domingo, 25 de noviembre de 2012

¿QUÉ HACER CON CHICO BUDDHA?

Sabía bien que Buddha Boy dejó de escribir hacía ya la tira de años atrás, allá por el 87, y que desde entonces él, junto a sus palabras y junto a aquella recia envoltura de chillona lana fucsia que todos, después de leerle, imaginaban besándole el cuerpo y apropiándose como una esponja de todo el pestazo a tabaco y grifa que le saliera al paso, se habían desvanecido, igual que un guiño de ramera triste, de los revisteros de los bares de Huertas, todavía gloriosos en la época en la que los últimos conciertos de jazz libre pisoteaban con sus ecos espídicos una muerte hueca de puro amanecer.

Es por ello que al principio no albergué muchas esperanzas de resolver el encargo, pese a lo cual lo afronté sin concederme una milésima para la duda y en menos de media semana me había pateado las estanterías de todos los coleccionistas que guardaba en la agenda, en su mayor parte alumnos de Bellas Artes que malgastaban en volúmenes de fotocopias, con las grapas ya enmohecidas y el papel quebradizo, lo poco que lograban arañarles a sus becas —más el plus de los sobresueldos que se sacaran colaborando en revistas de interiorismo o rotulando bocadillos para las ediciones españolas de la Marvel. Dicho sea de paso, esos chavales lo pillan todo. Sin el mínimo criterio saltan de Baco, a Unrasobona, atajando por Opal, El Fantasma e incluso a los póstumos e imperdonables números de La Luna de Madrid, mientras decenas de portadas de El Víbora arrasadas por Ivá, Rabo o Corominas les contemplan con sus bordes mellados desde el bozal de las bolsitas antiácido.
Pienso que alguien con más tiempo libre que yo se hubiera entretenido en tacharle excusas godardnianas (véase el Ricardo III) a tanto fervor de compulso onanismo acumulador. Pero, puesto en mis zapatos,lo único que contaba era tomar notas lo más rápido posible de los títulos, las firmas, los motes del staff directivo —alguno lo llamaba ya de esta forma en los ochentas últimos y las tres w’s no inventaron nada—; las tipografías imposibles maqueteadas a golpe de Olivetti, tijera, pegamento... Admitiré con esto que, por ahorrarme sandeces y regateos, me llegué a inventar varios estudios de gran calado para una universidad granadina, vestí un carné de documentalista de Televisión Española, o, en casos puntuales, recurrí a las Verdaderas Palabras Mágicas: «Libro/Antología con/ Mondadori/Anagrama/Berenice. En serio.»
Lo inútil de todas estas acciones vino casi como por descontado. Creo que mi parte de culpa estuvo en permitir que el teléfono y el correo electrónico fueran como el olfato y las zarpas de un sabueso famélico sacado de algún mal pastiche holmesiano al que aposté toda la primera mano, para que al final resultara tan rancio e inservible como cualquier otra carroña detectivesca. Para variar. «La ortodoxia», me dije, «se la dejaremos esta vez a los novatos». Con el azar va uno servido, es esta mi lección respecto a cómo se resolvieron mis indagaciones. Lo cual se produjo así, por cierto:
Esto que narro coincidió con los primeros días de octubre y la feria de librerías de viejo que invade el Paseo de Recoletos de Madrid. Miguel y yo nos habíamos citado en Banco de España, pero antes de parapetarnos en la primera cafetería que encontráramos, él me arrastró hacia los puestos. Era ya una costumbre; ver trabajar por una vez a otro con el rito de la aséptica y pedante Moleskine® de papel cuadriculado tampoco dejaba de parecerme una buena forma de pasar el rato. O de poner de los nervios a los libreros que no podían evitar arremolinarse a su alrededor, haciéndose a la vez los desentendidos, recolocando los lomos y despejando las portadas. ¿Arrebatos de dignidad ante los moscardos? Qué cosas. Gracioso si se considera la única y auténtica especialidad de Miguel eran los tebeos, se pone belicosamente enfermo si oye a alguien llamarlos con otro nombre... Si vamos a ello, siempre resultaron la parte más rentable del negocio. A él le bastaba con alargar como al descuido la mano hacia una portada de la edición española de Capitán Marvel o el enésimo ejemplar 223 de Tótem y pagar no más de seis euros y ya había cumplido para rellenar tres tesis doctorales para la Complutense. Pero la razón para que, de propina, aguantara todas aquellas estanterías cargadas de prosodia pos-pos-modernista o refritos loriguesco, según la época del año, más las pertinentes toneladas de papel auto-editado, era, básicamente, que lo consideraba algo divertente en términos mussolinianos. Un añadido. Su puto hobby:
Tengo cosillas por aquí” soltó apenas nos sentamos frente a una cerveza. Con eso arrancó el juego de las cortesías y el hurgar en las bolsas de papel repletas de libros que se apilaban a nuestros pies. Yo le pasé también catorce o quince referencias de los primerizos trabajos de los Prados o los Sáez que había ido encontrándome en mis rastreos en pos de Buddha: niños con los ojos comidos por diminutas mangostas domésticas, o cabezas de perro encajadas en trajes de oficinistas sorprendidos por un fotógrafo de tabloide en mitad de una orgía bondage... Aclaro que Miguel, a pesar de los años, sigue siendo bastante más que un poso nervudo y con bronquitis de lo que fue, así que tampoco debió de encontrar problema en entrar en cualquiera de esos pisos compartidos de Argüelles y servirse al gusto de mis indicaciones: todos en el gremio somos gente de recursos. Además, la información con la que no se puede comerciar no existe.
Como contrapartida, el logotipo de la librería que invadía cada milímetro del papel de envoltorio del paquete que Miguel puso en mis manos. Me sonaba, pero su contenido no terminó de conmoverme gran cosa. Vaya por Dios: más cuadernillos DIN-A4 en sepia mal cosidos y con una onomatopeya por título en furioso trazo Edding de Cuando Los Trogloditas (y sus loquillos) Dominaban La Tierra. Algo mejor, en cualquier caso, que la enésima atribución a una polla de la logoglifística de la rosa del PSOE —presumiblemente jodiendo a la izquierda real— tan vista ente los años post—Movida y pre—Expo92. “Mira, Miguel...”, empecé a decir. Pero él sonrió. No hay mucha gente capaz de interrumpirme con una sonrisa. Aplastó su último cigarrillo contra el cenicero y procedió a ir deshojando el paquete de Fortuna para ir dándole una forma extraña, cada vez más similar a un pez. “Algún día vendrá lo que tengas delante de las narices a arrancarte los cojones de un bocado y no te darás ni cuenta”. ¿Qué puedo decirte de Miguel? Ni con toda la razón del mundo a sus espaldas puede dejar de exagerar como un puto ex mercenario serbio preparando un alunizaje en la calle de Serrano, según nos lo presentan los telediarios matinales. Aun así, bajé los ojos sólo para sentir ya unos incisivos de hielo tanteándome el escroto —y perdón por lo predecible de la sinestesia: no desentona, creo, con el escupitajo estético que suponían las anacrónicas oropéndolas que en cuadraban el diminuto texto que Miguel me estaba señalando. A lo mejor, se me ocurre, necesitas que abra foco para la composición de lugar:
Respira en ese caso. Y lee. Estos viene de otros tiempos, antes de los guiones de Barry Gifford o el descubrimiento del cine de luchadores enmascarados de wrestling mexica. Aquí va una generalización abusiva: a nadie de los que quería estar en la pomada se le hubiera ocurrido salirse ni media pulgada del patrón del caca–culo–pedo–pis y los diablos cojuelos del despertar de resaca. Todos querían ser lo que tres lustros después sería El Profesor Cojonciano y no les importaba que gente como nosotros tuviéramos que dedicarnos a hociquear entonces entre su prosa mierdera imitando a jabalíes tras las trufas... Mas no Buddha Boy:
