martes, 23 de octubre de 2012

PAÍS

Las palas de la avioneta muerden los últimos coágulos de nieve sobre el eje del motor y el hombre guiña los ojos por culpa de los minúsculos perdigones blancos, a la vez que forcejea con las correas de unas gruesas gafas forradas de caucho que el piloto acaba de arrojar en su regazo.
Espero que puedan servirte ― le escucha gritar por encima del rugido de los cilindros. Los esquís del tren de aterrizaje dejan un surco veteado de orín y grasa a lo largo de la pista, a medida que van alcanzando velocidad. No mira al suelo, pero en un momento dado la inercia que le oprime los pulmones pasa de horizontal a vertical y abre la boca para tragar una bocanada de vacío en bruto. Desde el asiento trasero, nota los temblores que sacuden al piloto y cómo ríe con furia, luchando contra las palancas del timón. Él se encoge para buscar algo de comodidad, sigue con la mochila bien amarrada a su pecho. El equipaje que le acompaña es austero: una muda para los vendajes que sabe que no utilizará, algunos papeles ya casi inútiles y una brújula, además del cuchillo y el revólver que no ha juzgado inteligente llevar colgando de su cintura durante el vuelo. Sordas punzadas le recuerdan que los garfios del arnés del paracaídas siguen aplastándose contra su cuello y sus hombros.
Tratar de llegar a las nubes sería una locura, le ha dicho Levrôn antes de partir, así que se limitarán a un vuelo rasante por encima del lago, de los azules fragmentos de estepa y del tajo vidrioso de la breve cordillera que separa el mundo del bosque.
El Corazón está a más de mil kilómetros desde aquí, siguiendo los fósiles de los caminos ― consiguió que le explicara, nada más llegar al pueblo, un viejo demasiado embebido en sus propias palabras. Las dejaba traquetear como una salmodia enjaulada dentro de su dentadura de madera y esto fue todo lo que logró sacar en limpio de él.
No encontrarás a nadie que te lleve al interior ― respondió hoscamente el tercero de los aviadores a los que se presentó. Rechazó su dinero y rechazó las fruslerías de chapa y cuarzo que desplegó sobre la mesa, igual que los dos anteriores, y, aunque detectaba un brillo codicioso en la mirada de los parroquianos de la cantina, ninguno se atrevió a ir más allá. El enorme bulto de su cuerpo les intimidaba. El Hombre les despreció a todos. A todos, salvo a Levrôn, el tipo que ahora hace virar el aparato de madera y falso metal por encima de las corrientes que bajan de las montañas en un alarido blanco. El único que vino a él y el único que no le puso reparos. Aunque sí le advirtió.
No iré más allá de las últimas prospecciones, sólo sobrevolaré las simas. Y una vez allí tendrás que apañarte tú solo.
El Hombre asintió con una mezcla de malogro y puro cansancio. Esa noche ambos bebieron licores destilados de los frutos de los inidentificables arbustos que rodeaban el pequeño aeródromo. No hubo falsas camaraderías, ninguno de los dos quiso conocer la historia del otro. Al alba, un chorro de algún sucedáneo imposible de café vino a buscarle, bullendo una taza de latón, a la esquina del hangar en la que pasó la noche. No había necesitado dormir, pero no supo rechazarla. Su estómago regurgita ese error en este preciso momento, en la forma de un rastro de bilis que se escurre por el fuselaje a su izquierda. Levrôn no le presta más atención que una mueca reventada por la inercia.
El horizonte, de un gris perezoso, se ve salpicado por largas marañas blanquecinas. Él puede verse sobre la inmensa masa del iceberg corroído que es el lago.
