Sabía
bien que Buddha Boy dejó de escribir hacía ya la tira de años
atrás, allá por el 87, y que desde entonces él, junto a sus
palabras y junto a aquella recia envoltura de chillona lana fucsia
que todos, después de leerle, imaginaban besándole el cuerpo y
apropiándose como una esponja de todo el pestazo a tabaco y grifa
que le saliera al paso, se habían desvanecido, igual que un guiño
de ramera triste, de los revisteros de los bares de Huertas, todavía
gloriosos en la época en la que los últimos conciertos de jazz
libre pisoteaban con sus ecos espídicos una muerte hueca de puro
amanecer.
Es
por ello que al principio no albergué muchas esperanzas de resolver
el encargo, pese a lo cual lo afronté sin concederme una milésima
para la duda y en menos de media semana me había pateado las
estanterías de todos los coleccionistas que guardaba en la agenda,
en su mayor parte alumnos de Bellas Artes que malgastaban en
volúmenes de fotocopias, con las grapas ya enmohecidas y el papel
quebradizo, lo poco que lograban arañarles a sus becas —más el
plus de los sobresueldos que se sacaran colaborando en revistas de
interiorismo o rotulando bocadillos para las ediciones españolas de
la Marvel. Dicho sea de paso, esos chavales lo pillan todo. Sin el
mínimo criterio saltan de Baco,
a Unrasobona,
atajando por Opal,
El
Fantasma
e incluso a los póstumos e imperdonables números de La
Luna de Madrid,
mientras decenas de portadas de El
Víbora
arrasadas por Ivá, Rabo o Corominas les contemplan con sus bordes
mellados desde el bozal de las bolsitas antiácido.
Pienso
que alguien con más tiempo libre que yo se hubiera entretenido en
tacharle excusas godardnianas
(véase el Ricardo
III) a tanto fervor
de compulso onanismo acumulador. Pero, puesto en mis zapatos,lo único
que contaba era tomar notas lo más rápido posible de los títulos,
las firmas, los motes del staff
directivo —alguno
lo llamaba ya de esta forma en los ochentas últimos y las tres w’s
no inventaron nada—; las tipografías imposibles maqueteadas a
golpe de Olivetti, tijera, pegamento... Admitiré con esto que, por
ahorrarme sandeces y regateos, me llegué a inventar varios estudios
de gran calado para una universidad granadina, vestí un carné de
documentalista de Televisión Española, o, en casos puntuales,
recurrí a las Verdaderas Palabras Mágicas: «Libro/Antología
con/ Mondadori/Anagrama/Berenice. En serio.»
Lo
inútil de todas estas acciones vino casi como por descontado. Creo
que mi parte de culpa estuvo en permitir que el teléfono y el correo
electrónico fueran como el olfato y las zarpas de un sabueso
famélico sacado de algún mal pastiche holmesiano al que aposté
toda la primera mano, para que al final resultara tan rancio e
inservible como cualquier otra carroña detectivesca. Para variar.
«La
ortodoxia»,
me dije, «se
la dejaremos esta vez a los novatos».
Con el azar va uno servido, es esta mi lección respecto a cómo se
resolvieron mis indagaciones. Lo cual se produjo así, por cierto:
Esto
que narro coincidió con los primeros días de octubre y la feria de
librerías de viejo que invade el Paseo de Recoletos de Madrid.
Miguel y yo nos habíamos citado en Banco de España, pero antes de
parapetarnos en la primera cafetería que encontráramos, él me
arrastró hacia los puestos. Era ya una costumbre; ver trabajar por
una vez a otro con el rito de la aséptica y pedante Moleskine®
de papel cuadriculado tampoco dejaba de parecerme una buena forma de
pasar el rato. O de poner de los nervios a los libreros que no podían
evitar arremolinarse a su alrededor, haciéndose a la vez los
desentendidos, recolocando los lomos y despejando las portadas.
¿Arrebatos de dignidad ante los moscardos? Qué cosas. Gracioso si
se considera la única y auténtica especialidad de Miguel eran los
tebeos, se pone belicosamente enfermo si oye a alguien llamarlos con
otro nombre... Si vamos a ello, siempre resultaron la parte más
rentable del negocio.