Él apuntaba maneras. Fue de los que empezó a jugar en otra liga, esto es, trasteaba con las Inquietudes Del Hombre Moderno sin tapujos a través de triquiñuelas feroces que le permitían saltar de las mutilaciones de ganado a la mística teatralidad de aquel disidente del Palmar de Troya que Javier Gurruchaga paseó por varios programas de TVE y del que nadie se acuerda. Lo mismo le daba transcribir en sus relatos una comparación entre las Iluminaciones rimbaldianas y los barquillos de los cornetes de Frigo, que sumar las ilustraciones de la explosión de un meteorito sobre Tunguska en 1908 a las de la —ochenta años después— voladura de Chernobyl degradada a hilo musical para el ascensor. A esto me refiero. De esta forma impedía que nada de él se deslizara entre sus palabras. Entre sus cosas. Porque el asunto lo resumiríamos así: ¿Quién era Buddha Boy? Alguien que no necesitaba dejar rastros. Por eso —se comprenderá— el que mi garganta tuviera que ahogar aquel cloqueo que amenazaba con pasarse por el forro mi habitual pedestal de ataraxia cuando una cierta manera de retorcer los gerundios, más un presente histórico de ritmo entallado a golpe de spanglish sobre un léxico acelerado y a prueba de bombas, junto al propio asunto per se del relato —una coña sobre Esperando a Godot sin diálogos pero con Goofy en el lugar de ausente protagonismo y Mickey y Donald dirimiendo la angustia existencial mientras se dejaban caer una escalera de pintor con voluntad propia el uno sobre el otro, obvio símil de una relación homoerótica que terminaba de explicitar la maliciosa mirada de la narradora: una pequeña tostadora rediviva que nos ponía al tanto al día siguiente del final que no era el final (Homenaje A Beckett, No Lo Perdamos De Vista)— me hicieron deslizarme a toda prisa al pie del párrafo final —el quinto—, donde no, no me aguardaba la previsible firma:
¿Buddha Boy? ¡Qué va! Ni tampoco ninguno de los otros aka’s de sus trabajos primerizos que le había detectado anteriormente. Esta vez eran sólo tres iniciales (y no, ni en broma. No las repetiré en estas páginas. Aunque, si das crédito a tal cosa, te diré que el tiburón de papel plateado que Miguel acababa de modelar, rugió de contento por mí):
Soy consciente de que marcaría algo así como una aberración en el racor que dijera “el resto fue fácil” para hacer elipsis sobre el tumulto de roces, telefonazos a la hora de la cena y azarosas inmersiones en hemerotecas en que consiste en ocasiones mi oficio. Pues hay que saber donde fisgar, y del mismo modo atenerse a las trampas: internet, por ejemplo Siempre Miente, con su densa y aséptica baba de bips, IP’s y cortas y pegas de arañazos de código envolviendo la verdad de las palabras como un condón hecho con goma de neumático y que te hace dar gracias a poder aferrarte a cualquier cacho agonizante de papel —un recibo del cajero, medio billete de bus sirven— junto un boli a medio masticar para tomar rápidas notas. Porque estamos en que tenía que desentrañar el misterio de las iniciales —XXX—, así que me busqué bien la vida. A base de bien. Directo como la bendición de un francotirador en forma de proyectil de cabeza hueca. No obstante, no esperes que detalle en este fajo de papeles que, con algo de suerte habrán llegado a tus manos tras visitar el retrete de una gasolinera de cualquiera de las carreteras de circunvalación de la capital —ya decidiré cuál— uno por uno todos los pasos que me llevaron ante aquella fachada cuajada de reformas a trozos. tres frisos por aquí, otro parche de baldosas rosadas medio metro más allá, y ubicada en la desembocadura de Marqués de Cubas a la calle Carretas. Si estas palabras han sobrevivido al olvido encaramadas a la cisterna del water, a la repugnancia frenando tus manos curiosas, o tal vez a que no entiendas mis garabatos y el aburrimiento te derrote antes de acabar el primer párrafo, verás que para mí la escritura es una ruleta rusa. Y el que lo sepa lo sabrá todo. Mas no del todo. Sigo:
Habían camuflado la recepción como una librería, mesas de novedades y expositores de agendas para el nuevo año que tanto recordaban a una papelería de barrio, pero en la que, por lo demás, ni me fijé. Estaba demasiado ocupado con la chica que atendía, quien llegó a repetirme seis veces que los cursos habían empezado a mediados de octubre, que era tarde ya... Yo fui la diligencia personificada, representando mi papel de Atolondrado Insistente, ya que era innegable que con esos precios no podían estar cubiertas ni la mitad de las plazas —aunque esto no lo dije—, así que media hora más tarde el encargado, o lo que fuera que en términos jerárquicos denotara ese bigote tirando a mostacho que se derramaba a cada frase fuera mi estricto campo de visión, me estaba mostrando varios diagramas de horarios, tratando con toda su alma y buena fe de resolverme la situación de la manera más satisfactoria. Total, un recargo de 30 euros: ahí es nada la cifra, tan bíblica ella, que pagué de más por mi primer encuentro con el Hombre de las Iniciales (el monto total, créeme, no quieres ni conocerlo.) Describiré, para empezar, cómo los tubos fluorescentes del techo disimulados sobre las losetas de plástico beige le concedían a la atmósfera del pequeño aula una densa calidez que el hecho de que sólo hubiera una decena mal contada de alumnos en su interior no hacía sino acentuar:
