déjalo», le grité a la pared al final de las tres semanas más aburridas de mi vida, con amigos subían a mi casa con guitarras y cedés de los que regala Rockdelux® hasta conseguir que me diera pena el pobre pigmeo —no digamos ya los vecinos— y la argentina que teníamos terminando sus prácticas en la revista y venía a ayudarme con algunos artículos que no quería dejar sin entregar antes del cierre del número de la revista, ofreciéndome una dosis de sexo no demasiado breve y complaciente para con mi pierna que no podía mover, o al menos no me daba la gana de intentarlo. Luego le dejé quedarse unos días y le pregunté si había gnomos en su país, pero parece que con tanta vaca (sic) no les había dado por prosperar. «¿Aquí tenés?» y yo le solté que con tanta grúa y tanto piso nuevo los habíamos echado del centro de la Tierra y los teníamos dando el coñazo en las paredes de las casa como arañas o salamanquesas. «Justo ahí, detrás de ti, vive uno»—se rió, no podía ser si no, y tenía una risa muy bonita, contagiosa; aún me la conecto al Skype® para poder rememorarla. Como he explicado dicho antes, para cuando me recuperé del todo había perdido las ganas de perseguir al gnomo por la casa con el palo y me borré de las clases de escrima, un punto sobre el que ya volveré algún día porque lo merece, pero que en lo que atañe a lo que tenemos entre manos aquí, importa porque me dejó más tiempo para repartir entre la redacción y los bares con los otros redactores registrados como «gastos de representación»; además, el asunto con la argentina me hizo volver a perder el pudor con el gnomo e incluso, si no había nada que hacer, volvía a masturbarme en el sofá frente a la tele a la que enchufaba el portátil, como antes, por mucho que fuera siempre mejor la compañía, como hoy le digo a mi corresponsal de Buenos Aires. No he leído a nadie que escribiera de esos gestos sin la voluntad de «epatar-en-algo-a-alguien», a cualquiera, pero en mi caso constituye toda una necesidad para la narración. Sucedió en el curso de un orgasmo finiquitado, en ese precioso instante entre que tomas aire, te pones a buscar un kleenex y parece que tu percepción se abre como un embudo, que vi por vez primera las tres manchas de humedad, momento en que las confundí con una mota disolviéndose en los capilares sobre mi pupila: parpadee y se esfumaron, aunque sí que se me quedó en la cabeza la precisión isoscélica de su formación. Menos mal. Si no me llegan a pillar corriéndome, los acontecimientos seguro que se hubieran decantado sin mi participación. Que tampoco fue entusiasta, no creáis. A esas alturas, ya me conocía un poco todas las mitologías sobre la «gente-pequeña-otra-gente», por mucho que no sea plan de ponerme aquí a enumerarlas, ni a su cerámica asociada de colores caramelizados para chalets horteras, bonachones, y pensaba en que los romanos tenían sus diosecillos asociados al linaje y al hogar, en el mismo estilo hortera siendo bonachones cuando el sacrificio les resultaba propicio; yo no tenía intención alguna de ofrecerle nada al gnomo ni, a decir verdad, pajolera idea de cuál sería su dieta, no creo que fueran metales ni el yeso, que nunca presentó tara ninguna hasta que las manchas de humedad empezaron su conquista; tal vez sólo comiera a un nivel «alquímico», mejor dicho, «atómico» o «cuántico», para utilizar estrategias terminológicas actuales que imagino igual de risibles dentro de quinientos años —es que soy de Letras—, grandes atracones de óxido y sulfuros inasibles para el ojo humano, en cualquier caso en nuestras charlas del crepúsculo jugaba a preguntarle si prefería ser un lémur o un lar, sin que su arrullo reflejara la mínima modulación nueva. Fue la fotógrafa, al poco de volver tras un rollo que creo aburrido de contar, con muchas lágrimas, mucho pedir perdón y mucho sexo enrabietado por los comprensibles cúmulos de rencor tras la anterior ruptura, la que me dijo que hablara con el casero porque parecía que el techo del dormitorio se estaba picando y en el salón había humedades; sabíamos que en el piso de arriba no vivía nadie, así que a ver qué pasaba. Yo, que para esta vez me había prometido no volver a hablarle del gnomo ni tratar de interactuar con el susodicho con ella en la casa, por los mismos motivos tampoco le había mencionado a las furtivas manchas que se movían en precisa triangularidad y que sólo muy de vez en cuando llegaba a ver por el rabillo del ojo, me llevé la sorpresa al percatarme de que ella se percataba, así que no rechisté y llamé al dueño