A él le bastaba con alargar como al descuido la mano hacia una
portada de la edición española de Capitán Marvel o el enésimo
ejemplar 223 de Tótem y pagar no más de seis euros y ya había
cumplido para rellenar tres tesis doctorales para la Complutense.
Pero la razón para que, de propina, aguantara todas aquellas
estanterías cargadas de prosodia pos-pos-modernista o refritos
loriguesco, según la época del año, más las pertinentes toneladas
de papel auto-editado, era, básicamente, que lo consideraba algo
divertente
en términos mussolinianos. Un añadido. Su puto hobby:
“Tengo
cosillas por aquí” soltó apenas nos sentamos frente a una
cerveza. Con eso arrancó el juego de las cortesías y el hurgar en
las bolsas de papel repletas de libros que se apilaban a nuestros
pies. Yo le pasé también catorce o quince referencias de los
primerizos trabajos de los Prados o los Sáez que había ido
encontrándome en mis rastreos en pos de Buddha: niños con los ojos
comidos por diminutas mangostas domésticas, o cabezas de perro
encajadas en trajes de oficinistas sorprendidos por un fotógrafo de
tabloide en mitad de una orgía bondage... Aclaro que Miguel, a pesar
de los años, sigue siendo bastante más que un poso nervudo y con
bronquitis de lo que fue, así que tampoco debió de encontrar
problema en entrar en cualquiera de esos pisos compartidos de
Argüelles y servirse al gusto de mis indicaciones: todos en el
gremio somos gente de recursos. Además, la información con la que
no se puede comerciar no existe.
Como
contrapartida, el logotipo de la librería que invadía cada
milímetro del papel de envoltorio del paquete que Miguel puso en mis
manos. Me sonaba, pero su contenido no terminó de conmoverme gran
cosa. Vaya por Dios: más cuadernillos DIN-A4 en sepia mal cosidos y
con una onomatopeya por título en furioso trazo Edding de Cuando Los
Trogloditas (y sus loquillos) Dominaban La Tierra. Algo mejor, en
cualquier caso, que la enésima atribución a una polla de la
logoglifística de la rosa del PSOE —presumiblemente jodiendo a la
izquierda real—
tan vista ente los años post—Movida y pre—Expo92. “Mira,
Miguel...”, empecé a decir. Pero él sonrió. No hay mucha gente
capaz de interrumpirme con una sonrisa. Aplastó su último
cigarrillo contra el cenicero y procedió a ir deshojando el paquete
de Fortuna para ir dándole una forma extraña, cada vez más similar
a un pez. “Algún día vendrá lo que tengas delante de las narices
a arrancarte los cojones de un bocado y no te darás ni cuenta”.
¿Qué puedo decirte de Miguel? Ni con toda la razón del mundo a sus
espaldas puede dejar de exagerar como un puto ex mercenario serbio
preparando un alunizaje en la calle de Serrano, según nos lo
presentan los telediarios matinales. Aun así, bajé los ojos sólo
para sentir ya unos incisivos de hielo tanteándome el escroto —y
perdón por lo predecible de la sinestesia: no desentona, creo, con
el escupitajo estético que suponían las anacrónicas oropéndolas
que en cuadraban el diminuto texto que Miguel me estaba señalando. A
lo mejor, se me ocurre, necesitas que abra foco para la composición
de lugar:
Respira
en ese caso. Y lee. Estos viene de otros tiempos, antes de los
guiones de Barry Gifford o el descubrimiento del cine de luchadores
enmascarados de wrestling
mexica. Aquí va una
generalización abusiva: a nadie de los que quería estar en la
pomada se le hubiera ocurrido salirse ni media pulgada del patrón
del caca–culo–pedo–pis
y los diablos cojuelos del despertar de resaca. Todos querían ser lo
que tres lustros después sería El Profesor Cojonciano y no les
importaba que gente como nosotros tuviéramos que dedicarnos a
hociquear entonces entre su prosa mierdera imitando a jabalíes tras
las trufas... Mas no Buddha Boy:
Él
apuntaba maneras. Fue de los que empezó a jugar en otra liga, esto
es, trasteaba con las Inquietudes Del Hombre Moderno sin tapujos a
través de triquiñuelas feroces que le permitían saltar de las