Mejor para mí. El hombre me saludó con efusión tirando a moderada y tras un par de banalidades se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta para desarrugar el chisquero de un paquete de Fortuna light y se dispuso a sondear mi conciencia con un “No te importará que fume...” que fue recibido por mi parte con encogimiento de hombros y la sonrisa desubicada que con los años he aprendí a desarrollar por mera necesidad evolutiva, igual que la membrana interdigital o el cartílago de la laringe, ante la fútil ferocidad de los ramalazos de desobediencia cívica que me encuentro día sí, día también, con mi oficio desde que entró en vigor la normativa antitabaco y bien, se jodan; la mitad de ellos nunca serán capaces de leer una frase como esta sin asfixiarse:
Respecto a mis compañeros, diré que enseguida supe apreciar que el Hombre de las Iniciales había aprendido bien el truco de atar corto a las audiencias reducidas. Un recital de poesía de este hombre sería la leche, me dije, mientras un efluvio entre la admiración y la veneración, más viscoso que el humo de cualquier cigarrillo, entraba en mis fosas nasales por la dirección sudeste. Su fuente principal era una chica sentada a mi izquierda más alejada: vestido corto y ceñido de lana y medias de lycra hasta la altura del medio muslo, corte de pelo a capas que no lograban, ni con todas las fuerzas combinadas, las evidentes carencias de una carilla miope y son mentón. A sus, aproximadamente y a ojo, veintibastantes años era con diferencia la más joven del grupo. También la notas: le faltó tiempo para declarar que había leído por fin no sé qué antología de Lowell y hacer hincapié en que lo último de la Nothomb —por lo que se ve, aquí había reincidencia— le había parecido un bestseller tontipogre de lo peor. Aplauso. Su nombre es el único de todos los presentes que deliberadamente quise olvidar:
Antes de añadir nada, un flash back. ¿Sabes? Me siento cómodo escribiendo esto y me siento cómodo imaginándote leyéndolo. Es por ello que te revelaré esto más —aunque perdóname si los nombres y los hechos salen pelín alterados de la cocina de mi paranoia—: por lo que había podido averiguar, la apoteosis y muerte de Buddha Boy llegó con el reparto de unas becas de investigación de la Universidad de Salamanca... Y lo sé, suena cutre. Sin muertes ni orgías funestas ni tiroteos guillermotellianos —con la subsiguiente huida a Sudamérica por un lustro— ni flemas sangrientas en un deshecho jergón del más rancio arrabal parisino. A nadie le cortaron la pierna a la altura de una rodilla comida por la metástasis. No hubo gritos. Sólo el Hombre de las Iniciales redactando otro definitivo tocho biográfico sobre Azorín que le abrió las puertas de varias editoriales y puso también la ocasión para colar una novela, ligerita a todas luces —es decir: escrita en las pausas del café a lo largo de dos años de maratonianas y coléricas jornadas transcurridas a la sombra de los nichos de la Biblioteca Nacional— entre la lista de los bendecidos por el Premio Mataró, edición de 1995. Y vaya por delante que tengo entendida a Mataró como una ciudad agraciada —a juzgar por lo que una vez vi desde el tren— que, al igual que Jesucristo, debe de vivir pensando que no es culpable de ni una sola de todas las gilipolleces que se perpetran en su nombre. No es ese el problema, te diré: me las he visto con casos peores y novelas aún más chuscas que esas “Seis noches de Maite Zostiaga”. Pero no puedo dejar de preguntarme quién fue el cenutrio que recomendó a su autor que mutilara la dulce, irritada prosodia que emanaba de la firma de Buddha Boy para reemplazarla por locuciones de un tercio de su extensión natural —¡pobres niñas!— y darle el absoluto protagonismo a los apósitos embadurnados de pus que ese lisiado clon de Hemingway que todo escritor medio competente lleva dentro deja como recado en la página a la mínima que le damos ocasión:
