Las personas empezaron a
sangrar una melancolía peor que la del Schillerrecién enviudado porque esta, con su novedad, ofrecía unamanifestación real, empírica, tangible y colectiva en pequeñoscubitos de colores varios pero, sobre todo, en tonos próximos alrojo (ya os he dicho que sangraban) visibles incluso a las lentesmicroscópicas, como si viviéramos en un mundo en el que ya nohubiera paciencia ni interés para trazar espejos ante las metáforasy residir en ellas confortablemente.
Me
refiero a que la gente no se suicidaba, pero hablaba de su mal
a todas horas: en las oficinas, en el Metro
o en las colas del ambulatorio donde todos nos encontrábamos y que
se acabaron transformando con el tiempo en tremendas manifestaciones
por la situación de de la Sanidad
Pública y los
políticos no se daban cuenta todavía de que nada hay más peligroso
que los hombres y mujeres tristes, lo único que sabían de las
Bildungsromannen
venía en los densos manuales de texto que descartaban y torcían
para pasto de los jóvenes.
Aunque
no era esto lo que quería contar yo aquí: sucede que he estornudado
esta mañana en el lavabo y los cubitos han roto el espejo con
potencia milimétrica y después ya me he asentado en el cabreo de
escribir porque, lo siento la Literatura,
es egoísmo seco y mocos cicatrizando y eyectados a velocidades
increíbles.
Como
vino a anticipar en los años iniciales de esta segunda década del
siglo esa incendiaria moda de reivindicar la adolescencia como
legado; y no, no me refiero a una adolescencia en el sentido
rimbaldiano
ni lautreamontiano
que tanto hubiera encrespado a Schiller,
ojalá empujándole a constituir toda una ContraTeleología
de la Decepción
sustentada en la percepción más radical y torva de la misma (por
ejemplo este mirar tus propias manos y verlas tan bien-hechas en
aplastada solidaridad contigo mismo-o-misma, que sueñas con la
amputación por mucho que esté vista, demasiado vista, y alumbrada
más bien senescente la decrepitud gloriosa de los chistes...)
Yo
he visto morir mi infancia, ahora he de precipitarme en otro palo de
una baraja común, sin ningún espacio reservado a los arcanos y
otras vainas que podrían acercarme a la simbología
constreñida por el tópico de las señoras hipermaquilladas
aprehendidas en la atemporalidad de la toxina botulímica y otras
sustancias que debería todavía enumerar para que que quede por lo
menos el calor de mencionarlas.
Pero
no me da la gana: es eso, es justo ahí donde me inflamo y el espejo
roto gruñe a su vez con rajas y pienso en los muchachas y muchachas
de novelas que desempolvaban primitivos lenguajes de programación o
desempacaron las anécdotas de la primera vez que alguien les mostró
interés-en-términos-sexuales y cómo intercambiaron nóminas y
desórdenes alimenticios como yo hice alguna vez con el joven
profesor Ledesma,
al que no añoro demasiado ahora que los cubitos se han pegado unos a
otros y han formado una comparación con una ameba que estuviera
aprovechando el desagüe del lavabo como boca, me imagino que a esto
se le llama coagular.
Hoy
que no tenemos más remedio que leer revistas que nos llegan al
correo llenas de adelantos editoriales mientras no dejamos de sangrar
sin acabar nunca por vaciarnos, lo cual contradice no ya solo las
leyes de la anatomía sino las de la materia-misma —sintagma que
puesto en mi boca alude a la masa y al volumen simplemente— pienso
en esos soliloquios de personas a las que no sé si quiero conocer un
día más allá de su sustancia de cubitos en la espera del
ambulatorio, porque siempre se remiten a lo cero
y a lo cubo
en cloqueante advocación que indignaría incluso al terrorífico
Dave Morrell,
¿no es verdad, Ledesma,
te pregunto en la presente línea sin ambages?