mutilaciones de ganado a la mística teatralidad de aquel disidente
del Palmar de Troya que Javier Gurruchaga paseó por varios programas
de TVE y del que nadie se acuerda. Lo mismo le daba transcribir en
sus relatos una comparación entre las Iluminaciones rimbaldianas y
los barquillos de los cornetes de Frigo, que sumar las ilustraciones
de la explosión de un meteorito sobre Tunguska en 1908 a las de la
—ochenta años después— voladura de Chernobyl degradada a hilo
musical para el ascensor. A
esto me refiero. De
esta forma impedía que nada de
él se deslizara
entre sus
palabras. Entre sus
cosas. Porque el asunto lo resumiríamos así: ¿Quién era Buddha
Boy? Alguien que no necesitaba dejar rastros. Por eso —se
comprenderá— el que mi garganta tuviera que ahogar aquel cloqueo
que amenazaba con pasarse por el forro mi habitual pedestal de
ataraxia cuando una cierta manera de retorcer los gerundios, más un
presente histórico de ritmo entallado a golpe de spanglish sobre un
léxico acelerado y a prueba de bombas, junto al propio asunto per
se del relato —una
coña sobre Esperando a Godot sin diálogos pero con Goofy en el
lugar de ausente protagonismo y Mickey y Donald dirimiendo la
angustia existencial mientras se dejaban caer una escalera de pintor
con voluntad propia el uno sobre el otro, obvio símil de una
relación homoerótica que terminaba de explicitar la maliciosa
mirada de la narradora: una pequeña tostadora rediviva que nos ponía
al tanto al día siguiente del final que no era el final (Homenaje A
Beckett, No Lo Perdamos De Vista)— me hicieron deslizarme a toda
prisa al pie del párrafo final —el quinto—, donde no, no me
aguardaba la previsible firma:
¿Buddha
Boy? ¡Qué va! Ni tampoco ninguno de los otros aka’s
de sus trabajos primerizos que le había detectado anteriormente.
Esta vez eran sólo tres iniciales (y
no, ni en broma. No las repetiré en estas páginas. Aunque, si das
crédito a tal cosa, te diré que el tiburón de papel plateado que
Miguel acababa de modelar, rugió de contento por mí):
Soy
consciente de que marcaría algo así como una aberración en el
racor que dijera “el resto fue fácil” para hacer elipsis sobre
el tumulto de roces, telefonazos a la hora de la cena y azarosas
inmersiones en hemerotecas en que consiste en ocasiones mi oficio.
Pues hay que saber donde fisgar, y del mismo modo atenerse a las
trampas: internet, por ejemplo Siempre Miente, con su densa y
aséptica baba de bips, IP’s y cortas y pegas de arañazos de
código envolviendo la verdad de las palabras como un condón hecho
con goma de neumático y que te hace dar gracias a poder aferrarte a
cualquier cacho agonizante de papel —un recibo del cajero, medio
billete de bus sirven— junto un boli a medio masticar para tomar
rápidas notas. Porque estamos en que tenía que desentrañar el
misterio de las iniciales —XXX—, así que me busqué bien la
vida. A base de bien. Directo como la bendición de un francotirador
en forma de proyectil de cabeza hueca. No obstante, no esperes que
detalle en este fajo de papeles que, con algo de suerte habrán
llegado a tus manos tras visitar el retrete de una gasolinera de
cualquiera de las carreteras de circunvalación de la capital —ya
decidiré cuál— uno por uno todos los pasos que me llevaron ante
aquella fachada cuajada de reformas a trozos. tres frisos por aquí,
otro parche de baldosas rosadas medio metro más allá, y ubicada en
la desembocadura de Marqués de Cubas a la calle Carretas. Si estas
palabras han sobrevivido al olvido encaramadas a la cisterna del
water, a la repugnancia frenando tus manos curiosas, o tal vez a que
no entiendas mis garabatos y el aburrimiento te derrote antes de
acabar el primer párrafo, verás que para mí la escritura es una
ruleta rusa. Y el que lo sepa lo sabrá todo. Mas
no del todo. Sigo:
Habían
camuflado la recepción como una librería, mesas de novedades y
expositores de agendas para el nuevo año que tanto recordaban a una
papelería de barrio, pero en la que, por lo demás, ni me fijé.
