Las
palas de la avioneta muerden los últimos coágulos de nieve sobre el
eje del motor y el hombre guiña los ojos por culpa de los minúsculos
perdigones blancos,
a la vez que forcejea con las correas de unas gruesas gafas forradas
de caucho que el piloto acaba de arrojar en su regazo.
―Espero
que puedan servirte ― le escucha gritar por encima del rugido de
los cilindros. Los esquís del tren de aterrizaje dejan un surco
veteado de orín y grasa a lo largo de la pista, a medida que van
alcanzando velocidad. No mira al suelo, pero en un momento dado la
inercia que le oprime los pulmones pasa de horizontal a vertical y
abre la boca para tragar una bocanada de vacío en bruto. Desde el
asiento trasero, nota los temblores que sacuden al piloto y cómo ríe
con furia, luchando contra las palancas del timón. Él se encoge
para buscar algo de comodidad, sigue con la mochila bien amarrada a
su pecho. El equipaje que le acompaña es austero: una muda para los
vendajes que sabe que no utilizará, algunos papeles ya casi inútiles
y una brújula, además del cuchillo y el revólver que no ha juzgado
inteligente llevar colgando de su cintura durante el vuelo. Sordas
punzadas le recuerdan que los garfios del arnés del paracaídas
siguen aplastándose contra su cuello y sus hombros.
Tratar
de llegar a las nubes sería una locura, le ha dicho Levrôn antes de
partir, así que se limitarán a un vuelo rasante por encima del
lago, de los azules fragmentos de estepa y del tajo vidrioso de la
breve cordillera que separa el mundo del bosque.
― El
Corazón está a más de mil kilómetros desde aquí, siguiendo los
fósiles de los caminos ― consiguió que le explicara, nada más
llegar al pueblo, un viejo demasiado embebido en sus propias
palabras. Las dejaba traquetear como una salmodia enjaulada dentro de
su dentadura de madera y esto fue todo lo que logró sacar en limpio
de él.
― No
encontrarás a nadie que te lleve al interior ― respondió
hoscamente el tercero de los aviadores a los que se presentó.
Rechazó su dinero y rechazó las fruslerías de chapa y cuarzo que
desplegó sobre la mesa, igual que los dos anteriores, y, aunque
detectaba un brillo codicioso en la mirada de los parroquianos de la
cantina, ninguno se atrevió a ir más allá. El enorme bulto de su
cuerpo les intimidaba. El Hombre les despreció a todos. A todos,
salvo a Levrôn, el tipo que ahora hace virar el aparato de madera y
falso metal por encima de las corrientes que bajan de las montañas
en un alarido blanco. El único que vino a él y el único que no le
puso reparos. Aunque sí le advirtió.
― No
iré más allá de las últimas prospecciones, sólo sobrevolaré las
simas. Y una vez allí tendrás que apañarte tú solo.
El Hombre asintió con una mezcla de
malogro y puro cansancio. Esa noche ambos bebieron licores destilados
de los frutos de los inidentificables arbustos que rodeaban el
pequeño aeródromo. No hubo falsas camaraderías, ninguno de los dos
quiso conocer la historia del otro. Al alba, un chorro de algún
sucedáneo imposible de café vino a buscarle, bullendo una taza de
latón, a la esquina del hangar en la que pasó la noche. No había
necesitado dormir, pero no supo rechazarla. Su estómago regurgita
ese error en este preciso momento, en la forma de un rastro de bilis
que se escurre por el fuselaje a su izquierda. Levrôn no le presta
más atención que una mueca reventada por la inercia.
El horizonte, de un gris perezoso,
se ve salpicado por largas marañas blanquecinas. Él puede verse
sobre la inmensa masa del iceberg corroído que es el lago.
― Ahí
empiezan los glaciares ― la voz del piloto se abre paso apenas
hasta sus oídos a través del vagido del viento. Le señala una
mancha extrañamente lejana. Tal vez la cualidad del aire le está
haciendo perder la perspectiva, aun así reconoce el desgarrón de
una tectónica imposible. Crestas de hielo y roca se elevan y se
derraman sobre riscos de tierra pelada. También diminutas
explosiones de nieve, avalanchas que desde la altura a él le
recuerdan a las fumarolas de un volcán. Los dragones de la ventisca
se abaten contra los cauces muertos y el tiempo se diluye, pronto
terminarán de sobrepasar las cimas de esta cordillera de
aberraciones erosionadas por una violencia viva. El Hombre sabe que
no lo hubiera conseguido por su cuenta. No cuando el invierno está
a punto de replegarse con el estertor brutal de los deshielos.