o sólo de mi piso sino de casi todos los del edificio: un notario que vivía en el centro y se empeñó en que lo comentáramos en persona, después de que el fontanero que vino a cuenta del seguro nos dejara bien claro, con interjecciones y variedad de tacos, que no podía dar con el origen de la fuga y hablara de picarlo todo, a lo que comprensiblemente me negué. Con lo que el notario vino un miércoles casi a la hora de la cena y prometió ser breve, aunque a continuación me comentó algo de mi pierna —sin secuelas, gracias— y las novedades de algunos amigos comunes, sin los cuales no habría conseguido aquel contrato de alquiler tan ventajoso, para luego empezar a contarme que la casa no era tan vieja, había sido levantada por una promotora que compró su abuelo en los ochenta, cuando los valores eran otros y los albañiles tenían más escuela y así siguió, contándome que él mismo había pasado años de su infancia en el ático, porque era hijo único y eso siempre pone un poco tontos a los ricos con la cosa del legado; me acordé de Kafka y del Kafka de Vilas, de ambos, me pregunté si iba a poder sacar provecho en algo de esta conversación, cuyo transcurso no veía nada claro: mi infancia no es interesante, no sé porque debería serlo la de los demás. Entonces, justo entonces, a las 21.00 horas de un miércoles como cualquier otro miércoles en Madrid, el gnomo se puso a cantar, y el notario se interrumpió, alzó la cabeza que yo no me di cuenta de que había ido hundiendo progresivamente entre los hombros al ritmo de su parlamento y ahora refulgía casi como si hubiera estado un millón de años enterrada en una ruinas egipcia, o algo así. «Pensaba que era una chicharra que se había colado en la casa y luego los inquilinos no dijeron nunca nada. Lo olvidé.» No era posible confundirlo con una chicharra a menos que uno quisiera mentirse a sí mismo; sin embargo fui indulgente, era el dueño de la casa y del mobiliario que no pertenecía a Ikea®. «Yo lo confundí con un pájaro» y esto, por mi parte, era mentira: no dudé en ningún momento de que aquello no era nada que pudiera disfrazar de conocido. Mi casero se puso en pie, tampoco recordaba que se hubiera sentado. «Vamos al piso de arriba.» El arrullo nos siguió por el pasillo y casi hasta el descansillo, donde se detuvo sin solución de transición, como cada día, pero a las 21.05 horas todavía. «Sabe que a partir de aquí no está en su territorio», comentó mi compañero como si me estuviera anunciando un recargo en el alquiler, sin darle ninguna importancia y medio histérico bajo ese plástico. Me dije: «todavía sé toda la teoría acerca de descoyuntar las corvas y articulaciones inferiores, placar golpes y registrar zarpazos en el vinilo húmedo de los ojos» y estuve a punto de repetirlo en voz alta cuando él hizo girar las llaves, recordando que había cortado la luz hacía varios años —«decidimos que nunca nadie iba a ocuparlo»— extrayendo del bolsillo interior de su chaqueta un cilindro que resultó ser una potente linterna de las que se compran en las tiendas paramilitares; esa asociación, posiblemente, me trajo a la cabeza la imagen de los guerrilleros filipinos abriendo el pecho de los no tan mal pertrechados soldados españoles con rudimentarias hoces y cualquier otra cosa que tuvieran a mano: el tipo de épicas que vienen bien para acompañarte andando a casa cuando han cerrado ya los bares y el Metro y la chiquillería de los autobuses-buho te resultan imposibles de aguantar, aunque ahora no acertaba a discernir cuál era exactamente el motivo de inquietud, pues le sacaba una cabeza al notario y, seguramente, unos diez kilos. Ajeno a mis tribulaciones, éste prendió la luz y prosiguió con su relato: «Mi abuelo era lo que tú sin duda llamarías todo un personaje, amigo íntimo de varios gobernadores civiles y arzobispos y a la vez profundamente ateo, que prosperó con la visita de Eisenhower y la reconversión tecnócrata de los sesenta y los viajes al extranjero pese a ser un 'marxista esotérico' como se proclamaba a sí mismo entre carcajadas cuando se juntaba con viejos amigos, antiguos funcionarios estadounidenses entre ellos que, convencido sigo, eran agentes de la CIA. El perfecto cínico español, te haces a la idea.» El pasillo y el salón no tenían nada de especial, las fundas de tela cubriendo sillas, mesas, el apardor y lo que se adivinaba una pequeña lámpara de araña: una vivienda eventual para alguien que estaba forrado, nada más, no necesitaba que me lo contaran para deducirlo. El notario se dio cuenta: «Cuando