domingo, 21 de octubre de 2012

RAQUEL BUSCA SU SITIO

El empresario es el que crea empleo, así que nos pusimos a cazarles y a rajarles como siglos atrás a los bueyes almizcleros, en busca de la nutritiva esencia del empleo pero nunca dábamos con ella y dejábamos secar sus cuerpos y sus vísceras en los tejados de estaño para que el sol hiciera cuentas con ellos y les encontrara alguna utilidad, siquiera la de oler.

De esta forma, transcurrieron los tres mejores meses de la vida de Raquel: capítulo a capítulo su Amor bregaba entre la muerte de los hombres y la de los empresarios que no necesariamente son hombres, si bien acostumbran estos a copar la cumbre de la enrevesada cadena de alienaciones que sujeta al proletario en este siglo, según explicaba el folleto que te entregaban nada más llegar al centro de reclutamiento del Partido Socialista Obrero Español en la Undécima Legislatura.
La recordaréis: fue más o menos cuando España trasvasó quince mil millones de pesetas al Banco Central Europeo para impedir la debacle del euro y miles de personas salieron ordenadamente a la calle y organizaron sentadas en la Plaza de Oriente, frente al Museo Borbónico, en protesta por las condiciones de ajuste a la excelencia de una única moneda tramposa impuesta por Bruselas a países como Grecia o Letonia, y Felipe González en persona bajó a la calle junto a ellos y, tras escucharles largo rato, se acarició su espesa barba cana y les reveló que, precisamente, la contrapartida del préstamo era la inmediata retirada de todas las sanciones capitalistas a sus víctimas.
En el centro de reclutamiento había fotos de personas que sabías que eran Pablo Iglesias y Carlos Marx, así como de otros que te decían que eran Teodoro Adorno o el difunto vicepresidente Guerra, pero ninguna tenía más objeto que prestarle una cierta estética funcionarial al complejo, que en seguida contrastaba con la de las instalaciones propiamente dichas, donde los cordones de moco y las ventosas transparentes se enroscaban a los cuerpos, ávidas como en las buenas fantasías del señor ministro de Cultura, Alejandro Jodorowski, a quien yo había entrevistado en una ocasión hacía varios años, por lo que puedo certificar que sí, que te obligaba a llamarle estrictamente «señor ministro de Cultura, Alejandro Jodorowski» y a mantenerte en una sola pierna con la mano de la grabadora extendida —cualquiera replicaba a la oscuridad de esos dos metros de tez completamente andina, pero nacionalizada—, hasta que, más tarde o más temprano, perdías el equilibrio y te dabas un trompazo contra una mesilla que te arrebataba algún diente al tiempo que expandía tu conciencia y, de esta forma, podía dar comienzo la conversación en sí.
Raquel, contado de esta forma, era una proyección del personaje retratado en la pantalla por Leonor Watling en una serie de televisión que emitió la Radio Televisión Estatal titulada Raquel busca sus sitio y que versaba acerca de las venturas de una joven guineana llegada a Madrid para probar suerte en la industria editorial y que pronto se embarcaba en un triángulo amoroso entre el novio y principal socio inversor en la empresa de su jefa y un humilde compañero de trabajo con ínfulas de cantautor que follar, lo que se dice follar, no follaba mucho, pero al menos justificaba la inclusión de una mediocre banda sonora que nos importaba mucho menos que la belleza casi pavorosa, por lo imprevista, con la que nos arrojaba al sofá la por entonces aún desconocida intérprete, tan verdadera que todos, hombre y mujeres por igual, nos acabamos encomendando con nuestra entera alma a esa invasión.
Se cumplía el lustro de la muerte de Alfonso Guerra en una carretera de Kososvo, atentado cuyos actores nunca nos quedaron claros, pese a que a punto estuvo de desencadenar una escalada nuclear entre la Unión de Naciones Soviéticas y el cada vez más paranoide Imperio Americano, por lo que tenía una relevancia, llamémosla histéorica por decirlo con palabras del señor ministro de..., bueno, de Alejando a secas a estas alturas, el mismo que decidió que se debía de hacer algo más que poner a media asta las banderas de todo el País Vasco, los siete territorios a lágrima batiente por su hijo predilecto.
Los militantes socialistas no gozamos de privilegio alguno respecto a los demás ciudadanos, aparte del orgullo de sabernos parte de una tradición de compañeros capaces de mantener la inteligencia de las ideas incluso en momentos más aciagos, y salir airoso, como Felipe González negándose a dejar de abrazar el marxismo y a la par, desvincularse de la entones URSS, pese a las voces que en el Congreso de Sitges le alertaron de aquella locura de equilibrio entre dos aguas, por un lado, y recelaban abiertamente de los vigorosos achaques de supuesta testarudez racial norteña, ese momento que Jodorowski, según nos contaría años después, vio como el punto de inflexión en la Hecatombe de los Tiempos (sic) y por eso se despidió de su Lanzarote natal y vino a Madrid, donde González trabajaba ya en pergeñar un nuevo Régimen libre de los últimos estertores del franquismo.