Ahí empiezan los glaciares ― la voz del piloto se abre paso apenas hasta sus oídos a través del vagido del viento. Le señala una mancha extrañamente lejana. Tal vez la cualidad del aire le está haciendo perder la perspectiva, aun así reconoce el desgarrón de una tectónica imposible. Crestas de hielo y roca se elevan y se derraman sobre riscos de tierra pelada. También diminutas explosiones de nieve, avalanchas que desde la altura a él le recuerdan a las fumarolas de un volcán. Los dragones de la ventisca se abaten contra los cauces muertos y el tiempo se diluye, pronto terminarán de sobrepasar las cimas de esta cordillera de aberraciones erosionadas por una violencia viva. El Hombre sabe que no lo hubiera conseguido por su cuenta. No cuando el invierno está a punto de replegarse con el estertor brutal de los deshielos.
Más allá, es la marea de negro de la Sima lo que les sale al paso. Levrôn deja que el aparato haga un breve picado hacia las paredes de roca. Le gustaría creer que tal vez ni los propios técnicos del Laboratorio sean capaces de calcular su profundidad. Incluso a esta altitud hace calor, se dice el hombre: puede sentir un golpe de vaho de la tierra asomando sus bocanadas desde lo oscuro. Sobre ella, recios puentes de cuerda, madera y metal se bambolean como si fueran látigos flácidos, sumergidos en agua. Deben de medir cientos y cientos de metros, aunque no sabría decir, las distancias son espejismos y Levrôn está gritando algo.
― ¡Las minas, las minas!
El Hombre esconde un guiño sorprendido bajo el pasamontañas al girar la vista a su izquierda. Como una sucesión de garabatos, las madrigueras de los carroñeros de la nafta se revelan en un ramal de venas doradas hundiéndose, horadando en las entrañas de los volcanes. De repente, un reflejo en su memoria le hace mirar con aprensión al precipicio: a pesar de que sabe que las arpías no anidan ya por esa latitud, expulsadas por las ametralladoras y las precarias grúas de los prospectores, que ahora eligen lo profundo del continente para hibernar, encerradas en pesados capullos hechos con su propia saliva, detrás de los párpados aún se le proyectan los fotogramas de esas inverosímiles mezcolanzas de reptil, murciélago y araña.
Por ahora, los yacimientos también están abandonados. Su dudosa legión de moradores no regresará hasta bien entrada la primavera. Cientos de guarniciones, con sus repuestos de tuberías y sus enormes bidones manchados de roña oxidada donde acumular cadáveres de animales, rastrojos de árboles y las excrecencias de las escasas poblaciones limítrofes. El fruto de los pordioseros que, a continuación, hundirán en las grandes cámaras de magma bajo la corteza. El proceso es simple. Una vez allí, pesados mecanismos neumáticos acelerarán la pauta que la naturaleza quiera marcarles para descomponer sus ofrendas, hasta obtener esa especie de pseudobrea que les ayude a mantener la reserva de energía en las épocas de invierno, cada vez más prolongadas y que hacen que muchos en la capital empiecen a temer una verdadera Edad del Hielo.
Un brusco bandazo del aire le saca de su ensimismamiento. Han remontado la brecha y ante sus ojos se abre ahora el destartalado paisaje brumoso de la Frontera.
Nos guiaremos por las ruinas del primer gasoducto.
La ciudad nunca llegó a tener nombre. A lo sumo, una cifra sin sentido para él en los mapas que consultó para aprender que era al Norte hacia donde debía dirigir sus pasos. Pero el Hombre ha oído ya de todo: una estación de devastadoras tormentas, sabotajes de mineros celosos por su gremio; ataques de alimañas desconocidas y apenas viables siquiera en este planeta de pesadillas... O quizá el mismo Bosque, extendiéndose su manto de la noche al día para ocluir las vías trazadas por los ingenuos topógrafos.
¿Lo ves ya?
Poco más que un puñado de colmillos de hormigón queda en pie dentro del cerco todavía visible de las alambradas. Están dispuestos en círculo, como un anfiteatro con las estaciones de bombeo en el centro, de absoluto inútiles. Adivina pequeñas torres circulares, con H de tiza pintadas en su cúspide. Por un momento se lamenta. Si esto hubiera ocurrido unos meses después, podría haber recurrido a los helicópteros de exploración propiedad exclusiva de las compañías extractoras, incluso colarse en alguno de los escasos dirigibles. Tenían razón los pilotos del pueblo, no hay ni el menor rastro de una pista de aterrizaje.
