jueves, 1 de noviembre de 2012

QUATERMASS

a China Miéville
Naves espaciales estallaban sobre Londres
aquel año, el de la remisión,
mas los de Londres sonreían bajo cúpulas
y rayos láser y zumbidos deshaciéndose
en lo humano —‘nuestra intransigente
pirotecnia del fracaso’, lo llamaban: frases
para dislocar según qué historia—
y era entonces que nosotros,
noveles en la metódica resaca del terror,
podíamos besarnos: que ya nadie
nunca le impidiese nada a nadie
en esos días, definidos bajo la costumbre
de afirmarnos en las grandes plazas,
junto a los cadáveres radiados de valiosos
soldados mutantes, mientras una suerte
de gaviotas sin cabeza y con hileras
de dientes, como las lampreas,
en lugar de cuello se aplicaban silenciosas
a la caza de palomas y transeúntes,
quienes a millones fueran también desollados
en quirófanos de hercúlea sombra;
pero, no habitantes de las celdas, nos
nos limitábamos también a erradicar
los aspavientos más puntales
de los inflexibles amos, cópula tras cópula
con sorprendentes amebas y gases,
pariéndose los hidrocéfalos cuya piel gris
ya nunca olvidaremos, sus miradas
medio de grafito y medio conmiseración
cuando nos delataban;
porque quién se deparaba ahora
con quién, si incluso estas maravillas
que rescatan abdicaban
entre ininteligibles lloriqueos:
de igual modo que veleros hipersónicos
se reelegían no existir, la succión única
de cualquier voz contra turbinas
en su abominada alegoría
la que yo investigo todavía— que arruinó
de vez en vez haberse memorado así,
ya convertida en hábitos y desdecires
por tu parte, o posesión
desde una excelsa colección de nudos
adjetivos incapaz de simular
mudos comunes, rescoldo de lirios—
tu belleza nueva e híbrida
y, si acaso, cuando migre por las pasarelas
del Támesis sobre los cráteres
fosforescentes, se permita
muy someramente una plegaria:
¡que en tus uñas sobreviva, oh Siglo!’
como los cobaltos, esto es obvio.

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