Más allá, es la marea de negro de
la Sima lo que les sale al paso. Levrôn deja que el aparato haga un
breve picado hacia las paredes de roca. Le gustaría creer que tal
vez ni los propios técnicos del Laboratorio sean capaces de calcular
su profundidad. Incluso a esta altitud hace calor, se dice el hombre:
puede sentir un golpe de vaho de la tierra asomando sus bocanadas
desde lo oscuro. Sobre ella, recios puentes de cuerda, madera y metal
se bambolean como si fueran látigos flácidos, sumergidos en agua.
Deben de medir cientos y cientos de metros, aunque no sabría decir,
las distancias son espejismos y Levrôn está gritando algo.
― ¡Las minas, las minas!
El Hombre esconde un guiño
sorprendido bajo el pasamontañas al girar la vista a su izquierda.
Como una sucesión de garabatos, las madrigueras de los carroñeros
de la nafta se revelan en un ramal de venas doradas hundiéndose,
horadando en las entrañas de los volcanes. De repente, un reflejo en
su memoria le hace mirar con aprensión al precipicio: a pesar de que
sabe que las arpías no anidan ya por esa latitud, expulsadas por las
ametralladoras y las precarias grúas de los prospectores, que ahora
eligen lo profundo del continente para hibernar, encerradas en
pesados capullos hechos con su propia saliva, detrás de los párpados
aún se le proyectan los fotogramas de esas inverosímiles
mezcolanzas de reptil, murciélago y araña.
Por ahora, los yacimientos también
están abandonados. Su dudosa legión de moradores no regresará
hasta bien entrada la primavera. Cientos de guarniciones, con sus
repuestos de tuberías y sus enormes bidones manchados de roña
oxidada donde acumular cadáveres de animales, rastrojos de árboles
y las excrecencias de las escasas poblaciones limítrofes. El fruto
de los pordioseros que, a continuación, hundirán en las grandes
cámaras de magma bajo la corteza. El proceso es simple. Una vez
allí, pesados mecanismos neumáticos acelerarán la pauta que la
naturaleza quiera marcarles para descomponer sus ofrendas, hasta
obtener esa especie de pseudobrea que les ayude a mantener la reserva
de energía en las épocas de invierno, cada vez más prolongadas y
que hacen que muchos en la capital empiecen a temer una verdadera
Edad del Hielo.
Un brusco bandazo del aire le saca
de su ensimismamiento. Han remontado la brecha y ante sus ojos se
abre ahora el destartalado paisaje brumoso de la Frontera.
― Nos
guiaremos por las ruinas del primer gasoducto.
La
ciudad nunca llegó a tener nombre. A lo sumo, una cifra sin sentido
para él en los mapas que consultó para aprender que era al Norte
hacia donde debía dirigir sus pasos. Pero el Hombre ha oído ya de
todo: una estación de devastadoras tormentas, sabotajes de mineros
celosos por su gremio; ataques de alimañas desconocidas y apenas
viables siquiera en este planeta de pesadillas... O quizá el mismo
Bosque, extendiéndose su manto de la noche al día para ocluir las
vías trazadas por los ingenuos topógrafos.
― ¿Lo
ves ya?
Poco
más que un puñado de colmillos de hormigón queda en pie dentro del
cerco todavía visible de las alambradas. Están dispuestos en
círculo, como un anfiteatro con las estaciones de bombeo en el
centro, de absoluto inútiles. Adivina pequeñas torres
circulares, con H de tiza pintadas en su cúspide. Por un momento se
lamenta. Si esto hubiera ocurrido unos meses después, podría haber
recurrido a los helicópteros de exploración propiedad exclusiva de
las compañías extractoras, incluso colarse en alguno de los escasos
dirigibles. Tenían razón los pilotos del pueblo, no hay ni el menor
rastro de una pista de aterrizaje.
La avioneta efectúa un par de
rasantes sobre los edificios y enfila al este, a las lomas. Allá se
precisan las formas de una carretera sepultada por la nieve, un
rastro que se pierde abruptamente un par de kilómetros más
adelante, cuando los primeros árboles emergen de la bruma. No deja
de ser arriesgado lo que pretende hacer Levrôn, y eso que no
desciende por debajo de la altura de visibilidad.