La avioneta efectúa un par de rasantes sobre los edificios y enfila al este, a las lomas. Allá se precisan las formas de una carretera sepultada por la nieve, un rastro que se pierde abruptamente un par de kilómetros más adelante, cuando los primeros árboles emergen de la bruma. No deja de ser arriesgado lo que pretende hacer Levrôn, y eso que no desciende por debajo de la altura de visibilidad.
El Hombre no espera a que el piloto le apremie. Se incorpora con cierta torpeza y deja resbalar una pierna sobre el borde de la carlinga. Necesitará impulso si no quiere golpearse contra los afilados alerones. Algo en su nuca se enciende. También detrás de sus ojos. Levrôn y él no tienen nada que decirse ya: lo único que se le ocurre es “suerte”, y eso a estas alturas está de más. Así que simplemente toma aire y afirma los talones. Después salta.
Cae hecho un ovillo, como si quisiera tocar sus hombros con las rodillas. Alcanza a ver cómo la avioneta se desequilibra y unos instantes, se bambolea peligrosamente sobre él mientras trata de apuntar de algún modo con los pies al suelo. El paracaídas se abre con un sonido de succión, tirando con fuerza de las correas alrededor de su ingle. Una ráfaga de viento le sacude de flanco y le ha girar sobre sí mismo como un trompo; no es capaz de retener el nuevo pulso de vómito y comprende que está demasiado cerca, que no reducirá lo suficiente la velocidad antes del impacto. Por puro reflejo, extiende las piernas y un zumbido eléctrico le muerde los oídos. El espasmo de los pistones de su cadera recalentándose, de las poleas tironeando de los cordeles de acero que atraviesan sus muslos, recorre también su columna y sus brazos y choca contra la nieve con el efecto de una bomba. Es un buen aterrizaje. Durante una décima de segundo incluso casi está a punto de erguirse, pero al final no logra recobrar el equilibrio. Rueda arrastrado por la tela medio inflada por el viento, dolorido, dejando un cráter de agua encharcada y posos de hielo a su paso.
Cuando se libera de las correas y consigue ponerse en pie, descubre ahí arriba la estela desdibujada de la avioneta, alejándose en un suave zigzag por esquivar los bancos de niebla. Ignora si Levrôn puede verle, si le manda algún gesto de despedida, pero eso no es importante: para el piloto el viaje ha acabado, emprende su regreso. Él, por su parte, se masajea los hombros doloridos, la espalda. Comprueba que los motores de sus riñones reaccionan con normalidad a pesar del sobreesfuerzo y arroja un alegre bramido al aire.
No vale la pena entretenerse más, tiene que ponerse ya en marcha. Es perfectamente consciente de que nada de esto le ha servido para encontrar la pista e ignora todavía cuánta ventaja habrán logrado arrancarle al tiempo aquellos que persigue.

El cuchillo se melló en el aterrizaje, de algún modo la hoja quedó medio tronchada contra la gruesa coraza de láminas y más láminas plásticas que recubren el pecho del Hombre. Aún así le sirve para arrancar un jirón cubierto de burbujas de sangre congelada del lomo del alce. Se lo lleva a la boca y mastica con desgana. La manada de animalejos parecidos a perros que acaba de poner en fuga no ha dejado mucho del vientre ni la cabeza del cadáver, no puede precisar qué le habrá matado. Quizá la simple vejez, el agotamiento. Ve absurdo admitir que haya sido capaz de hacerlo un triste puñado de bestezuelas famélicas y gorgojeantes, demasiado diminutas para suponerle una amenaza ni siquiera a él mismo.
Ahora vuelve a escuchar un muy leve silbido entre la hojarasca. Sólo a unos pocos metros a su espalda, siempre fuera del alcance de un giro súbito de la hoja en el aire. Ya lo ha intentado un par de veces, más por aburrimiento que por que se sintiera en verdad en riesgo. Pero los niños de la nieve saben bien cómo apañárselas para esquivar sus golpes, y no se le ha ocurrido una buena razón para probar con un disparo.