estaba con ellos, nos quedábamos aquí porque estaba cerca de mis padres y del colegio, aunque mi abuelo tenía una visión muy personal de lo que requería mi educación.» «Claro», respondí, más que nada por hacer notar mi permanencia en la oscuridad, sin dejar de notar que, pese a los plurales, sólo hablaba del patriarca. A la esposa de este, previsible de virtuosa, rigurosa y arrugada en las hemerotecas que registré en los días siguientes, ni la mencionó. «No creía en los fantasmas», y eso me pilló con la guardia baja. «Yo tampoco», me afirmé, teniéndolo muy claro después de la última y enésima ocasión en la que me preguntaba qué me había empujado a dar por hecho que convivía con con gnomo y no con un espíritu de la Ultratumba, más allá del artículo de Manuel Vilas, cuyo contenido el notario evidentemente desconocía, porque a continuación me dijo, casi me reprochó: «Pero a ti te cantan. Como me cantaban a mí.» Mientras hablaba, se giró hacia una puerta que yo no había visto, pero daba a un cuarto que correspondía donde yo, abajo, guardaba yo mi ordenador y la bicicleta estática; perfecta de tamaño para un crío. Antes de iluminarlo, el casero necesitó contar esto: «Mi abuelo tenía claro que a lo largo de mi vida muchos iban a tratar de embaucarme, y se empeñó en enseñarme cómo evitarlo; lo había intentado antes con su hija y decía que no le había ido muy bien», e insertar aquí una pausa buscando complicidad que no ofrecí, me sentía ya bastante incómodo con ese tipo intimidad. Así que se calló unos instantes, buscando el golpe de efecto. «¿Conoces la historia de las Caras de Bélmez?» Ahí dejó libre la luz, y el látigo de hielo que me restelló desde el escroto a la nuca. Los rostros eran la ilustración precisa del «grotesco», procesionaban por toda la habitación en dos filas de diferente altura, bocas abiertas y ojos enormes como en un animé japonés, algunas manos que brotaban de nubes grises y toda la posibilidades de la historia ladrando; no voy a mentir a nadie diciendo que no me sobrecogí. «Tendría diez u once años: todavía había sólo una televisión y echaron un programa que me tuvo agarrado al sofá temblando hasta la hora de acostarme y mi abuelo, en lugar de abofetearme, me juró que iba a conocer el truco detrás de todo aquello: efectivamente, al día siguiente, tras volver de su despacho, entró en mi habitación y me metió en el Juego.» Juego que —ya sigo yo— no creo que le resultara tal, frotando las paredes cada tres hora, sin descanso, hasta que los dibujos toscos practicados con esponjas empezaban a a florar: la mitad el viejo, la mitad el niño asustadizo que tenía ahí su penitencia que, desbastados lustros después, juraba agradecer. «Jamás estuvimos tan unidos como gracias a esa broma», remachó. Examiné más de cerca los trazos, y pude comprobar que, sí, que salían de la misma pared, «como desafiando los límites de la razón y la pareidolia», aunque la mayoría se habían difuminado justo hasta regresar a ambas latitudes. «Hace muchísimo que no los toco», advirtió el notario, que pese a todo esto seguía sin decirme nada de nada sobre el gnomo, así que al final, tras tanto circunloquio, le tuve que preguntar dos cosas: «¿Qué tiene esto que ver con lo que ocurre en mi casa? ¿Y los Muertos?» «Empecé a oírles unos pocos meses de que salieran las primeras caras. Mi abuelo se había aburrido del Juego, yo seguía perfilándolo, le cogía las bayetas húmedas a la asistenta a hurtadillas. Era una labor terriblemente minuciosa, lenta y sorprendente como fabricar un bonsai, pero no podía enseñárselo a nadie. Aun así, le hice prometer a mi abuelo que nunca pintarían las pareddes: él dio minuciosas órdenes a la asistente. Entonces, una noche, mientras me preparaba para la cena...» Al notario-niño le cantaban otra cosa: para empezar era propiamente una «canción», no el mero tarareo que escuchaba yo; utilizó incluso el término «polifonía» para resaltar una algarabía que duró tres meses y se interrumpía inmediatamente cuando cualquier adulto se asomaba o, simplemente, pegaba la oreja a la puerta. No entró —no se lo pedí— en muchos detalles, más que repetirme que temió que un enjambre de chicharras se le hubiera colado por la ventana y que no era para nada una canción alegre. Normal que creyera que venían de los dibujos. Al tiempo, y esto ya lo conocía ya, empezaron a manifestarse las manchas, en los ángulos de la habitación, encima de la puerta, en las comisuras de las bocas borrosas, apareciendo y desapareciendo pero numerosas, demasiado para poder