El
Hombre no espera a que el piloto le apremie. Se incorpora con cierta
torpeza y deja resbalar una pierna sobre el borde de la carlinga.
Necesitará impulso si no quiere golpearse contra los afilados
alerones. Algo en su nuca se enciende. También detrás de sus ojos.
Levrôn
y él no tienen nada que decirse ya: lo único que se le ocurre es
“suerte”, y eso a estas alturas está de más. Así que
simplemente toma aire y afirma los talones. Después salta.
Cae hecho un ovillo, como si
quisiera tocar sus hombros con las rodillas. Alcanza a ver cómo la
avioneta se desequilibra y unos instantes, se bambolea peligrosamente
sobre él mientras trata de apuntar de algún modo con los pies al
suelo. El paracaídas se abre con un sonido de succión, tirando con
fuerza de las correas alrededor de su ingle. Una ráfaga de viento le
sacude de flanco y le ha girar sobre sí mismo como un trompo; no es
capaz de retener el nuevo pulso de vómito y comprende que está
demasiado cerca, que no reducirá lo suficiente la velocidad antes
del impacto. Por puro reflejo, extiende las piernas y un zumbido
eléctrico le muerde los oídos. El espasmo de los pistones de su
cadera recalentándose, de las poleas tironeando de los cordeles de
acero que atraviesan sus muslos, recorre también su columna y sus
brazos y choca contra la nieve con el efecto de una bomba. Es un buen
aterrizaje. Durante una décima de segundo incluso casi está a punto
de erguirse, pero al final no logra recobrar el equilibrio. Rueda
arrastrado por la tela medio inflada por el viento, dolorido, dejando
un cráter de agua encharcada y posos de hielo a su paso.
Cuando se libera de las correas y
consigue ponerse en pie, descubre ahí arriba la estela desdibujada
de la avioneta, alejándose en un suave zigzag por esquivar los
bancos de niebla. Ignora si Levrôn puede verle, si le manda algún
gesto de despedida, pero eso no es importante: para el piloto el
viaje ha acabado, emprende su regreso. Él, por su parte, se masajea
los hombros doloridos, la espalda. Comprueba que los motores de sus
riñones reaccionan con normalidad a pesar del sobreesfuerzo y arroja
un alegre bramido al aire.
No vale la pena entretenerse más,
tiene que ponerse ya en marcha. Es perfectamente consciente de que
nada de esto le ha servido para encontrar la pista e ignora todavía
cuánta ventaja habrán logrado arrancarle al tiempo aquellos que
persigue.
El
cuchillo se melló en el aterrizaje, de
algún modo la hoja quedó medio tronchada contra la gruesa coraza de
láminas y más láminas plásticas que recubren el pecho del Hombre.
Aún así le sirve para arrancar un jirón cubierto de burbujas de
sangre congelada del lomo del alce. Se lo lleva a la boca y mastica
con desgana. La manada de animalejos parecidos a perros que acaba de
poner en fuga no ha dejado mucho del vientre ni la cabeza del
cadáver, no puede precisar qué le habrá matado. Quizá la simple
vejez, el agotamiento.
Ve
absurdo admitir que haya sido capaz de hacerlo un
triste puñado de bestezuelas famélicas y gorgojeantes, demasiado
diminutas para suponerle una amenaza ni siquiera a él mismo.
Ahora
vuelve a escuchar un muy leve silbido entre la hojarasca. Sólo a
unos pocos metros a su espalda, siempre fuera del alcance de un giro
súbito de la hoja en el aire.
Ya
lo ha intentado un par de veces, más por aburrimiento que por que se
sintiera en verdad en riesgo. Pero los niños de la nieve saben bien
cómo apañárselas para esquivar sus golpes, y no se le ha ocurrido
una buena razón para probar con un disparo.
Llevan
siguiéndole dos días, desde la mañana en que encontró los
primeros tocones, en un claro oscurecido por las huellas de un
incendio y salpicado por los esqueletos metálicos de grandes
máquinas de tala. Un cementerio de árboles, se dijo. La vegetación
había devorado cualquier rescoldo de los senderos que habían
llevado a los peones y sus migajas de civilización hasta allí, para
desperdiciar sus fuerzas en una triste escaramuza silenciosa. Entre
dos contenedores metálicos distinguió aquella sombra pálida,
agazapada. Casi la confunde con una columna de niebla.