Estaba demasiado ocupado con la chica que atendía, quien llegó a
repetirme seis veces que los cursos habían empezado a mediados de
octubre, que era tarde ya... Yo fui la diligencia personificada,
representando mi papel de Atolondrado Insistente, ya que era
innegable que con esos precios no podían estar cubiertas ni la mitad
de las plazas —aunque esto no lo dije—, así que media hora más
tarde el encargado, o lo que fuera que en términos jerárquicos
denotara ese bigote tirando a mostacho que se derramaba a cada frase
fuera mi estricto campo de visión, me estaba mostrando varios
diagramas de horarios, tratando con toda su alma y buena fe de
resolverme la situación de la manera más satisfactoria. Total, un
recargo de 30 euros: ahí es nada la cifra, tan bíblica ella, que
pagué de más por mi primer encuentro con el Hombre de las Iniciales
(el monto total, créeme, no quieres ni conocerlo.) Describiré, para
empezar, cómo los tubos fluorescentes del techo disimulados sobre
las losetas de plástico beige le concedían a la atmósfera del
pequeño aula una densa calidez que el hecho de que sólo hubiera una
decena mal contada de alumnos en su interior no hacía sino acentuar:
Mejor
para mí. El hombre me saludó con efusión tirando a moderada y tras
un par de banalidades se llevó la mano al bolsillo interior de la
chaqueta para desarrugar el chisquero de un paquete de Fortuna light
y se dispuso a sondear mi conciencia con un “No te importará que
fume...” que fue recibido por mi parte con encogimiento de hombros
y la sonrisa desubicada que con los años he aprendí a desarrollar
por mera necesidad evolutiva, igual que la membrana interdigital o el
cartílago de la laringe, ante la fútil ferocidad de los ramalazos
de desobediencia cívica que me encuentro día sí, día también,
con mi oficio desde que entró en vigor la normativa antitabaco y
bien, se jodan; la mitad de ellos nunca serán capaces de leer una
frase como esta sin asfixiarse:
Respecto
a mis compañeros, diré que enseguida supe apreciar que el Hombre de
las Iniciales había aprendido bien el truco de atar corto a las
audiencias reducidas. Un recital de poesía de este hombre sería la
leche, me dije, mientras un efluvio entre la admiración y la
veneración, más viscoso que el humo de cualquier cigarrillo,
entraba en mis fosas nasales por la dirección sudeste. Su fuente
principal era una chica sentada a mi izquierda más alejada: vestido
corto y ceñido de lana y medias de lycra hasta la altura del medio
muslo, corte de pelo a capas que no lograban, ni con todas las
fuerzas combinadas, las evidentes carencias de una carilla miope y
son mentón. A sus, aproximadamente y a ojo, veintibastantes años
era con diferencia la más joven del grupo. También la notas: le
faltó tiempo para declarar que había leído por fin no sé qué
antología de Lowell y hacer hincapié en que lo último de la
Nothomb —por lo que se ve, aquí había reincidencia— le había
parecido un bestseller tontipogre de lo peor. Aplauso. Su nombre es
el único de todos los presentes que deliberadamente quise olvidar:
Antes de añadir nada, un flash
back. ¿Sabes? Me siento cómodo escribiendo esto y me siento cómodo
imaginándote leyéndolo. Es por ello que te revelaré esto más
—aunque perdóname si los nombres y los hechos salen pelín
alterados de la cocina de mi paranoia—: por lo que había podido
averiguar, la apoteosis y muerte de Buddha Boy llegó con el reparto
de unas becas de investigación de la Universidad de Salamanca... Y
lo sé, suena cutre. Sin muertes ni orgías funestas ni tiroteos
guillermotellianos —con la subsiguiente huida a Sudamérica por un
lustro— ni flemas sangrientas en un deshecho jergón del más
rancio arrabal parisino. A nadie le cortaron la pierna a la altura de
una rodilla comida por la metástasis. No hubo gritos. Sólo el
