domingo, 11 de noviembre de 2012

LA TIJERA MANCA (M.E.T.A. INCURSIÓN)

     Me refiero a que la gente no se suicidaba, pero hablaba de su mal a todas horas: en las oficinas, en el Metro o en las colas del ambulatorio donde todos nos encontrábamos y que se acabaron transformando con el tiempo en tremendas manifestaciones por la situación de de la Sanidad Pública y los políticos no se daban cuenta todavía de que nada hay más peligroso que los hombres y mujeres tristes, lo único que sabían de las Bildungsromannen venía en los densos manuales de texto que descartaban y torcían para pasto de los jóvenes.
      Aunque no era esto lo que quería contar yo aquí: sucede que he estornudado esta mañana en el lavabo y los cubitos han roto el espejo con potencia milimétrica y después ya me he asentado en el cabreo de escribir porque, lo siento la Literatura, es egoísmo seco y mocos cicatrizando y eyectados a velocidades increíbles.
      Como vino a anticipar en los años iniciales de esta segunda década del siglo esa incendiaria moda de reivindicar la adolescencia como legado; y no, no me refiero a una adolescencia en el sentido rimbaldiano ni lautreamontiano que tanto hubiera encrespado a Schiller, ojalá empujándole a constituir toda una ContraTeleología de la Decepción sustentada en la percepción más radical y torva de la misma (por ejemplo este mirar tus propias manos y verlas tan bien-hechas en aplastada solidaridad contigo mismo-o-misma, que sueñas con la amputación por mucho que esté vista, demasiado vista, y alumbrada más bien senescente la decrepitud gloriosa de los chistes...)
     Yo he visto morir mi infancia, ahora he de precipitarme en otro palo de una baraja común, sin ningún espacio reservado a los arcanos y otras vainas que podrían acercarme a la simbología constreñida por el tópico de las señoras hipermaquilladas aprehendidas en la atemporalidad de la toxina botulímica y otras sustancias que debería todavía enumerar para que que quede por lo menos el calor de mencionarlas.
     Pero no me da la gana: es eso, es justo ahí donde me inflamo y el espejo roto gruñe a su vez con rajas y pienso en los muchachas y muchachas de novelas que desempolvaban primitivos lenguajes de programación o desempacaron las anécdotas de la primera vez que alguien les mostró interés-en-términos-sexuales y cómo intercambiaron nóminas y desórdenes alimenticios como yo hice alguna vez con el joven profesor Ledesma, al que no añoro demasiado ahora que los cubitos se han pegado unos a otros y han formado una comparación con una ameba que estuviera aprovechando el desagüe del lavabo como boca, me imagino que a esto se le llama coagular.
     Hoy que no tenemos más remedio que leer revistas que nos llegan al correo llenas de adelantos editoriales mientras no dejamos de sangrar sin acabar nunca por vaciarnos, lo cual contradice no ya solo las leyes de la anatomía sino las de la materia-misma —sintagma que puesto en mi boca alude a la masa y al volumen simplemente— pienso en esos soliloquios de personas a las que no sé si quiero conocer un día más allá de su sustancia de cubitos en la espera del ambulatorio, porque siempre se remiten a lo cero y a lo cubo en cloqueante advocación que indignaría incluso al terrorífico Dave Morrell, ¿no es verdad, Ledesma, te pregunto en la presente línea sin ambages?
