El
empresario es el que crea empleo, así que nos pusimos a cazarles y a
rajarles como siglos atrás a los bueyes almizcleros, en busca de la
nutritiva esencia del empleo pero nunca dábamos con ella y dejábamos
secar sus cuerpos y sus vísceras en los tejados de estaño para que
el sol hiciera cuentas con ellos y les encontrara alguna utilidad,
siquiera la de oler.
De
esta forma, transcurrieron los tres mejores meses de la vida de
Raquel:
capítulo a capítulo su Amor
bregaba entre la muerte de los hombres y la de los empresarios que no
necesariamente son hombres, si bien acostumbran estos a copar la
cumbre de la enrevesada cadena de alienaciones que sujeta al
proletario en este siglo, según explicaba el folleto que te
entregaban nada más llegar al centro de reclutamiento del Partido
Socialista Obrero Español
en la Undécima
Legislatura.
La
recordaréis: fue más o menos cuando España
trasvasó quince mil millones de pesetas al Banco
Central Europeo
para impedir la debacle del euro y miles de personas salieron
ordenadamente a la calle y organizaron sentadas en la Plaza
de Oriente,
frente al Museo
Borbónico,
en protesta por las condiciones de ajuste a la excelencia de una
única moneda tramposa impuesta por Bruselas
a países como Grecia
o Letonia,
y Felipe
González
en persona bajó a la calle junto a ellos y, tras escucharles largo
rato, se acarició su espesa barba cana y les reveló que,
precisamente, la contrapartida del préstamo era la inmediata
retirada de todas las sanciones capitalistas
a
sus víctimas.
En
el centro de reclutamiento había fotos de personas que sabías que
eran Pablo
Iglesias
y Carlos Marx,
así como de otros que te decían que eran Teodoro
Adorno o
el difunto vicepresidente Guerra,
pero ninguna tenía más objeto que prestarle una cierta estética
funcionarial
al complejo, que en seguida contrastaba con la de las instalaciones
propiamente dichas, donde los cordones de moco y las ventosas
transparentes se enroscaban a los cuerpos, ávidas como en las buenas
fantasías del señor ministro de Cultura, Alejandro
Jodorowski,
a quien yo había entrevistado en una ocasión hacía varios años,
por lo que puedo certificar que sí, que te obligaba a llamarle
estrictamente «señor ministro de Cultura, Alejandro
Jodorowski»
y a mantenerte en una sola pierna con la mano de la grabadora
extendida —cualquiera replicaba a la oscuridad de esos dos metros
de tez completamente andina, pero nacionalizada—, hasta que, más
tarde o más temprano, perdías el equilibrio y te dabas un trompazo
contra una mesilla que te arrebataba algún diente al tiempo que
expandía tu conciencia y, de esta forma, podía dar comienzo la
conversación
en sí.
Raquel,
contado de esta forma, era una proyección del personaje retratado en
la pantalla por Leonor
Watling
en una serie de televisión que emitió la Radio
Televisión Estatal
titulada Raquel
busca sus sitio
y que versaba acerca de las venturas de una joven guineana llegada a
Madrid para probar suerte en la industria editorial y que pronto se
embarcaba en un triángulo amoroso entre el novio y principal socio
inversor en la empresa de su jefa y un humilde compañero de trabajo
con ínfulas de cantautor que follar, lo que se dice follar, no
follaba mucho, pero al menos justificaba la inclusión de una
mediocre banda sonora que nos importaba mucho menos que la belleza
casi pavorosa, por lo imprevista, con la que nos arrojaba al sofá la
por entonces aún desconocida intérprete, tan verdadera
que
todos, hombre y mujeres por igual, nos acabamos encomendando con
nuestra entera alma a esa invasión.
Se
cumplía el lustro de la muerte de Alfonso
Guerra
en una carretera de Kososvo,
atentado cuyos actores nunca nos quedaron claros, pese a que a punto
estuvo de desencadenar una escalada nuclear entre la Unión
de Naciones Soviéticas y
el cada vez más paranoide Imperio
Americano,
por lo que tenía una relevancia, llamémosla histéorica
por decirlo con palabras del señor ministro de..., bueno, de
Alejando
a secas a estas alturas, el mismo que decidió que se debía de hacer
algo más que poner a media asta las banderas de todo el País
Vasco,
los siete territorios a lágrima batiente por su hijo predilecto.
Los
militantes socialistas no gozamos de privilegio alguno respecto a los
demás ciudadanos, aparte del orgullo de sabernos parte de una
tradición de compañeros capaces de mantener la inteligencia
de las ideas incluso en momentos más aciagos, y salir airoso, como
Felipe
González
negándose a dejar de abrazar el marxismo y a la par, desvincularse
de la entones URSS,
pese a las voces que en el Congreso
de Sitges
le alertaron de aquella locura de equilibrio entre dos aguas, por un
lado, y recelaban abiertamente de los vigorosos achaques de supuesta
testarudez racial norteña, ese momento que Jodorowski,
según nos contaría años después, vio como el punto de inflexión
en la Hecatombe
de los Tiempos
(sic)
y por eso se despidió de su Lanzarote
natal y vino a Madrid,
donde González
trabajaba ya en pergeñar un nuevo Régimen libre de los últimos
estertores del franquismo.