Hombre de las Iniciales redactando otro definitivo tocho biográfico
sobre Azorín que le abrió las puertas de varias editoriales y puso
también la ocasión para colar una novela, ligerita a todas luces
—es decir: escrita en las pausas del café a lo largo de dos años
de maratonianas y coléricas jornadas transcurridas a la sombra de
los nichos de la Biblioteca Nacional— entre la lista de los
bendecidos por el Premio Mataró, edición de 1995. Y vaya por
delante que tengo entendida a Mataró como una ciudad agraciada —a
juzgar por lo que una vez vi desde el tren— que, al igual que
Jesucristo, debe de vivir pensando que no es culpable de ni una sola
de todas las gilipolleces que se perpetran en su nombre. No es ese
el problema, te diré: me las he visto con casos peores y novelas aún
más chuscas que esas “Seis noches de Maite Zostiaga”. Pero no
puedo dejar de preguntarme quién fue el cenutrio que recomendó a su
autor que mutilara la dulce, irritada prosodia que emanaba de la
firma de Buddha Boy para reemplazarla por locuciones de un tercio de
su extensión natural —¡pobres niñas!— y darle el absoluto
protagonismo a los apósitos embadurnados de pus que ese lisiado clon
de Hemingway que todo escritor medio competente lleva dentro deja
como recado en la página a la mínima que le damos ocasión:
(Por
cierto: he alterado el título, sí. Pero aseguro que el original es
tan explícito y además repelente como el que ofrezco y no vale la
pena extenderse ni una sola línea de sobra acerca de este asunto.)
No
obstante, lo principal de relato es que, llegado a este punto, tenía
que buscar la ocasión para rematar el trabajo, así que tocó seguir
asistiendo a ese cursillo durante una quincena de tardes. Total, el
dinero no era un problema: me exigieron cobro por adelantado. Sí lo
fueron, en cambio, los ejercicios sobre descripciones que me vi
obligado a redactar, leer y corregir en voz alta con el grupo. La
autocrítica pudo servir para las células del Partido Comunista en
la Francia de los años cincuenta, pero en mi caso aquello se regía
por una violencia innecesaria y el Hombre de las Iniciales no tardó
en sospechar. Pongamos que había que hablar de una habitación
vacía, un coche o, sencillamente, una manzana. Como buen discípulo
superficial de M. Foucault, yo procedía a desarrollar las sombras en
la esquina de cada mueble, la culpa entre los despojos de los
habitantes fugitivos; a hacer explotar el depósito de gasolina en un
bosque nevado y nocturno para borrar la evidencia de un crimen tan
atroz que bastaba con sugerirlo; y a recrear el edén derrengado a
través de la épica desubstanciación de la pulpa en los minutos
previos a que llegue el camión de la basura. No recibí ningún
aplauso por ello, sino diecinueve recomendaciones —las conservo por
ahí apuntadas— para encarrilar la debacle (sic) que propiciaba mi
prosa y que venían a coincidir, sobre todo, en el no uso de las
conjunciones del tipo ‘mas’ ni las palabras con un número de
sílabas superior a cuatro. “Piensa en tus lectores”, concluyó,
sumario, el Hombre de los Iniciales. Le miré y logré impostarle
algo de rubor a mi rostro —afortunado yo—: mi siguiente paso
estaba más que claro. Y él nos pidió un breve relato. Atención a
esto:
Quería
evaluar
cuánto habíamos progresado. La siguiente clase supuso perder casi
dos horas de mi vida refocilándome en las miserias de cinco párrafos
que cada uno de mis compañeros asestó en mi gastado cerebro
muertito de puto y duro aburrimiento. Constaté que la joven del
vestido se veía en dificultades para separar la ficción de las
neurosis felinescas gracias a un relato sobre un gato y un
adolescente a medio caballo entre el tumultuoso erotismo de
Cordwainer Smith y el blog de Espido Freire, con el que además
desafiaba las más evidentes condiciones de lo zoofílico factible.