Llevan siguiéndole dos días, desde la mañana en que encontró los primeros tocones, en un claro oscurecido por las huellas de un incendio y salpicado por los esqueletos metálicos de grandes máquinas de tala. Un cementerio de árboles, se dijo. La vegetación había devorado cualquier rescoldo de los senderos que habían llevado a los peones y sus migajas de civilización hasta allí, para desperdiciar sus fuerzas en una triste escaramuza silenciosa. Entre dos contenedores metálicos distinguió aquella sombra pálida, agazapada. Casi la confunde con una columna de niebla. Sin embargo, un instante después, supo que era algo viviente. Cuando distinguió el ruido, algo así como el chapoteo nervioso de una respiración. Apartó de su semblante cualquier vestigio de confusión o de alarma y empezó a caminar con pesada lentitud, aferrando la culata del revólver en una danza mecánica hasta la criatura. Ésta le esperaba inmóvil. El Hombre comprendió que quería ser vista. Un reflejo negro y vacío como el corazón de una estrella le salió al paso desde aquellos ojos.
Si les llama niños, es sólo porque la palabra le confiere de alguna seguridad; de todos modos, tras comprobar que el primero le estaba siguiendo tras adentrarse en el bosque y que a éste se le habían unido otros, se vio obligado a ponerles un nombre. Este es el mejor que ha encontrado, aunque en verdad no se atreva a aventurar lo que son. Podrían evocarle a monos, pequeños monos albinos, cubiertos de largos mechones de algo que tiene la textura del plumón de un pájaro y que vibra y difumina su silueta con el soplido del viento. Pero no se mueven como los monos, no balancean torpemente sus cuerpos en un mal zarandeo bípedo, sino que deslizan sus piernas como si fuera el tronco el que tirara de ellas y no a la inversa... Ni siquiera ha llegado, realmente, a distinguir sus pies.
El Hombre no se molesta en limpiar el reguero de coágulos de sangre en la hoja. Su estómago, satisfecho, se estira y se compacta como si imitara los movimientos de diástole y sístole del ancho saco de tejido híbrido que tiene por corazón y un pulso cálido se enquista en sus mejillas. Sigue con la mirada un riachuelo de barro que serpentea entre los álamos podridos.
El frío y la humedad apenas son un estorbo. Ni el hambre: las pobres siluetas de los carroñeros se mueven con demasiada torpeza entre los arbustos, apenas tiene que esforzarse en seguirlos. Y de cualquier forma, es poco lo que él precisa para subsistir: en el peor de los casos, se dice, podría tenderse boca arriba en la tierra, sin más, y la batería injertada en su caja torácica le sustentaría durante un millar de años; se lo aseguraron ellos, aunque no quiera recordarlos, no quisiera ahora mismo. Así que, a veces, para evitar fantasear acerca del poder del engendro que han puesto en su pecho, echa a correr, y la fricción de los discos de metal de sus vértebras por dentro de su piel al ir cobrando vida le resulta agradable. Un cosquilleo.
En el fondo entiende que los niños no se quedarán atrás por mucho que se abandone a la carrera. Mas eso no importa. Se desvanece, las ramas azotan su rostro y dejan efímeras muescas sobre su mejilla. Algunos destellos peludos o correosos, asustadizos, saltan delante de él. Cada veinte o treinta metros mira por encima de su hombro y siempre ve a varios, como congelados desde su perspectiva, devolviéndole la mirada. Se figura que en sus ojillos sin pupilas empieza a insinuarse un incierto poso de respeto.