(Por cierto: he alterado el título, sí. Pero aseguro que el original es tan explícito y además repelente como el que ofrezco y no vale la pena extenderse ni una sola línea de sobra acerca de este asunto.)
No obstante, lo principal de relato es que, llegado a este punto, tenía que buscar la ocasión para rematar el trabajo, así que tocó seguir asistiendo a ese cursillo durante una quincena de tardes. Total, el dinero no era un problema: me exigieron cobro por adelantado. Sí lo fueron, en cambio, los ejercicios sobre descripciones que me vi obligado a redactar, leer y corregir en voz alta con el grupo. La autocrítica pudo servir para las células del Partido Comunista en la Francia de los años cincuenta, pero en mi caso aquello se regía por una violencia innecesaria y el Hombre de las Iniciales no tardó en sospechar. Pongamos que había que hablar de una habitación vacía, un coche o, sencillamente, una manzana. Como buen discípulo superficial de M. Foucault, yo procedía a desarrollar las sombras en la esquina de cada mueble, la culpa entre los despojos de los habitantes fugitivos; a hacer explotar el depósito de gasolina en un bosque nevado y nocturno para borrar la evidencia de un crimen tan atroz que bastaba con sugerirlo; y a recrear el edén derrengado a través de la épica desubstanciación de la pulpa en los minutos previos a que llegue el camión de la basura. No recibí ningún aplauso por ello, sino diecinueve recomendaciones —las conservo por ahí apuntadas— para encarrilar la debacle (sic) que propiciaba mi prosa y que venían a coincidir, sobre todo, en el no uso de las conjunciones del tipo ‘mas’ ni las palabras con un número de sílabas superior a cuatro. “Piensa en tus lectores”, concluyó, sumario, el Hombre de los Iniciales. Le miré y logré impostarle algo de rubor a mi rostro —afortunado yo—: mi siguiente paso estaba más que claro. Y él nos pidió un breve relato. Atención a esto:
Quería evaluar cuánto habíamos progresado. La siguiente clase supuso perder casi dos horas de mi vida refocilándome en las miserias de cinco párrafos que cada uno de mis compañeros asestó en mi gastado cerebro muertito de puto y duro aburrimiento. Constaté que la joven del vestido se veía en dificultades para separar la ficción de las neurosis felinescas gracias a un relato sobre un gato y un adolescente a medio caballo entre el tumultuoso erotismo de Cordwainer Smith y el blog de Espido Freire, con el que además desafiaba las más evidentes condiciones de lo zoofílico factible. El resto apestaba por igual a recién leído en suplemento cultural: cuarentones llegado tarde a los más decisivos partidos de fútbol, marujas metamorfoseadas en detectives para resolver el crimen de la frutería de su calle, o adolescentes de barriadas marginales® con forzadas ínfulas que lloriqueaban acodados al balcón como en un mal poema romántico. El relato que yo traje, por si tienes curiosidad, empezaba así:
Le hemos entendido del todo, de eso no tendrá que cuidarse ya el maestro Gepetto, porque el Comisario me ha permitido que le leyera nuestras anotaciones y así ha podido comprobar con sus propios oídos que la versión de su relato que constará en las actas hace verdadero hincapié en su teoría de que, según la química astral de Pirelli, hay 29 ciclos de lunación que propician muy diversas conjunciones y todo vino a cuenta de que él tuvo la mala idea de ponerse manos a la obra precisamente durante la peor de todas ellas en concreto aquella noche; a así sucedió que Marte, Saturno y ese cuerpo extraño que los del su Gremio, dieron en llamar Hercolubus —pero que, con total franqueza, a nosotros los Alguaciles nos parece más bien un accidente con una mota de grasa en la lente— se hicieran visibles como un magma azul al filtrarse por la penumbra recocida de su taller y rebotar en el pote que utiliza en la mezcla de los pigmentos.”