esconderse. ¿Tres semanas dijo? Si fue lo que imagino, se trató de una batalla muy lenta. Él se la perdió: tuvo que pasar unos días con su madre enferma —no le pregunté de qué— y cuando volvió, todo había finalizado ya. El silencio de de las 21.00 horas y los dibujos, si acaso algo alterados por una humedad furtiva que, sin embargo, no volvió a manifestarse más. «Hasta hoy.» Y hoy le hubiera preguntado si no vio ninguna otra forma de resto, alguna acumulación de polvo, pelusillas, cualquier cosa que hubiera pasado por «normal», que la asistenta hubiera barrido sin hacerle más caso. Él, seguramente, me habría mirado raro: seguía, y doy por hecho que sigo, convencido del poder ultraterreno de la invocación, divertido, en cierta forma, con las consecuencias, e invitándome a sesiones de «meditación», porque «la ouija es un juguete de Mattel® y sólo lleva a la confusión del alma idiota», según un último e-mail que nunca recibió respuesta, porque tras esa conversación hice lo que creo comprensible hacer. Estuve frotando el suelo hasta las tres de la mañana, ingenuo de mí esperando que pasara «algo» esa misma noche. Y no: las manchas, burlándoseme por el rabillo del ojo varios días más y yo, que releía los artículos de internet sobre las moralejas de Paracelso, llegándome a la inevitable conclusión de que los Muertos mueren, pero más hijas de pita que los silfos del Aire, salamandras en el Fuego y gnomos de la Tierra eran las ninfas que meaban en Agua y pudrían cañerías. Mi exasperación me causó con la fotógrafa, quien, siendo no menos amateur que antes, había logrado colocar una exposición en un bar de La Latina que la arropaba, suponía, con la suficiente «autoridad mercantil» en materia de transacciones jefe-esclavo para diagnosticarme una absoluta e imperdonable falta de carácter a la hora de exigirle al casero que «nos» arreglara las paredes, una bronca tan tremenda que cuando la mandé «A Tu Puta Casa Ya» di por hecho que sería la definitiva; no acerté —¿habremos de esperar a que me lea esto?— pero al menos me dejó sólo unos días importantes para el desenlace. Que fracasó, como ya digo: no saqué facciones del suelo, sólo un gurruño reblandecido en sus dos dimensiones que no recordaba a nada, por lo que no podría confundirse ni hacer trizas, dar-la-cifra, ser el cebo de celosas ninfas que buscaran el comercio con los hombres que habitaban las paredes para obtener el premio de un alma inmortal como la de los hijos de Adán, según lo aseguraba Paracelso en sus tratados y yo gritaba acuclillado en la cocina, cargado de ron-cola en mi propio ritual de advocación hacia lo que fuera que estuviera surcando mi techo. Así toda una tarde, desde que salí del trabajo hasta el preciso momento del arrullo y los chasquidos que iba creciendo en volumen para imponerse a mis berridos, nada mejor para un clímax que un dueto tal y como todos ya sabemos... si bien me dormí, o traspuse o lo que se quiera tachar como excusa, porque no es excusa: cerré los ojos ya ni sé a qué hora, reventado y afónico, olvidado todo lo referente al gnomo y con la espalda hincada entre la lavadora y el armario bajo el fregadero, y no volví a abrirlos hasta las tres de la mañana, sediento como un falso eremita, la cabeza latiendo el pulso previo a la migraña. Me las apañé para ponerme en pie, derribé un taburete pero yo me sostuve, me afirmé con las gafas pringadas de un sudor rancio de mareo y dos llamadas perdidas en el móvil que ignoré cuando puse la alarma y me metí en la cama. «No volví a escuchar jamás al gnomo», digo si preguntan por el desenlace de esta historia. Es natural. A la mañana siguiente, renqueando pese a la ducha y en busca de ls llaves, vi justo en mitad del pasillo, equidistante, la pequeña sutura de polvo en lo melodramático: ya la he descrito más arriba, una pelusa o un hilacho de algo muy vagamente antropomórfico, como un acróbata o un Cristo despanzurrado al caer de la Cruz, y es por eso que imagino qué ocurrió; cuando me acuclillé, sólo un desconchón de pintura sin tara alguna en ambas paredes que desvelara un origen —sin manchas— y a la noche, cómo no, seguía ahí, así que lo barrí y se desmenuzó sólo al contacto con las cerdas del cepillo, pero sobre esto último no vi magia que indagar y preferí dejarlo estar: me senté a oscuras en el salón, sin música, sin tele, encendí un cigarro y le invoqué su fuego y eso todo fue: lo más que suficiente que podía soportar como una página que se despeña en su frontera o fin.

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