Sí,
el gran David
Eme,
ahí legándonos su nombre para que lo apostemos en sintaxis más
espesas que las selvas de Birmania
de las que el Ejército®
mandó
rescatarle, pues en Afganistán
«estábamos perdiendo a nuestros hombres buenos chicos como tú lo
fuiste» y los sovíéticos eran inexorables en su conquista como es
de inexorable el hambre:
Él
entra en la habitación y se presenta ante la cámara —«mi nombre
es J.»—
y esto es lo fundamental lo que conviene dejar claro antes de avanzar
ni una sola línea más en el guión porque las caras oh sí las
caras están muy bien las caras pero hoy en día la gente ya no tiene
tiempo para ellas para distinguir las unas de las otras digo ya hoy
en día uno mismo se es honesto y no alberga ni la mínima esperanza
de ir a ser capaz a un tiempo de seguir una historia y no confundir a
sus protagonistas entre sí pues nadie más lo hace —ni el intento
digo— y no tiene remedio que uno mismo no es tan especial por eso
tiene que echar mano de los nombres para dar la exacta réplica
mental del Mundo
es eso mismo lo que le pasó a la historia de las cámaras nos daba
igual que fueran trípodes de metro y medio con las patas de
acerografito y en la cúspide una negra bandeja de posibles
engranajes de microprocesadores de silicio o que se tratara de
humanoides del tamaño de un niño de once años como este que flota
ahora a veinte centímetros del suelo con un cable en trenza
helicoidal injertado con gran y relativa saña en su mentón y podría
por ello recordar a la esperpéntica versión de un globo pero en
realidad es el mayor avance en comunicación audiovisual de la
Historia de la Humanidad —ahí dónde le veis— recién licenciado
en las vastas granjas de Toshiba
al sur de Gales
que se pusieron en marcha —os lo estaríais preguntando—cómo no
por culpa de Internet la trágica la que obligaba a los chicos de la
sede ultra secreta de la empresa en Okinawa
a maquinar cómo podrían capturar de la manera más correcta esa
baba de bits que llaman Realidad ahorrándose los píxeles borrosos
de los videos compartidos on line sin que pesaran un Terabyte
aunque hubo también aquella crisis civil en Birmania
y aquella crisis demográfica en Corea de Norte
y aquella nueva subida eyaculante de los precios del petróleo y las
materias primas a nivel global y alguien le prestó entonces oídos a
la política de reducción de costes unitarios propuesta por el FMI
para mejorar el equilibrio en competitividad frente a los países
neoemergentes y los —dejémonos de más tapujos— y llamémosles
los héroes de Okinawa
no desperdiciaron la oportunidad para innovar —dijeron la mejor
imagen la más ligera que se nos ocurre es la que se forma en el ojo
humano— y por ello se pusieron seriamente a ello y en dos o más o
menos tres años y medio presentaron el primer prototipo de InDividuo
con su piel azul verdosa atrofia genital incompleta y el cráneo
horadado hasta lo imprescindible para mantener los centros de control
de las funciones vitales y que cupiera el fantabuloso hardware
transductor en el que habían trabajado y todo además con el
inesperado efecto de dotar a los sujetos de una capacidad
telequinética y de levitación que vino de perlas a la hora de
ahorrar en plataformas y grúas para los picados y contrapicados a
pesar de que el alquiler de uno solo de ellos es rematadamente
estratosférico para el sueldo de un triste escritor aunque lo que a
él le preocupa en este instante es el tan breve espacio —apenas
ciento y pico páginas— que le ha sido concedido para compartir con
vosotros lo que registre en lo que este terminal al que
paradójicamente aún no se ha atrevido a poner nombre tal vez por
miedo tal vez porque le interroga con esos dos ojos glaucos y sonríe
cómo sólo sonreiría alguien que le odiara y a la vez le perdonara
por anticipado todo lo que está tratando de narrar:
Nosotros
vimos la película y no te gustó, pero leíste el libro, bueno en
primero lugar lo ojeaste con vaga curiosidad en la mesa de novedades
de determinado centro de comercio que tardaría aún veinte años en
cerrar por la presión de un régimen de ventas descendente y la
facilidad de acceso a los frutos de la industria cultural por otras
vías infinitamente mas económicas, cuestión que ya no es mi
trabajo reprocharte, mi buen profesor: estábamos en que dijiste
«Dios»
al sostener el ejemplar entre tus manos, mil seiscientas páginas de
papel-biblia sin contar el prólogo de Don
DeLillo.
Mil
seiscientas páginas y viendo cómo se transfiguró tu cara entonces,
supe a qué te acabarías dedicando, mi amor mío: a traicionar la
simpatía por la sierpe y la demolición perfecta que tu
autor glosaba en ochocientas cuarenta y nueve notas a pie de página
que, más que complementar, parecían componer
una novela paralela; hasta el punto de que RandomHouse-Mondadori
llegó a meditar muy seriamente publicarlas en un volumen aparte
cuando obtuvo los derechos de edición de la trilogía completa,
obcecado por tu insistente fe.
Me
dijiste: «son tres libros que han de cambiar la Historia
de Occidente»
y yo no te creí porque nadie se creía ya una Historia
de Occidente
desde el caer del Muro
y todos esos alemanes que pasaban al otro lado y los soviéticos
llorando, poseídos por un sonsonete en sus vesículas que por
entonces todavía no entendían que era la Felicidad
de un porvenir muriéndose de aburrimiento:
Gorbachov
subido a la tarima proclamando «en este martes a partir de ahora
milenario pongo fin a la Dictadura
del Pueblo Obrero»,
o algo así, lo oí de la televisión la tarde en la que me encerré
en la cocina para preparar la cena y celebrar lo del contrato tuyo,
pero tú miraste los pequeños cuerpos de perdices tumularias en su
salsa y te pusiste a gimotear como los rusos, pues hasta las
diminutas aves te recordaban ahora a los «buenos chicos», aunque
ahí era todavía tal mi ingenuidad que no lo vi venir.