A la noche, vuelven a replegarse en un círculo de blanco invisible alrededor del hombre, al acecho. El pálido vaho del bosque les envuelve. Él recurre al ramal de ecos de su sien para emplazarse en la oscuridad. No enciende fuegos nunca. La brújula no le inspira ya la menor confianza, gira con cada vez mayor desvaída pereza hacia el oeste, así que tantea con temor otras señales: el errático follaje, las salpicaduras de musgo. Ha estado echando cuentas. La marcha fue de más de cien kilómetros el primer día, ochenta y pocos los segundo y tercero, el cuarto, no más de setenta. Ahora se acurruca contra una pequeña peña cubierta de barro y algo que cree que es algún tipo de bejuco, y se da cuenta de cuánto le está pesando el bosque. Hasta los circuitos que atenazan sus ganglios empiezan a quejarse.
Un lento mugido se impone a los demás chillidos de la noche y él hunde el mentón en el inflado cuello de su parca. Muy cerca.
A pesar de que no le preocupa, no ignora que los grandes mamíferos se han adaptado con inusitada crueldad a este mundo, cambiando a partir de las antiguas criaturas herbívoras que los pioneros colonos fueron reconstruyendo a partir de rescoldos de ADN extinto. Lo hicieron a medias por un anacrónico sentimiento de culpa, a medias por puro pragmatismo. Pensaban que iban a encontrar infinitos pastos vírgenes tras la terraformación y apenas trajeron predadores, con la sola excepción algunas especies de felinos y marsupiales que arrojaron con calculada imprevisión a la franja de los trópicos, donde la geología era más joven e inútil.
No contaron con nada de lo que ocurrió después, pero el Hombre no se atreverá a juzgar a otros hombres. ¿Acaso fue su culpa que la evolución les jugara una mala pasada? ¿Que el clima explotara de esa manera, sin un motivo palpable o que en sólo cinco o seis generaciones nacieran los monstruos y el Bosque iniciara su despiadada marcha para engullir todo un hemisferio?
Tampoco que el paso a la Tierra quedara interrumpido tras aquella conjunción, aquella colisión brutal entre las gloriosas gravitaciones de cuerpos incomprensibles. Se recita a sí mismo un terrorífico catálogo de naves serradas por los dientes de un continuo putrefacto. Imagina las cicatrices de tiempo y longitud desplegándose en las muecas aterrorizadas de los tripulantes. El reflujo de las sondas de láser y radiación glauca lanzadas al vacío en cualquier dirección, en todas las direcciones, a la manera de una atónita despedida enroscándose en los pilares secretos de algún borrador de la eternidad, le alcanza, casi lo percibe como propio, con un escalofrío...
Era un información inútil para la misión encomendada, ¿por qué dejársela dentro? Quizá, se dice el hombre, este guiñapo de vísceras que aguanto tenga sus propios designios... Cierra y aprieta y afloja de nuevo su puño diestro. Extirparon decenas de músculos para dejar paso a sus nuevos nudillos inoxidables y procedieron de manera similar en cada fracción de su cuerpo. ¿Qué les impidió hacerlo con su mente? Recuerda uno de los mantras que le enseñaron: Nadie sin miedo puede ser un héroe. Nadie que no conozca la vida puede aprender el valor de una hazaña. El hombre tuerce la boca asqueado y se hiere la lengua. Sus dientes son cuchillas de acero.
Las aristas de roca sobre las que reposa su cabeza se incrustan más en su carne: sigue sin ser auténtico dolor, pero se agradece. Están siendo horas terribles, mientras retiene cada uno de los rumores, de los siseos de apéndices y abdómenes quebrando los rastrojos.
Al fin, cuando un azul pálido se impone sobre las nubes sin que nada lo anuncie, como un fallo en la secuencia, el hombre concluye que se ha dejado vencer por el cansancio y que, como de costumbre, no recordará los sueños abortados de la duermevela... Entonces, contiene el aliento. Unos desorientados segundos. Nada. Y aun así, antes siquiera de ponerse en pie y ver el cuerpo, ya sabe que algo va mal.
El ser yace fundido con el lodo, la extraña cabeza puntiaguda reclinándose sobre los hombros retorcidos. Unas enormes marcas se extienden como surcos de arado por todo su torso. Observa con extrañeza que no hay el menor vestigio de sangre, hasta que se aventura a palpar la enorme llaga que recorre transversalmente el espinazo y una sustancia blancuzca, con la textura de la resina, se le adhiere a la yema de los dedos.