El resto apestaba por igual a recién leído en suplemento cultural:
cuarentones llegado tarde a los más decisivos partidos de fútbol,
marujas metamorfoseadas en detectives para resolver el crimen de la
frutería de su calle, o adolescentes de barriadas
marginales® con
forzadas ínfulas que lloriqueaban acodados al balcón como en un mal
poema romántico. El relato que yo traje, por si tienes curiosidad,
empezaba así:
“Le
hemos entendido del todo, de eso no tendrá que cuidarse ya el
maestro Gepetto, porque el Comisario me ha permitido que le leyera
nuestras anotaciones y así ha podido comprobar con sus propios oídos
que la versión de su relato que constará en las actas hace
verdadero hincapié en su teoría de que, según la química astral
de Pirelli, hay 29 ciclos de lunación que propician muy diversas
conjunciones y todo vino a cuenta de que él tuvo la mala idea de
ponerse manos a la obra precisamente durante la peor de todas ellas
en concreto aquella noche; a así sucedió que Marte, Saturno y ese
cuerpo extraño que los del su Gremio, dieron en llamar Hercolubus
—pero que, con total franqueza, a nosotros los Alguaciles nos
parece más bien un accidente con una mota de grasa en la lente— se
hicieran visibles como un magma azul al filtrarse por la penumbra
recocida de su taller y rebotar en el pote que utiliza en la mezcla
de los pigmentos.”
Soy bueno leyendo las caras,
creo, y podría decir que la del Hombre de las Iniciales arrojaba una
cálida lejanía reconocible sobre aquel texto mientras su aláteres
lo acariciaban con un vigoroso rumor de machetazos desde toda su
mediocridad y buena fe. Perfecto. Acabó la clase y antes de cruzar
la puerta aún tuve tiempo de ver por el rabillo del ojo cómo él
amagaba un vago gesto para retenerme. No sabía bien ni por qué lo
hacía. “Aún era pronto”, me dije. “Dale un par de días más”.
Pero caí también en preguntarme si la chica de la recepción me
recordaría. No parecía especialmente perspicaz, sin embargo la
sonrisa que me dedicaba cada tarde —al despedirme de esa manera en
la que sólo alguien cómo yo es capaz—, sin acabar de resultar
gran cosa, la podríamos considerar incluso bonita. Suficiente como
souvenir, si tienes en cuenta que me encontraba en la situación
exacta de no volver a verla ya. Así fue como decidí acelerar las
cosa, después de todo; y lo veo claro sólo porque me he sentado a
escribirlo. No es curioso, no:
Es
lo que hay. El truco para hacerte invisible está en convertirte en
lo último que la gente espera ver allá dónde mire. Teniendo muy
claro esto tan simple, fue fácil la persecución del Hombre de las
Iniciales. Descuida, no enumeraré cada paso que dio a lo largo de
aquella tarde y aquella noche hasta que me aventuré a abordarle a la
puerta del edificio de Telefónica de la Gran Vía. Allí se estaba
despidiendo de una mujer digamos de madura
elegancia —léase
falda de tubo y chaqueta a juego con blusa abierta hasta sólo un
botón por encima de la escala Richter, algo así— con quien
acababa de cenar y a la que no logré poner nombre. ¿Su agente o una
lectora agradecida? Da igual. Las últimas briznas de un coqueteo
glacial se desvanecieron en cuanto llamó a un taxi y el Hombre de
las Iniciales encendió un cigarro calle arriba. No había terminado
de trastear con el mechero cuando aparecí —emergí, irrumpí, me
planté, materialicé— frente a él:
Lucí la atolondrada sonrisa de
un feliz encuentro casual. Él sólo se permitió trazar una fina
bóveda perfectamente depilada con sus cejas. Ni se molestó en
disimular apenas la prisa tras los “qué tal”, “¿a estas
horas?”, “trabajas o algo por aquí” con los que me recibió,
perfectas salpicaduras de nada con las que despacharme. Entonces su
rostro cambió. Acababa de meter la mano en el bolsillo para devolver
el mechero a su lugar. La sorpresa de encontrar en el bolsillo algo
que no hacía ni veinte segundos no estaba allí le hizo hasta
ignorarme. Magnífico. Incluso tú debes de estar preguntándote cómo
me la apañé para colocarlo ahí aquel pequeño rectángulo de papel
azul que correspondía a la portadilla interior del número 15 de
Bantú!, una joyita editada en Barcelona, celebre en su época por el
rigor postal que a rajatabla imponía su director para el reparto y
recién sacrificado desde mi propia colección sólo porque era
precisamente el que contenía el último y más largo relato de
Buddha Boy. Seis páginas a doble columna y sin ilustraciones. Puro y
duro texto. Puro adiós:
Sustituí mi sonrisa por un
leve guiño y una tos falsa cuando volvió a mirarme. Tardó unos
instantes aún en comprender. Era fascinante aquel hombre. Llegaba
tarde incluso al propio clímax de la historia que le había tocado
protagonizar. “¿Qué quieres?” Pretendía sonar a desafío,
claro. Lo que ocurría era que la perplejidad le rebosaba por cada
por de la inflexión tonal, si una imagen como esa es posible de
concebir —y de serlo, convendrás conmigo en que realmente esto sí
que merece un aplauso—, así que no tuve mayor dificultad para
arrastrarle hacia una de las cafeterías de Callao. Imagínate.