Estertores
que no se desvanecieron por completo hasta el 10 de mayo de 1983,
cuando nuestro secretario general recibió el balazo de uno de los
guardias civiles que asaltaron el Congreso
de los Diputados
durante sus sesión de investidura como jefe del Ejecutivo
por exigua mayoría de escaños sobre la UCD
de Adolfo
Suárez,
el hidalgo andaluz quien, mucho después, tras jurar la nueva
Constitución republicana, aseguró: «si [González]
hubiera muerto entonces, tendríamos un mártir en nuestra memoria,
claro, pero uno de palabras muertas que justificaba el Gobierno
de concentración que trataban de impulsar los conspiradores
reaccionarios», y conscientes, de ello, fuimos los propios
socialistas (no exactamente yo,
sino mi colectividad
humana)
los que velamos aquella convalecencia que dejó imágenes imborrables
en la retina de España
: el cuerpo recio, norteño, vendado y entubado y aun así alzando el
pulgar y los ojos vivos al objetivo o el rostro de Alfonso
Guerra,
lleno de pesadumbre, casi como si rezara de no ser porque apoya la
frente y el ceño en el largo cañón de una automática Dreck
de
alto calibre fabricada en la Alemania
Federal y
con la que obligó a deponer las armas al mismo Tejero.
Ellas
las fotografías, presiden el centro de reclutamiento del PSOE
donde fui (ahora sí que hablo de yo)
por fin Raquel
(aunque también mi colectividad
humana lo era, ahora lo explico), tres años después de que se
repusiera por última vez la serie de televisión con su polémica y
brutal conclusión: la protagonista apuñalada diecisiete veces por
el compañero tímido y cantante (sus atribuidas canciones cobraron a
partir de aquí una tonalidad siniestra y radical muy versionada con
el tiempo) en una escena que nunca quedó muy claro si sugería una
agresión sexual o no, pero que provocó un choque en las audiencias
muy apropiado para la campaña contra la violencia de género que
durante esa época impulsó el Gobierno,
y Jodorowski
decidió aprovechar para otros fines.
El
militante ingiere una papilla de raíces y, se supone, hongos en una
habitación sin ventanas ni calefacción a la que ha ingresado
desnudo por completo, acompañado únicamente por la sintonía de la
serie de televisión: el objetivo del mejunje es relajar
las conexiones sensoriales del individuo y hacerlas más proclives al
proceso de leve hipnosis que sigue y precede a la conexión
en sí.
La
conversión,
por llamarla así, no implica de ninguna manera la transformación en
Leonor
Watling
ni en ninguno de los miembros del reparto original, es más, el
Ministerio
de Cultura
se cuidó muy bien de no reproducir ninguno de los elementos de la
trama, sólo su aroma,
por llamarlo así, como ocurre en un sueño; incluso si el militante
se mira a sí mismo en un espejo, descubre un cuerpo ajeno
al de la protagonista recordada: para empezar, blanco
en el sentido de etnia
y más aún, pálido
se diría, pero de vasta profundidad de mirada castaña que sabe en
mucho más que algunos casos conmover, ay, con esos labios gruesos y
posibles...
Hablo
en pasado de Raquel
aunque Raquel
persiste, los centros de reclutamiento y todo eso, ahora que escribo
estas palabras, lejos de ella, de mí mismo y de los otros que
también, a su través, fueron y son yo.
Nos
dicen que cada experiencia es única y articulable, que el timón de
las elecciones de base son los anhelos dormitando en nuestra psique,
pero estos, invariablemente, nos llevan a esa casi treintañera que
consigue su primer trabajo de importancia en un Madrid
de arquitecturas y barriadas diferentes, donde, por ejemplo, el
Pirulí
de Torrespaña,
aún no había sido demolido, y al subir a él, podía verse un
inmenso complejo en la Castellana con dos edificios simétricos y
mutilados, como erigidos a medias el uno hacia el otro formando la
huella de la pezuña de un cerdo.
Y
esto lo sabes porque te embarcas en conversaciones casuales con otros
militantes (nada nos distingue, a simple vista, del resto de los
ciudadanos) en lugares tan insospechados como la oficina o los taxis
o la barra de un bar donde declaman poesía y dan cursos de
papiroflexia, y al margen de reflexionar sobre programas y cláusulas
que muchos creen arcanas y tampoco son gran cosa, la verdad, acabáis
rememorando aquellos tres meses de Raquel,
aquellas vistas, nuestro calor y pánico de muchacha, o el instante
de la epifanía en que aferra el mango de aquella llave inglesa
olvidada por el portero de la finca y que se hunde con pasmosa
facilidad en el cráneo, lo primero, del aspirante a cantautor que
con todas sus rimas y mierdas solo esconde la docilidad de echar tres
horas de más si se lo piden porque no tiene nada mejor que hacer en
casa, aparte de telefonearnos para dar la murga con el manos libres
mientras aporrea la guitarra.