     Sí, el gran David Eme, ahí legándonos su nombre para que lo apostemos en sintaxis más espesas que las selvas de Birmania de las que el Ejército® mandó rescatarle, pues en Afganistán «estábamos perdiendo a nuestros hombres buenos chicos como tú lo fuiste» y los sovíéticos eran inexorables en su conquista como es de inexorable el hambre:
     Él entra en la habitación y se presenta ante la cámara —«mi nombre es J.»— y esto es lo fundamental lo que conviene dejar claro antes de avanzar ni una sola línea más en el guión porque las caras oh sí las caras están muy bien las caras pero hoy en día la gente ya no tiene tiempo para ellas para distinguir las unas de las otras digo ya hoy en día uno mismo se es honesto y no alberga ni la mínima esperanza de ir a ser capaz a un tiempo de seguir una historia y no confundir a sus protagonistas entre sí pues nadie más lo hace —ni el intento digo— y no tiene remedio que uno mismo no es tan especial por eso tiene que echar mano de los nombres para dar la exacta réplica mental del Mundo es eso mismo lo que le pasó a la historia de las cámaras nos daba igual que fueran trípodes de metro y medio con las patas de acerografito y en la cúspide una negra bandeja de posibles engranajes de microprocesadores de silicio o que se tratara de humanoides del tamaño de un niño de once años como este que flota ahora a veinte centímetros del suelo con un cable en trenza helicoidal injertado con gran y relativa saña en su mentón y podría por ello recordar a la esperpéntica versión de un globo pero en realidad es el mayor avance en comunicación audiovisual de la Historia de la Humanidad —ahí dónde le veis— recién licenciado en las vastas granjas de Toshiba al sur de Gales que se pusieron en marcha —os lo estaríais preguntando—cómo no por culpa de Internet la trágica la que obligaba a los chicos de la sede ultra secreta de la empresa en Okinawa a maquinar cómo podrían capturar de la manera más correcta esa baba de bits que llaman Realidad ahorrándose los píxeles borrosos de los videos compartidos on line sin que pesaran un Terabyte aunque hubo también aquella crisis civil en Birmania y aquella crisis demográfica en Corea de Norte y aquella nueva subida eyaculante de los precios del petróleo y las materias primas a nivel global y alguien le prestó entonces oídos a la política de reducción de costes unitarios propuesta por el FMI para mejorar el equilibrio en competitividad frente a los países neoemergentes y los —dejémonos de más tapujos— y llamémosles los héroes de Okinawa no desperdiciaron la oportunidad para innovar —dijeron la mejor imagen la más ligera que se nos ocurre es la que se forma en el ojo humano— y por ello se pusieron seriamente a ello y en dos o más o menos tres años y medio presentaron el primer prototipo de InDividuo con su piel azul verdosa atrofia genital incompleta y el cráneo horadado hasta lo imprescindible para mantener los centros de control de las funciones vitales y que cupiera el fantabuloso hardware transductor en el que habían trabajado y todo además con el inesperado efecto de dotar a los sujetos de una capacidad telequinética y de levitación que vino de perlas a la hora de ahorrar en plataformas y grúas para los picados y contrapicados a pesar de que el alquiler de uno solo de ellos es rematadamente estratosférico para el sueldo de un triste escritor aunque lo que a él le preocupa en este instante es el tan breve espacio —apenas ciento y pico páginas— que le ha sido concedido para compartir con vosotros lo que registre en lo que este terminal al que paradójicamente aún no se ha atrevido a poner nombre tal vez por miedo tal vez porque le interroga con esos dos ojos glaucos y sonríe cómo sólo sonreiría alguien que le odiara y a la vez le perdonara por anticipado todo lo que está tratando de narrar:
     Nosotros vimos la película y no te gustó, pero leíste el libro, bueno en primero lugar lo ojeaste con vaga curiosidad en la mesa de novedades de determinado centro de comercio que tardaría aún veinte años en cerrar por la presión de un régimen de ventas descendente y la facilidad de acceso a los frutos de la industria cultural por otras vías infinitamente mas económicas, cuestión que ya no es mi trabajo reprocharte, mi buen profesor: estábamos en que dijiste «Dios» al sostener el ejemplar entre tus manos, mil seiscientas páginas de papel-biblia sin contar el prólogo de Don DeLillo.
     Mil seiscientas páginas y viendo cómo se transfiguró tu cara entonces, supe a qué te acabarías dedicando, mi amor mío: a traicionar la simpatía por la sierpe y la demolición perfecta que tu autor glosaba en ochocientas cuarenta y nueve notas a pie de página que, más que complementar, parecían componer una novela paralela; hasta el punto de que RandomHouse-Mondadori llegó a meditar muy seriamente publicarlas en un volumen aparte cuando obtuvo los derechos de edición de la trilogía completa, obcecado por tu insistente fe.
     Me dijiste: «son tres libros que han de cambiar la Historia de Occidente» y yo no te creí porque nadie se creía ya una Historia de Occidente desde el caer del Muro y todos esos alemanes que pasaban al otro lado y los soviéticos llorando, poseídos por un sonsonete en sus vesículas que por entonces todavía no entendían que era la Felicidad de un porvenir muriéndose de aburrimiento:
Gorbachov subido a la tarima proclamando «en este martes a partir de ahora milenario pongo fin a la Dictadura del Pueblo Obrero», o algo así, lo oí de la televisión la tarde en la que me encerré en la cocina para preparar la cena y celebrar lo del contrato tuyo, pero tú miraste los pequeños cuerpos de perdices tumularias en su salsa y te pusiste a gimotear como los rusos, pues hasta las diminutas aves te recordaban ahora a los «buenos chicos», aunque ahí era todavía tal mi ingenuidad que no lo vi venir.