Estertores que no se desvanecieron por completo hasta el 10 de mayo de 1983, cuando nuestro secretario general recibió el balazo de uno de los guardias civiles que asaltaron el Congreso de los Diputados durante sus sesión de investidura como jefe del Ejecutivo por exigua mayoría de escaños sobre la UCD de Adolfo Suárez, el hidalgo andaluz quien, mucho después, tras jurar la nueva Constitución republicana, aseguró: «si [González] hubiera muerto entonces, tendríamos un mártir en nuestra memoria, claro, pero uno de palabras muertas que justificaba el Gobierno de concentración que trataban de impulsar los conspiradores reaccionarios», y conscientes, de ello, fuimos los propios socialistas (no exactamente yo, sino mi colectividad humana) los que velamos aquella convalecencia que dejó imágenes imborrables en la retina de España : el cuerpo recio, norteño, vendado y entubado y aun así alzando el pulgar y los ojos vivos al objetivo o el rostro de Alfonso Guerra, lleno de pesadumbre, casi como si rezara de no ser porque apoya la frente y el ceño en el largo cañón de una automática Dreck de alto calibre fabricada en la Alemania Federal y con la que obligó a deponer las armas al mismo Tejero.
Ellas las fotografías, presiden el centro de reclutamiento del PSOE donde fui (ahora sí que hablo de yo) por fin Raquel (aunque también mi colectividad humana lo era, ahora lo explico), tres años después de que se repusiera por última vez la serie de televisión con su polémica y brutal conclusión: la protagonista apuñalada diecisiete veces por el compañero tímido y cantante (sus atribuidas canciones cobraron a partir de aquí una tonalidad siniestra y radical muy versionada con el tiempo) en una escena que nunca quedó muy claro si sugería una agresión sexual o no, pero que provocó un choque en las audiencias muy apropiado para la campaña contra la violencia de género que durante esa época impulsó el Gobierno, y Jodorowski decidió aprovechar para otros fines.
El militante ingiere una papilla de raíces y, se supone, hongos en una habitación sin ventanas ni calefacción a la que ha ingresado desnudo por completo, acompañado únicamente por la sintonía de la serie de televisión: el objetivo del mejunje es relajar las conexiones sensoriales del individuo y hacerlas más proclives al proceso de leve hipnosis que sigue y precede a la conexión en sí.
La conversión, por llamarla así, no implica de ninguna manera la transformación en Leonor Watling ni en ninguno de los miembros del reparto original, es más, el Ministerio de Cultura se cuidó muy bien de no reproducir ninguno de los elementos de la trama, sólo su aroma, por llamarlo así, como ocurre en un sueño; incluso si el militante se mira a sí mismo en un espejo, descubre un cuerpo ajeno al de la protagonista recordada: para empezar, blanco en el sentido de etnia y más aún, pálido se diría, pero de vasta profundidad de mirada castaña que sabe en mucho más que algunos casos conmover, ay, con esos labios gruesos y posibles...
Hablo en pasado de Raquel aunque Raquel persiste, los centros de reclutamiento y todo eso, ahora que escribo estas palabras, lejos de ella, de mí mismo y de los otros que también, a su través, fueron y son yo.
Nos dicen que cada experiencia es única y articulable, que el timón de las elecciones de base son los anhelos dormitando en nuestra psique, pero estos, invariablemente, nos llevan a esa casi treintañera que consigue su primer trabajo de importancia en un Madrid de arquitecturas y barriadas diferentes, donde, por ejemplo, el Pirulí de Torrespaña, aún no había sido demolido, y al subir a él, podía verse un inmenso complejo en la Castellana con dos edificios simétricos y mutilados, como erigidos a medias el uno hacia el otro formando la huella de la pezuña de un cerdo.
Y esto lo sabes porque te embarcas en conversaciones casuales con otros militantes (nada nos distingue, a simple vista, del resto de los ciudadanos) en lugares tan insospechados como la oficina o los taxis o la barra de un bar donde declaman poesía y dan cursos de papiroflexia, y al margen de reflexionar sobre programas y cláusulas que muchos creen arcanas y tampoco son gran cosa, la verdad, acabáis rememorando aquellos tres meses de Raquel, aquellas vistas, nuestro calor y pánico de muchacha, o el instante de la epifanía en que aferra el mango de aquella llave inglesa olvidada por el portero de la finca y que se hunde con pasmosa facilidad en el cráneo, lo primero, del aspirante a cantautor que con todas sus rimas y mierdas solo esconde la docilidad de echar tres horas de más si se lo piden porque no tiene nada mejor que hacer en casa, aparte de telefonearnos para dar la murga con el manos libres mientras aporrea la guitarra.