Sillas y mesas de madera de nogal, verdes y amarillos apagados,
metales envejecidos de serie: con tan poco el mobiliario lograba
adjudicarse todo el encanto negocolonial de una franquicia. Ah, creo
que es el turno en el relato para mi réplica, ¿no? Sí:
Ahí llegaba mi mejor mohín
—perfecto y cáustico como el de una colegiala— mientras ponía
las manos sobre la mesa, palmas hacia arriba. Esto fue. “Sabes
quién soy. O al menos lo sospechas. Has oído hablar de mi trabajo:
una baba subterránea, un ectoplasma de rumores como en los mejores
cuentos de Lovecraft que os llega de repente como una atmósfera
viciada de grisú o un cáncer”. La boca se le abrió al Hombre de
las Iniciales en algo próximo a una carcajada, pero se la cerré con
la siguiente frase. “Yo soy la justicia”. Habrás apreciado que
los diálogos no son mi fuerte. Él miró pro el rabillo del ojo,
como para tranquilizarse con la presencia de los otros clientes de la
cafetería —cuatro o seis— y se reclinó contra su asiento.
Comenzó la pregunta por el que creía que era mi nombre —el que
había dado en sus clases—, así trataba de darle empaque al
desafío: “¿De qué coño me hablas?” Y fui y se lo conté:
Aunque no conviene dejarlo todo
a la imaginación del lector, de esto soy consciente: en el peor de
los casos, pensarás que no sé resolver el clímax de mi historia o
que faltan páginas; en el contrario, te dará por añadir trazos,
líneas, frases... lo que viene siendo propiamente una lectura. Por
desgracia, no me queda más remedio que acogerme a la elipsis:
Es que mi modus operandi no
puede estar al alcance de cualquiera —¿o acaso es honestamente, no
me acuerdo de lo que dije exactamente para que se le quedara el
rostro del pálido color del tedio y el terror? Elige tu propia
aventura, amigo. Esta historia acabó así:
Al
primer copo no le prestó la menor atención: un vago rescoldo
fugitivo que voló desde el cenicero hasta posarse como una escama de
caspa en la solapa de su oscura chaqueta. Ahí se deshizo, sólo para
dar pie a un ‘in crescendo‘ de minúsculas gotas de agua a la
misma temperatura, exactamente, que las capas más superficiales de
la piel. Por eso mismo seguía hablando y hablando, creyéndose a
salvo tras la cortina de humillo blanco —el tabaco es tu espada—
que había conjurado a su alrededor. Sin tener ni pajolera idea de lo
que le estaba ocurriendo. Me largaba sobre las poses, los celos, los
quién–te–has–creído–chaval, la Total Destrucción de la
Mente en una prosodia entresacada de una lectura superficial de las
últimas novelas de Bernhard o Beckett o Benet: las tres B’s. Me
repantigué de mala forma en mi silla y dejé colgando un brazo por
encima del respaldo. Que siguiera, que siguiera. Podía formarme en
la mente —espero que tú también, lector— la imagen de sus
alvéolos retorciéndose en un formato helicoidal según el aire se
les iba escapando, arrastrado por las palabras y palabras y más
palabras y palabras hasta el momento en el que, si más, chasqueé
los dedos y toda cháchara cesó. Quedó estupefacto.