     Como sí lo vio tu jefe, el director del Departamento de Comunicación III de la Facultad de Ciencias de la Información, disparando negros fuegos de tinta y apuntes en sus clases como contrapunto de las tuyas tan repletas de posteridades adolescentes entregadas y libidinosas bajo frases largas hojarascas imposibles de formalizar sin un alto título en Botánica o uno de esos machetes dentados que no están a la venta si no es en tiendas de caza que obligaban a rellenar impresos; nos parece mentira, hoy que solo su posesión te da derecho a voto y cada hijo de la élite tiene grabado en el filo el nombre de alguno de los muchachos mencionados en los libros.
    Pero no bastaba con los libros: todos los rumores que envolvieron a la desaparición de Morrell —la gran mayoría difundidos por sus enemigos naturales, los soviéticos—, fueron adoptados como leit motiv por tus alumnos y sus novias y, algún novio también a punto de pasar a fase de ex, recibían cartas kilométricas justificando rupturas epopéyicas en el peor sentido de la palabra, que es ningún sentido porque a cierta edad las relaciones no tienen una vida útil más allá de los cuatro meses y si se rebasa este plazo es que hay situaciones más jodidas que la nuestra en esta vida, profesor Ledesma.
     Ahí tú tan orgulloso de tus músculos que poco podían hacer frente a los míos pero que, en tu caso, tras largísimos años de atrofia laboral tenían un cierto mérito, sobre todo la primera vez que conseguiste tensar un arco y yo te dije «soy proletariado indestructible» y se te puso dura más que con cualquier juego de puntería zen a los que les jodan, digo.
     Que les jodan entre las partículas de sangre que a nada se adhieren salvo a sí mismas, por lo que retiro la falsa ameba sin problemas del lavabo y sé que si ahora pongo la televisión tan solo voy a verte a ti protagonizando el estelar momento de la abolición de las tertulias y los magazines matinales cuando retorciste el cuello de un gritón abogado de la Asociación de Niños de Cracovia, y fueron dos años de cárcel porque, a pesar de todo, el tipo sobrevivió y tus biografías dicen que era todo parte de tus estrategias, igual que los contactos con las bandas de mafiosos italoyanquis que habían venido a España buscando una traslación de esfera de influencias en lo que se consideraba Zona Libre —hasta que los submarinos de Kiev hicieron escala en Rota y se dio por definitivamente muerta a la Comunidad Económica Europea entre la devaluación de todas las monedas, concediéndonos un sueño próspero al que periódicamente todavía regresamos, pese a todos tus esfuerzos para despertar y que resultan tan estériles como su traducción, porque estos nombres económicos serán por siempre áridos y puntuales—.
    Eran tu decurso, pues, los tiroteos en las calles zurdas, las asfixias de matriuska con la que se castigó a los desertores —siendo esta la primera forma de ejecución enteramente original del Siglo, desarrollada según tú, a partir del poco escarmiento de la humanidad verduga: consistía en coger a dos o más traidores, abrirle la tripa al primero, por lo general el cabecilla, e introducir en el orificio, vaciado lo estrictamente suficiente para no ser causa de muerte instantánea, la cabeza del lugarteniente y aplicar una sutura rápida y así sucesivamente.
    Pero David Morrell lo explica mucho mejor, David Morrell le dedica ciento veintinueve páginas a describirlo porque ahí sitúa el clímax de su trilogía, en el momento en el que siete congresistas son narcotizados a la salida del acto de supuesta hermandad entre el presidente Bush sr. y el premier soviético, cuya mancha en la cabeza tiene propiedades pareidólicas extremas para Morrell, que ve en ella el falso número de la matrícula de la furgoneta que utiliza para transportar sus reos y dar forma absoluta a su condena.
      Implacable como lo son hoy los hijos de tus alumnos de torso desnudo y por completo libre de cicatrices —«no hay nada a lo que el poder tenga más miedo que a las tetas y los pechos depilados» proclamaras, mientras yo soy hoy día mucho más que tu Penélope entretejida con kalashnikoves o un Telémaco indolente y primogénito de ausencias, yo qué sé, nunca me he arrepentido de matar, ni siquiera con mis sentimientos negros cuando venían a buscarte y encontraban un sendero de flores ácidas y bruma fecal de orquídeas del que no siempre lograban escaparse por su propio pie, mordido a veces por los cerdos.
      Aunque no cerdos propiamente, solo su lugar, su, llamémosla remota-cumbre-curvilínea-semejante-sostenida-por-probabilidad-de-gángsteres-y-varias-harturas» en la decadencia del suburbio que asiste a tu encuentro, ya-no-joven profesor Ledesma, con el verdadero David Morrell, el definitivamente empírico quiero decir, y no por ello menos real con sus harapos que han venido del infierno para hacerte frente como el buen Don Juan de nuestro martirologio cíclico y total, ay, ya óptimo nos sea este momento al que jamás sabremos dar la réplica total con un somero desenlace.

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