No le dicen mucho las huellas de alrededor. El humus abierto como en un zigzag apresurado. Poco más. Desenfunda el revólver, da un par de cortos y acongojados paseos en círculo, pero está completamente solo. Han huido, tiene que haber sido eso... y en su interior, sin saber muy bien por qué, un Hombre sorprendido descubre que únicamente desea que todos los demás niños hayan podido salvarse.

La lluvia perenne es sólo sonido y no cae, se propaga más bien bajo las copas de los árboles con el morse furioso de las hojas amarillentas y endurecidas sacudidas por una metralla de agua. El Hombre todavía resbala un par de veces en esa especie de moho rojizo que recubre la corteza de los troncos caídos y las piedras. Pese a ellos, alcanza la orilla con algo de sigilo, lo que le permite un lapso de varios minutos para hacerse a la idea de lo que tiene delante.
La masa del río respira y se conmueve bajo una corriente mansa. El nivel ha crecido hasta cubrir las filigranas blanquecinas que son los tallos rematados por aguijones de una bizarra especie de juncos. Algo con la forma de un nenúfar está pudriéndose sobre el légamo a sus pies, con los pétalos parduscos inflados de polen. Un tenue chapoteo le hace encogerse aún más. Sí, es una muchacha, ahora se permite estar convencido. El cabello oscuro y encrespado le tapa ahora el rostro, aunque sus ojos oscuros han escudriñado la maleza de la otra orilla, donde se ocultaba él, antes de desnudarse de despojarse de su gruesa pelliza granate y sumergirse en el agua. El río no es tan profundo, se ha agachado hasta que sólo asoma la barbilla y juega a nadar. En un par de ocasiones hace como que salta, revelando el rubor flácido de sus pechos.
Hasta ella le ha conducido el reguero de frondas tronchadas que lleva siguiendo desde la tarde del día anterior. Cuando casi cae en aquella telaraña de cables roídos por la intemperie, fundidos casi con los troncos de los árboles. Piezas de cromo refulgían aún, sobresaliendo como afilados brotes de lo más alto de un álamo totalmente pelado. No le resultó difícil resolver que aquello no era más que los restos de un repetidor de onda. Algún pájaro, una corneja o un prototipo cualquiera de arqueópterido, se habría apropiado de los trozos brillantes de la bandeja cerámica mientras otros animalejos daban cuenta de la base de la torreta buscando comida.
Fue al ir a rodear la maraña que le cortaba el paso cuando encontró el uniforme. Colgaba de las ramas mayores de un arbusto. Estaba envuelto de una capa de mugre y lodo y salpicado por las esporas de cactos parásitos, pero prácticamente intacto, por lo demás: aún podían distinguirse los números de asignación de rango, el esquema opaco de la bandera. La cremallera apenas mostraba más que un par de muescas de óxido. No lo tocó. Por alguna razón, tampoco ninguna criatura había querido hacerlo: un insólito mohín de cortesía por parte del Bosque. Una advertencia precisa para él. Ahí empezaba el camino, ese gran tajo en la espesura que la vegetación no había cicatrizado, que le esperaba. A lo largo de las horas siguientes encontró los demás uniformes, diecisiete en total. Curiosamente, nadie de aquel pelotón de expedicionarios se despojó de sus botas.
El crepúsculo se extiende con lentitud. Podría añadir “majestuosidad”, pero la palabra se le caería de la boca y se haría añicos contra el color plomo que se hace fuerte en todo lo que alcanza a ver, ella incluida. Aun así, permanece inmóvil, espiándola sin atreverse a dar un paso. Ella tendría que haberle visto.
