a China Miéville
Naves espaciales estallaban
sobre Londres
aquel año, el
de la remisión,
mas los de Londres sonreían
bajo cúpulas
y rayos láser y zumbidos
deshaciéndose
en lo humano —‘nuestra
intransigente
pirotecnia del fracaso’, lo
llamaban: frases
para dislocar según
qué historia—
y era entonces que nosotros,
noveles en la metódica resaca
del terror,
podíamos besarnos: que ya
nadie
nunca le impidiese nada
a nadie
en esos días, definidos bajo
la costumbre
de afirmarnos en las grandes
plazas,
junto a los cadáveres radiados
de valiosos
soldados mutantes, mientras una
suerte
de gaviotas sin cabeza y con
hileras
de dientes, como las lampreas,
en lugar de cuello se
aplicaban silenciosas
a la caza de palomas y
transeúntes,
quienes a millones fueran
también desollados
en quirófanos de
hercúlea sombra;
pero, no habitantes de las
celdas, nos
nos limitábamos también a
erradicar
los aspavientos más puntales
de los inflexibles amos, cópula
tras cópula
con sorprendentes
amebas y gases,
pariéndose los hidrocéfalos
cuya piel gris
ya nunca olvidaremos, sus
miradas
medio de grafito y medio
conmiseración
cuando nos delataban;
porque quién se deparaba
ahora
con quién, si incluso estas
maravillas
que rescatan abdicaban
entre ininteligibles
lloriqueos:
de igual modo que veleros
hipersónicos
se reelegían no existir, la
succión única
de cualquier voz contra
turbinas
en su abominada alegoría
—la que yo investigo todavía—
que arruinó
de vez en vez haberse memorado
así,
ya convertida en hábitos y
desdecires
por tu parte, o posesión
desde una excelsa colección de
nudos
adjetivos incapaz de simular
—mudos comunes, rescoldo de
lirios—
tu belleza nueva
e híbrida
y, si
acaso, cuando migre por las pasarelas
del Támesis sobre los cráteres
fosforescentes, se permita
muy someramente una
plegaria:
‘¡que
en tus uñas sobreviva, oh Siglo!’
—como los cobaltos, esto
es obvio.
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