Me gusta este adjetivo y por eso le doy un uso recurrente y a pesar
de que ahora, según escribo, no recuerdo su precisa etimología, me
tendrás que reconocer que ahora viene muy a cuento: el Hombre de las
Iniciales estaba estupefacto. Sin motivo, sin saber por qué, sin
razón objetivamente válida, a su lengua no le daba la real gana de
seguir dejando salir todas aquellas sandeces. He aquí la gracia de
la hipnosis:
Tuve que aguardar un poquito en
cualquier caso, a lo sumo no más de uno o dos minutos, antes de
poner las manos sobre la tabla para amortiguar el golpe de su frente
al desplomarse entero como un guiñol dormido. Luego le erguí con un
empujón y un par de frases mágicas, tú sabes. Quedó con la
espalda tiesa como una Barbie al volante de su Ferrari de plástico.
Los ojos aún los tenía abiertos, sin mirada alguna. A estas
alturas ya estaba completamente empapado. Recogí el pedazo de papel
fotocopiado, olvidado casi ya encima de la mesa, y me lo guardé en
el bolsillo trasero del pantalón; me marché sin pagar: llámame
desalmado, si quieres. Llámame Mr. Ripley, llámame Makoki... O,
bueno, mejor no me llames nada.
Al Hombre de las Iniciales no
volví a verle hasta casi un año después, descontando una foto en
el ABC de la entrega del Premio Planeta en la que figuraba con una
afectada expresión de extra de película de Hollywood en una de las
mesas de los invitados, sentado entre alguien que podríamos decir
que era Andrés. Neumann y alguien a quien podríamos haber llamado
Rafa Reig. Fumaba y mostraba el perfil malo y la mayor parte del
cogote al objetivo de la cámara. Para entonces, yo ya había acabado
la primera serie de artículos resucitando a Buddha Boy. Un par de
revistas universitaria, plus una generosa mención en un editorial de
Quimera que llamaron la atención de sendas editoriales de Lavapiés
y Cerdanyola. Cartas y cheques fueron llegando con cuentagotas a mi
apartado postal, pero qué te voy a contar a ti: nadie es ajeno al
coñazo de la rutina de la espera. Vamos mejor a lo último, después
de que perpetrara la supuesta fotocopia de una esquela para darle un
nombre de lo más común y un final digno a Buddha Boy. El primero,
con su relumbrón biografico en la contraportada, salió solo. Al
segundo incluso le acoplaron un prólogo de Joaquín Reyes. Y la
siguiente coda:
El
verídico y álgido culmen de este nudo que tal vez sigas leyendo en
esta taquilla del water de la gasolinera que habrás llegado a
conocer tan bien, con su firmas groseras y los números de teléfono
de ex novias infieles, llegó con la siguiente Feria del Libro de
Madrid. Es decir, confrontación. Yo la busqué: el Hombre de las
Iniciales firmaba otro estupendo tocho de esos sobre los que los
jóvenes aspirantes bullangueros malmeten asegurando que nadie con
dos dedos frentes consentiría en leerlos de no mediar una inversión
de marketing de por lo menos cuatro quilos. Comprenderás que me
sienta benévolo para sumarme a la pose. Como es de rigor, empecé
respetando la cola, pero pronto —séis minutos y trece segundos más
tarde— cambié de idea y me acerqué al mostrador en diagonal como
curioseando entre el largo resto de volúmenes. Atraído por una
portada conocida, en realidad. Sí. Efectivamente. Azulgualda y
tipográficamente mortecina: “Los derrengados cuentos de Buddha
Boy”. A no más de dos pilas de su estilográfica de nuestro –a
estas alturas, espero— buen amigo. Sé que dedicó una mirada fugaz
e inconsciente al bulto que representaba en el rabillo de su ojo. No
me reconoció. “Bien”, me dije. “Así es la magia”. Y me di
la vuelta, renunciando definitivamente a conseguir su garabato en las
páginas de una cortesía cortesía que, en cualquier caso, no
compartirían ni
de coña el recio
encanto de lo póstumo en impreso. Vale.
(¿O
no lo crees acaso tú igual, que sostienes entre tus manos mi
ridícula conjetura de testamento, en hojas malgrapadas, cuasi
ilegibles? Porque en ese caso, ahora, entonces, dedícate a tirar de
la cadena para poder seguir viviendo.)
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