Soy bueno leyendo las caras, creo, y podría decir que la del Hombre de las Iniciales arrojaba una cálida lejanía reconocible sobre aquel texto mientras su aláteres lo acariciaban con un vigoroso rumor de machetazos desde toda su mediocridad y buena fe. Perfecto. Acabó la clase y antes de cruzar la puerta aún tuve tiempo de ver por el rabillo del ojo cómo él amagaba un vago gesto para retenerme. No sabía bien ni por qué lo hacía. “Aún era pronto”, me dije. “Dale un par de días más”. Pero caí también en preguntarme si la chica de la recepción me recordaría. No parecía especialmente perspicaz, sin embargo la sonrisa que me dedicaba cada tarde —al despedirme de esa manera en la que sólo alguien cómo yo es capaz—, sin acabar de resultar gran cosa, la podríamos considerar incluso bonita. Suficiente como souvenir, si tienes en cuenta que me encontraba en la situación exacta de no volver a verla ya. Así fue como decidí acelerar las cosa, después de todo; y lo veo claro sólo porque me he sentado a escribirlo. No es curioso, no:
Es lo que hay. El truco para hacerte invisible está en convertirte en lo último que la gente espera ver allá dónde mire. Teniendo muy claro esto tan simple, fue fácil la persecución del Hombre de las Iniciales. Descuida, no enumeraré cada paso que dio a lo largo de aquella tarde y aquella noche hasta que me aventuré a abordarle a la puerta del edificio de Telefónica de la Gran Vía. Allí se estaba despidiendo de una mujer digamos de madura elegancia —léase falda de tubo y chaqueta a juego con blusa abierta hasta sólo un botón por encima de la escala Richter, algo así— con quien acababa de cenar y a la que no logré poner nombre. ¿Su agente o una lectora agradecida? Da igual. Las últimas briznas de un coqueteo glacial se desvanecieron en cuanto llamó a un taxi y el Hombre de las Iniciales encendió un cigarro calle arriba. No había terminado de trastear con el mechero cuando aparecí —emergí, irrumpí, me planté, materialicé— frente a él:
Lucí la atolondrada sonrisa de un feliz encuentro casual. Él sólo se permitió trazar una fina bóveda perfectamente depilada con sus cejas. Ni se molestó en disimular apenas la prisa tras los “qué tal”, “¿a estas horas?”, “trabajas o algo por aquí” con los que me recibió, perfectas salpicaduras de nada con las que despacharme. Entonces su rostro cambió. Acababa de meter la mano en el bolsillo para devolver el mechero a su lugar. La sorpresa de encontrar en el bolsillo algo que no hacía ni veinte segundos no estaba allí le hizo hasta ignorarme. Magnífico. Incluso tú debes de estar preguntándote cómo me la apañé para colocarlo ahí aquel pequeño rectángulo de papel azul que correspondía a la portadilla interior del número 15 de Bantú!, una joyita editada en Barcelona, celebre en su época por el rigor postal que a rajatabla imponía su director para el reparto y recién sacrificado desde mi propia colección sólo porque era precisamente el que contenía el último y más largo relato de Buddha Boy. Seis páginas a doble columna y sin ilustraciones. Puro y duro texto. Puro adiós:
Sustituí mi sonrisa por un leve guiño y una tos falsa cuando volvió a mirarme. Tardó unos instantes aún en comprender. Era fascinante aquel hombre. Llegaba tarde incluso al propio clímax de la historia que le había tocado protagonizar. “¿Qué quieres?” Pretendía sonar a desafío, claro. Lo que ocurría era que la perplejidad le rebosaba por cada por de la inflexión tonal, si una imagen como esa es posible de concebir —y de serlo, convendrás conmigo en que realmente esto sí que merece un aplauso—, así que no tuve mayor dificultad para arrastrarle hacia una de las cafeterías de Callao. Imagínate. Sillas y mesas de madera de nogal, verdes y amarillos apagados, metales envejecidos de serie: con tan poco el mobiliario lograba adjudicarse todo el encanto negocolonial de una franquicia. Ah, creo que es el turno en el relato para mi réplica, ¿no? Sí:
Ahí llegaba mi mejor mohín —perfecto y cáustico como el de una colegiala— mientras ponía las manos sobre la mesa, palmas hacia arriba. Esto fue. “Sabes quién soy. O al menos lo sospechas. Has oído hablar de mi trabajo: una baba subterránea, un ectoplasma de rumores como en los mejores cuentos de Lovecraft que os llega de repente como una atmósfera viciada de grisú o un cáncer”. La boca se le abrió al Hombre de las Iniciales en algo próximo a una carcajada, pero se la cerré con la siguiente frase. “Yo soy la justicia”. Habrás apreciado que los diálogos no son mi fuerte. Él miró pro el rabillo del ojo, como para tranquilizarse con la presencia de los otros clientes de la cafetería —cuatro o seis— y se reclinó contra su asiento. Comenzó la pregunta por el que creía que era mi nombre —el que había dado en sus clases—, así trataba de darle empaque al desafío: “¿De qué coño me hablas?” Y fui y se lo conté:
Aunque no conviene dejarlo todo a la imaginación del lector, de esto soy consciente: en el peor de los casos, pensarás que no sé resolver el clímax de mi historia o que faltan páginas; en el contrario, te dará por añadir trazos, líneas, frases... lo que viene siendo propiamente una lectura. Por desgracia, no me queda más remedio que acogerme a la elipsis:
Es que mi modus operandi no puede estar al alcance de cualquiera —¿o acaso es honestamente, no me acuerdo de lo que dije exactamente para que se le quedara el rostro del pálido color del tedio y el terror? Elige tu propia aventura, amigo. Esta historia acabó así:
Al primer copo no le prestó la menor atención: un vago rescoldo fugitivo que voló desde el cenicero hasta posarse como una escama de caspa en la solapa de su oscura chaqueta. Ahí se deshizo, sólo para dar pie a un ‘in crescendo‘ de minúsculas gotas de agua a la misma temperatura, exactamente, que las capas más superficiales de la piel. Por eso mismo seguía hablando y hablando, creyéndose a salvo tras la cortina de humillo blanco —el tabaco es tu espada— que había conjurado a su alrededor. Sin tener ni pajolera idea de lo que le estaba ocurriendo. Me largaba sobre las poses, los celos, los quién–te–has–creído–chaval, la Total Destrucción de la Mente en una prosodia entresacada de una lectura superficial de las últimas novelas de Bernhard o Beckett o Benet: las tres B’s. Me repantigué de mala forma en mi silla y dejé colgando un brazo por encima del respaldo. Que siguiera, que siguiera. Podía formarme en la mente —espero que tú también, lector— la imagen de sus alvéolos retorciéndose en un formato helicoidal según el aire se les iba escapando, arrastrado por las palabras y palabras y más palabras y palabras hasta el momento en el que, si más, chasqueé los dedos y toda cháchara cesó. Quedó estupefacto. Me gusta este adjetivo y por eso le doy un uso recurrente y a pesar de que ahora, según escribo, no recuerdo su precisa etimología, me tendrás que reconocer que ahora viene muy a cuento: el Hombre de las Iniciales estaba estupefacto. Sin motivo, sin saber por qué, sin razón objetivamente válida, a su lengua no le daba la real gana de seguir dejando salir todas aquellas sandeces. He aquí la gracia de la hipnosis:
Tuve que aguardar un poquito en cualquier caso, a lo sumo no más de uno o dos minutos, antes de poner las manos sobre la tabla para amortiguar el golpe de su frente al desplomarse entero como un guiñol dormido. Luego le erguí con un empujón y un par de frases mágicas, tú sabes. Quedó con la espalda tiesa como una Barbie al volante de su Ferrari de plástico. Los ojos aún los tenía abiertos, sin mirada alguna. A estas alturas ya estaba completamente empapado. Recogí el pedazo de papel fotocopiado, olvidado casi ya encima de la mesa, y me lo guardé en el bolsillo trasero del pantalón; me marché sin pagar: llámame desalmado, si quieres. Llámame Mr. Ripley, llámame Makoki... O, bueno, mejor no me llames nada.