Más que algo que pueda confundirse con lo que el Hombre recuerda que era el deseo, se trata de un estado de extática gratitud. La soledad de su cacería pesa más de lo que hubiera sido capaz de imaginarse, sobre todo desde que entendió que no volvería a encontrarse con más niños de la nieve. Aquel día, antes de reemprender la marcha, cubrió aquel cadáver con un túmulo improvisado de hojarasca y ramas húmedas. Fue un derroche de tiempo, era consciente: las sabandijas no tardarían en dar cuenta de esa carne extraña, esos músculos rugosos y afilados como la madera. Aun así confiaba en que, si los suyos regresaban, fueran capaces de interpretar el gesto y entendieran que él, el Hombre, también honraba a sus caídos.
Un bisbiseo se insinúa a su izquierda, no puede decir que no lo esperara. Algo se agita en las copas de los árboles, no acierta a verlo. El enemigo tiene que ser rápido, muchísimo más que él. Esto es lo que más teme. Los niños eran como fantasmas, sombras casi intangible de luz blanca, y aun así aquello fue capaz de acabar con uno, tal vez más, de un solo golpe. La muchacha no percibe nada, no interrumpe su errática coreografía en el agua. Él aferra el cuchillo, a pesar de que intuye que su filo destrozado no le servirá de mucho. Lo blande en la diestra, mientras la zurda describe un vago círculo en el aire con el cañón del revólver. No tiene dudas. A lo largo de los últimos kilómetros y kilómetros entre los árboles no ha dejado de percibir un acecho, un leve calambre hincado en sus vértebras. Como si le estuviera espoleando, conduciéndole. Lanza una mirada rojiza a la muchacha.
Tú eras el cebo.
Son las primeras palabra que pronuncia desde que partió con Levrôn, suman un chirrido desde la garganta. Las cuerdas vocales no responden todo lo bien que debieran, el timbre mineral reverbera contra los troncos de los árboles, y llega a percibir un amago de eco antes de que aquella sombra negra proyecte su masa apagada desde las ramas altas contra él.
El golpe se hunde con contundencia en su clavícula. Recalcula, eso es lo único que tiene que hacer para cobrar la matemática consciencia de que ningún animal del tamaño de su atacante debería de poder ser tan veloz. Sí acaso más fuerte, así que tiene opción de romper la ventaja, decide y en un espasmo hidráulico, a ciegas, lanza el cuchillo como un arpón para estrellarlo contra un torso musculoso, cubierto de un vello hirsuto como púas. La hoja no acierta a quebrarse del todo. Un jadeo ansioso la hace temblar hasta la empuñadura, al tiempo que las garras alcanzan los costados del Hombre y deforman el corsé de neopolímeros contra sus costillas; pero sigue siendo un error: el enemigo ha dejado de prestar atención a lo que lleva en la otra mano.
Cuando aprieta el gatillo, el tambor está demasiado cerca de su propio rostro. Las esquirlas de metal y pólvora le queman el pómulo izquierdo, la sien, el párpado. Aunque enseguida los zarpazos se hacen más débiles, pierden ritmo: la bestia escupe espumarajos de una baba espesa que huele como el aceite gastado. Él todavía tarda algunos instantes en darse cuenta de que se trata de sangre. Ambos siguen rodando por el suelo; ahora que es su corpulencia la que dicta el compás, el Hombre no se atreve a soltar la presa. Siente el tacto de unos dientes macizos, afilados, bajo los temblorosos músculos de la mandíbula que aún tratan de abrirse y cerrarse sobre su garganta. De repente, percibe que los jadeos se van acompasando de una manera extraña, hipnótica; de que el estertor de su enemigo, tendido bajo él, puede convertirse en el suyo. La somnolencia está recorriendo sus sienes como un cálido velo. Tiene que reaccionar.
Se yergue en un golpe y un escorzo deshilachado le dobla hacia atrás la espalda. Esto le da un margen. Dispara dos veces más, rescata el cuchillo. Espera un latigazo en su cráneo, un chispazo. Nada. Ahora puede incorporarse, lo hace con pesadez, mientras el cadáver se abandona sus últimos espasmos con la cabeza reventada por tres orificios, y busca respirar. Sacudirse los miembros agarrotados por el bajón de adrenalina y trópicos que inyectan las mecano-glándulas.