Y a partir de ahí, los
empresarios.
Jodorowski,
cuando se le pudo interrogar acerca del asunto, nunca negó la mayor
e insistía, remarcaba con un cierto orgullo el matiz deducido por él
mismo de que, si bien todos los reclutas se ven impelidos a eliminar
cuidadosamente los elementos que nos recuerdan al desarrollo de la
serie de televisión que inspiró,
por decirlo así, los centros, no dejamos de observar, pasado un
tiempo de masacre, las diferencias persistiendo más allá de las
caras de los actores que recreamos
y entrando ya directamente en el carácter en sí.
Me
explicará más directamente un ejemplo que todos tendremos en mente:
el cantautor aquí
no
canta.
Los folletos entregados nada más llegar instan al futuro militante a
explorar lo que Raquel
y lo suyo le brinda, con dos puntualizaciones de tan alto interés
que los monitoreadores las subrayan dos veces con un grueso rotulador
fosforito durante la charla previa a la conexión:
primero: se trata de una ficción, no es nuestro Mundo
ni siquiera un podría-llegar-a-serlo-si;
segundo y relativo al anterior: es un constructo
que el sujeto articula con su voluntad que es propia y libre, sí,
pero encierra un Alma
Global
si es verdadera socialista, como replicó el vicepresidente Alfonso
Guerra
a las tesis externalistas de Miguel
Boyer
durante el Consejo
de
Ministros
en el que se decidió inútil solicitar la integración en la
Comunidad
Europea y
ante aquello, el viejo tecnócrata asturiano se encogió de hombros y
decretó una devaluación de la peseta, la última antes de que se
hiciera evidente por completo la necesidad de buscar alternativa y de
que esta cuajara como hoy ha cuajado, ¡celebrémoslo!
«Un
Alma
Global
debe contener por fuerza una visión única», nos decimos los que
pensamos en ello, los socialistas que aferramos con manos blancas y
frágiles de oficinista la llave inglesa roja, la herramienta
desproporcionada como el garrote de un cavernícola, y salimos a la
calle a cazar los empresarios que nos pronostican el futuro dogma del
empleo y las saludables hipotecas, los esqueletos de hormigón o los
guiones que hacen hincapié en el romance de farsa interclasista más
que en el legítimo derecho a llegar a fin de mes.
«El
nihilista quiere vivir en el mundo tal cual es, pero también ver
reducidas a cascotes las llanuras imperecederas» brama Robert
Lowell
y reescribe el ministro Jodorowski
que
Raquel
le encuentra a él mismo departiendo sobre amargas taumaturgias en un
televisor que le pinta con barba blanca y sonrisa olmeca,
irreconocible, como todos, si no fuera por el apellido que más
chistes ha bruñido en nuestra infancia, y con esto nos revela un
mundo en el que... no, es demasiado cruel decirlo aunque
dispusiéramos de tres meses que saciaron la violencia de nuestro
temblor, esa sangre en los despachos y los dormitorios, ascensores y
«salpicando los salpicaderos de los Audi®»
según canturrea Raquel,
que a estas alturas ha aprendido a rasguear la guitarra y colapsa las
centralitas de los Ministerios
y los grandes bancos, ay, en busca de sus sitio y de la nutritiva
esencia del empleo.
Hasta
que recala en aquel parque de atracciones cerrado porque es martes,
estamos en febrero —lo apuntan, más que mis palabras, los pezones
afilados bajo el suéter— y la Policía
ha preparado el hilo musical de su armamento en tal sala de espera
hacia la Muerte;
no saben qué otra cosa hacer, sencillamente no lo saben.
Ella,
que somos o fuimos nosotros, lleva la cara pintada con sangre como
los apaches que escalparon al patrón del barco de Rimbaud,
similitud más que adecuada —yo es que fui también poeta, por si
todavía no se había deducido— para remarcar el triste destino del
director general de la importante empresa de fabricación de
intelandroides cuya parca evolución de ventas, al parecer, justificó
«un doloroso ajuste de plantilla» que ya se encargó Raquel
de contestar
con su última labor, legado o epitafio, como se le quiera llamar,
que sobreviviría a la lluvia —literal— de balas aniquilando la
silueta que tanto nos perteneció pero se nos desprende ya como las
cintas de moco que nos amarraban a la máquina y da igual, sabemos,
nos lo consolamos mutuamente en largos párrafos de única frase tan
característicos de militante que brota en las oficinas, o los taxis
o los bares repentinamente silenciosos cuando alzáis el puño hasta
una media distancia media, suficiente y animosa sin culpa ninguna
porque todo esto no ha hecho más que comenzar a comenzar.
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