Y a partir de ahí, los empresarios.
Jodorowski, cuando se le pudo interrogar acerca del asunto, nunca negó la mayor e insistía, remarcaba con un cierto orgullo el matiz deducido por él mismo de que, si bien todos los reclutas se ven impelidos a eliminar cuidadosamente los elementos que nos recuerdan al desarrollo de la serie de televisión que inspiró, por decirlo así, los centros, no dejamos de observar, pasado un tiempo de masacre, las diferencias persistiendo más allá de las caras de los actores que recreamos y entrando ya directamente en el carácter en sí.
Me explicará más directamente un ejemplo que todos tendremos en mente: el cantautor aquí no canta.
Los folletos entregados nada más llegar instan al futuro militante a explorar lo que Raquel y lo suyo le brinda, con dos puntualizaciones de tan alto interés que los monitoreadores las subrayan dos veces con un grueso rotulador fosforito durante la charla previa a la conexión: primero: se trata de una ficción, no es nuestro Mundo ni siquiera un podría-llegar-a-serlo-si; segundo y relativo al anterior: es un constructo que el sujeto articula con su voluntad que es propia y libre, sí, pero encierra un Alma Global si es verdadera socialista, como replicó el vicepresidente Alfonso Guerra a las tesis externalistas de Miguel Boyer durante el Consejo de Ministros en el que se decidió inútil solicitar la integración en la Comunidad Europea y ante aquello, el viejo tecnócrata asturiano se encogió de hombros y decretó una devaluación de la peseta, la última antes de que se hiciera evidente por completo la necesidad de buscar alternativa y de que esta cuajara como hoy ha cuajado, ¡celebrémoslo!
«Un Alma Global debe contener por fuerza una visión única», nos decimos los que pensamos en ello, los socialistas que aferramos con manos blancas y frágiles de oficinista la llave inglesa roja, la herramienta desproporcionada como el garrote de un cavernícola, y salimos a la calle a cazar los empresarios que nos pronostican el futuro dogma del empleo y las saludables hipotecas, los esqueletos de hormigón o los guiones que hacen hincapié en el romance de farsa interclasista más que en el legítimo derecho a llegar a fin de mes.
«El nihilista quiere vivir en el mundo tal cual es, pero también ver reducidas a cascotes las llanuras imperecederas» brama Robert Lowell y reescribe el ministro Jodorowski que Raquel le encuentra a él mismo departiendo sobre amargas taumaturgias en un televisor que le pinta con barba blanca y sonrisa olmeca, irreconocible, como todos, si no fuera por el apellido que más chistes ha bruñido en nuestra infancia, y con esto nos revela un mundo en el que... no, es demasiado cruel decirlo aunque dispusiéramos de tres meses que saciaron la violencia de nuestro temblor, esa sangre en los despachos y los dormitorios, ascensores y «salpicando los salpicaderos de los Audi®» según canturrea Raquel, que a estas alturas ha aprendido a rasguear la guitarra y colapsa las centralitas de los Ministerios y los grandes bancos, ay, en busca de sus sitio y de la nutritiva esencia del empleo.
Hasta que recala en aquel parque de atracciones cerrado porque es martes, estamos en febrero —lo apuntan, más que mis palabras, los pezones afilados bajo el suéter— y la Policía ha preparado el hilo musical de su armamento en tal sala de espera hacia la Muerte; no saben qué otra cosa hacer, sencillamente no lo saben.
Ella, que somos o fuimos nosotros, lleva la cara pintada con sangre como los apaches que escalparon al patrón del barco de Rimbaud, similitud más que adecuada —yo es que fui también poeta, por si todavía no se había deducido— para remarcar el triste destino del director general de la importante empresa de fabricación de intelandroides cuya parca evolución de ventas, al parecer, justificó «un doloroso ajuste de plantilla» que ya se encargó Raquel de contestar con su última labor, legado o epitafio, como se le quiera llamar, que sobreviviría a la lluvia —literal— de balas aniquilando la silueta que tanto nos perteneció pero se nos desprende ya como las cintas de moco que nos amarraban a la máquina y da igual, sabemos, nos lo consolamos mutuamente en largos párrafos de única frase tan característicos de militante que brota en las oficinas, o los taxis o los bares repentinamente silenciosos cuando alzáis el puño hasta una media distancia media, suficiente y animosa sin culpa ninguna porque todo esto no ha hecho más que comenzar a comenzar.

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