Como
sí lo vio tu jefe, el director del Departamento
de Comunicación III
de la Facultad
de Ciencias de la Información,
disparando negros fuegos de tinta y apuntes en sus clases como
contrapunto de las tuyas tan repletas de posteridades
adolescentes entregadas y libidinosas bajo frases largas hojarascas
imposibles de formalizar
sin un alto título en Botánica
o uno de esos machetes dentados que no están a la venta si no es en
tiendas de caza que obligaban a rellenar impresos; nos parece
mentira, hoy que solo su posesión te da derecho a voto y cada hijo
de la élite
tiene grabado en el filo el nombre de alguno de los muchachos
mencionados en los libros.
Pero
no bastaba con los libros: todos los rumores que envolvieron a la
desaparición de Morrell
—la gran mayoría difundidos por sus enemigos naturales, los
soviéticos—, fueron adoptados como leit
motiv
por tus alumnos y sus novias y, algún novio también a punto de
pasar a fase de ex, recibían cartas kilométricas justificando
rupturas epopéyicas
en el peor sentido de la palabra, que es ningún sentido porque a
cierta edad las relaciones no tienen una vida útil más allá de los
cuatro meses y si se rebasa este plazo es que hay situaciones más
jodidas que la nuestra en esta vida, profesor Ledesma.
Ahí tú tan orgulloso de tus
músculos que poco podían hacer frente a los míos pero que, en tu
caso, tras largísimos años de atrofia laboral tenían un cierto
mérito, sobre todo la primera vez que conseguiste tensar un arco y
yo te dije «soy proletariado indestructible» y se te puso dura más
que con cualquier juego de puntería zen a los que les jodan, digo.
Que
les jodan entre las partículas de sangre que a nada se adhieren
salvo a sí mismas, por lo que retiro la falsa ameba sin problemas
del lavabo y sé que si ahora pongo la televisión tan solo voy a
verte a ti protagonizando el estelar momento de la abolición de las
tertulias y los magazines matinales cuando retorciste el cuello de un
gritón abogado de la Asociación
de Niños de Cracovia,
y fueron dos años de cárcel porque, a pesar de todo, el tipo
sobrevivió y tus biografías dicen que era todo parte de tus
estrategias, igual que los contactos con las bandas de mafiosos
italoyanquis que habían venido a España
buscando una traslación de esfera de influencias en lo que se
consideraba Zona
Libre
—hasta que los submarinos de Kiev
hicieron escala en Rota
y se dio por definitivamente muerta a la Comunidad
Económica Europea
entre la devaluación de todas las monedas, concediéndonos un sueño
próspero al que periódicamente todavía regresamos, pese a todos
tus esfuerzos para despertar y que resultan tan estériles como su
traducción, porque estos nombres económicos
serán por siempre áridos y puntuales—.
Eran
tu decurso,
pues, los tiroteos en las calles zurdas, las asfixias de matriuska
con la que se castigó a los desertores —siendo esta la primera
forma de ejecución enteramente original del Siglo, desarrollada
según tú, a partir del poco escarmiento de la humanidad verduga:
consistía en coger a dos o más traidores, abrirle la tripa al
primero, por lo general el cabecilla, e introducir en el orificio,
vaciado lo estrictamente suficiente para no ser causa de muerte
instantánea, la cabeza del lugarteniente y aplicar una sutura rápida
y así sucesivamente.
Pero
David Morrell
lo explica mucho mejor, David
Morrell le
dedica ciento veintinueve páginas a describirlo porque ahí sitúa
el clímax de su trilogía, en el momento en el que siete
congresistas son narcotizados a la salida del acto de supuesta
hermandad entre el presidente Bush
sr. y
el premier soviético, cuya mancha en la cabeza tiene propiedades
pareidólicas extremas para Morrell,
que ve en ella el falso número de la matrícula de la furgoneta que
utiliza para transportar sus reos y dar forma absoluta a su condena.
Implacable
como lo son hoy los hijos de tus alumnos de torso desnudo y por
completo libre de cicatrices —«no hay nada a lo que el poder tenga
más miedo que a las tetas y los pechos depilados» proclamaras,
mientras yo soy hoy día mucho más que tu Penélope
entretejida con kalashnikoves o un Telémaco
indolente y primogénito de ausencias, yo qué sé, nunca me he
arrepentido de matar, ni siquiera con mis sentimientos
negros cuando venían a buscarte y encontraban un sendero de flores
ácidas y bruma fecal de orquídeas del que no siempre lograban
escaparse por su propio pie, mordido a veces por los cerdos.
Aunque
no cerdos
propiamente, solo su lugar,
su, llamémosla
remota-cumbre-curvilínea-semejante-sostenida-por-probabilidad-de-gángsteres-y-varias-harturas»
en la decadencia del suburbio que asiste a tu encuentro, ya-no-joven
profesor Ledesma,
con el verdadero
David Morrell,
el definitivamente empírico
quiero decir, y no por ello menos real
con sus harapos que han venido del infierno para hacerte frente como
el buen Don
Juan
de nuestro martirologio cíclico y total, ay, ya óptimo nos sea este
momento al que jamás sabremos dar la réplica total con un somero
desenlace.
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