Ocurre entonces. Les ve haciéndole frente a él, envolviéndole. Encaramados a los árboles como ardillas o serpientes gigantes, ocultas por negros arbustos, afilándose bajo la lluvia; escrutando con pesada indiferencia al cadáver, sólo a unos metros.
La chica ha acudido también, arropada entre todos ellos. No estaba sola, no. No lo estaba. El Hombre se sabe vencido; no suelta el revólver, sin embargo, a pesar de que sólo le quedan nueve balas en el tambor y hay demasiados blancos a los que hacer frente. Catorce en total. En el último momento antes de que avancen sobre él, decide que puede consolarse. Les ha encontrado. A pesar de que en su mayoría ya no son ni remotamente lo que él se atrevería a llamar humanos.
Un tiro a bocajarro recibe al más próximo de los que se le lanza encima, pero no es suficiente. Se ve obligado a cargar contra esa mole pardusca, sus grandes manos le buscan la garganta y sólo encuentran afilados cortes que derraman la capa más superficial de la dermis de su antebrazo. Como las ratas enloquecidas por el pentotal que día a día vio morir en el laboratorio, se revuelve y contraataca con un puñetazo que revienta algo blando. El otro gime como sorprendido, retrocede bamboleándose. El Hombre le imita, trata de recuperar el aliento. Nota un principio de final, al volverse al resto, a la masa compacta, unitaria, de enemigos arracimados alrededor de su compañero caído y del nuevo herido. Y sin embargo... Sí, efectivamente: ahora hay uno más. Acuclillada, luego erguida, le desafía desde la misma altura de sus ojos y él la reconoce, hasta está a punto de amagar un temblor. La chica aún no ha terminado su transformación y jirones de su piel blanca siguen retorciéndose bajo la gruesa pelambre negra; sus cabellos ahora han adquirido la consistencia de una crin.
Comienza, lo sabe, cuando ella finta una patada ágil, como el vuelo de una guadaña, para marcar la distancia y él se concentra en acatar las órdenes, sólo necesita un par de segundos. Ella no se los concede. Salta casi un metro por encima de su cabeza. El Hombre no abre fuego esta vez, flexiona las piernas y se concentra para encajar el embate. Casi pierde el equilibrio, a pesar de que lo que buscaba su adversaria no era derribarle, lanza el cuchillo en un desvaído vuelo que yerra el blanco. Culminada la voltereta, las uñas de ella se hunden en su espalda: desgarrándole la carne de la nuca, llevándose algunos de los cables de transmisión por medio. El Hombre se dobla sobre sí mismo y grita mientras sacude la cabeza, aunque el dolor no está ahí: no han visto que acaba de enterrarse el afilado cañón del revolver en el pecho.
La ranura entre las placas es demasiado estrecha, pero tiene que confiar en que la bala pueda pasar, así como que la fisura en la cubierta de plomo del pequeño reactor sea lo bastante grande para provocar una reacción. Le han explicado, aunque no entendió bien, que la atmósfera a medio cuajar del planeta tiene cualidades extrañas al ser expuesta a ciertos isótopos erosionados. No le interesa en el fondo, no es relevante recordar más explicaciones, basta que ahora es la única artimaña que se le ha concedido para completar su misión.
¿La muerte...?”, rebufa cuando los otros, las alimañas, antigua división 46 del departamento de Cartografía del País, los últimos derrotados por el Bosque, se funden en la única y turbia alegría de despedazarle. Ah, y cómo rugen. Pero el Hombre ya conocía la Muerte y esta vez nadie podrá arrebatársela. Él ha cumplido y es bastante, se repite por última vez. Aprieta el gatillo. La explosión que sigue, tal vez no tan terrible pero de una eficacia contrastada por veinticinco pruebas con candidatos anteriores a él, ya no será su problema, y apremia a los átomos de plata para que también hagan su parte. El Hombre fuera.

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