Al Hombre de las Iniciales no volví a verle hasta casi un año después, descontando una foto en el ABC de la entrega del Premio Planeta en la que figuraba con una afectada expresión de extra de película de Hollywood en una de las mesas de los invitados, sentado entre alguien que podríamos decir que era Andrés. Neumann y alguien a quien podríamos haber llamado Rafa Reig. Fumaba y mostraba el perfil malo y la mayor parte del cogote al objetivo de la cámara. Para entonces, yo ya había acabado la primera serie de artículos resucitando a Buddha Boy. Un par de revistas universitaria, plus una generosa mención en un editorial de Quimera que llamaron la atención de sendas editoriales de Lavapiés y Cerdanyola. Cartas y cheques fueron llegando con cuentagotas a mi apartado postal, pero qué te voy a contar a ti: nadie es ajeno al coñazo de la rutina de la espera. Vamos mejor a lo último, después de que perpetrara la supuesta fotocopia de una esquela para darle un nombre de lo más común y un final digno a Buddha Boy. El primero, con su relumbrón biografico en la contraportada, salió solo. Al segundo incluso le acoplaron un prólogo de Joaquín Reyes. Y la siguiente coda:
El verídico y álgido culmen de este nudo que tal vez sigas leyendo en esta taquilla del water de la gasolinera que habrás llegado a conocer tan bien, con su firmas groseras y los números de teléfono de ex novias infieles, llegó con la siguiente Feria del Libro de Madrid. Es decir, confrontación. Yo la busqué: el Hombre de las Iniciales firmaba otro estupendo tocho de esos sobre los que los jóvenes aspirantes bullangueros malmeten asegurando que nadie con dos dedos frentes consentiría en leerlos de no mediar una inversión de marketing de por lo menos cuatro quilos. Comprenderás que me sienta benévolo para sumarme a la pose. Como es de rigor, empecé respetando la cola, pero pronto —séis minutos y trece segundos más tarde— cambié de idea y me acerqué al mostrador en diagonal como curioseando entre el largo resto de volúmenes. Atraído por una portada conocida, en realidad. Sí. Efectivamente. Azulgualda y tipográficamente mortecina: “Los derrengados cuentos de Buddha Boy”. A no más de dos pilas de su estilográfica de nuestro –a estas alturas, espero— buen amigo. Sé que dedicó una mirada fugaz e inconsciente al bulto que representaba en el rabillo de su ojo. No me reconoció. “Bien”, me dije. “Así es la magia”. Y me di la vuelta, renunciando definitivamente a conseguir su garabato en las páginas de una cortesía cortesía que, en cualquier caso, no compartirían ni de coña el recio encanto de lo póstumo en impreso. Vale.
(¿O no lo crees acaso tú igual, que sostienes entre tus manos mi ridícula conjetura de testamento, en hojas malgrapadas, cuasi ilegibles? Porque en ese caso, ahora, entonces, dedícate a tirar de la cadena para poder seguir viviendo.)

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