Sin embargo, un instante después, supo que era algo viviente. Cuando
distinguió
el
ruido,
algo
así como el chapoteo nervioso de una respiración. Apartó de su
semblante cualquier vestigio de confusión o de alarma y empezó a
caminar con pesada lentitud, aferrando la culata del revólver en una
danza mecánica hasta la criatura. Ésta le esperaba inmóvil. El
Hombre comprendió que quería ser vista.
Un
reflejo negro y vacío como el corazón de una estrella le salió al
paso
desde aquellos ojos.
Si
les llama niños, es sólo porque la palabra le confiere de alguna
seguridad; de
todos
modos,
tras comprobar que el primero le estaba siguiendo tras adentrarse en
el bosque y que a éste se le habían unido otros, se
vio obligado
a
ponerles un nombre. Este es el mejor que ha encontrado, aunque
en verdad
no se atreva a aventurar lo que son. Podrían evocarle a monos,
pequeños monos albinos, cubiertos de largos mechones de algo que
tiene la textura del plumón de un pájaro y que vibra y difumina su
silueta con el soplido del viento. Pero no se mueven como los monos,
no balancean torpemente sus cuerpos en un mal zarandeo bípedo, sino
que deslizan sus piernas como si fuera el tronco el que tirara de
ellas y no a la inversa... Ni siquiera ha llegado, realmente, a
distinguir sus pies.
El
Hombre no se molesta en limpiar el reguero de coágulos de sangre en
la hoja.
Su estómago, satisfecho, se estira y se compacta como si imitara los
movimientos de diástole y sístole del ancho saco de tejido híbrido
que tiene por corazón y un pulso cálido se enquista en sus
mejillas. Sigue con
la mirada un
riachuelo de barro que serpentea entre los álamos podridos.
El
frío y la humedad apenas son un estorbo. Ni el hambre: las pobres
siluetas
de los carroñeros se mueven con demasiada torpeza entre los
arbustos,
apenas
tiene que esforzarse en seguirlos. Y de
cualquier forma,
es poco lo que él precisa para subsistir: en el peor de los casos,
se dice, podría tenderse boca arriba en la tierra, sin más, y la
batería injertada en su caja torácica le sustentaría durante un
millar de años; se lo aseguraron ellos, aunque no quiera
recordarlos, no quisiera ahora mismo. Así que, a veces, para evitar
fantasear acerca del poder del engendro que han puesto en su pecho,
echa a correr, y la fricción de los discos de metal de sus vértebras
por dentro de su piel al ir cobrando vida le resulta agradable. Un
cosquilleo.
En el fondo entiende
que los niños no se quedarán atrás por mucho que se abandone a la
carrera. Mas eso no importa. Se desvanece, las ramas azotan su rostro
y dejan efímeras muescas sobre su mejilla. Algunos destellos peludos
o correosos, asustadizos, saltan delante de él. Cada veinte o
treinta metros mira por encima de su hombro y siempre ve a varios,
como congelados desde su perspectiva, devolviéndole la mirada. Se
figura que en sus ojillos sin pupilas empieza a insinuarse un
incierto poso de respeto.
A la noche, vuelven a
replegarse en un círculo de blanco invisible alrededor del hombre,
al acecho. El pálido vaho del bosque les envuelve. Él recurre al
ramal de ecos de su sien para emplazarse en la oscuridad. No enciende
fuegos nunca. La brújula no le inspira ya la menor confianza, gira
con cada vez mayor desvaída pereza hacia el oeste, así que tantea
con temor otras señales: el errático follaje, las salpicaduras de
musgo. Ha estado echando cuentas. La marcha fue de más de cien
kilómetros el primer día, ochenta y pocos los segundo y tercero,
el cuarto, no más de setenta. Ahora se acurruca contra una pequeña
peña cubierta de barro y algo que cree que es algún tipo de bejuco,
y se da cuenta de cuánto le está pesando el bosque. Hasta los
circuitos que atenazan sus ganglios empiezan a quejarse.
Un lento mugido se
impone a los demás chillidos de la noche y él hunde el mentón en
el inflado cuello de su parca. Muy cerca.
A pesar de que no le
preocupa, no ignora que los grandes mamíferos se han adaptado con
inusitada crueldad a este mundo, cambiando a partir de las antiguas
criaturas herbívoras que los pioneros colonos fueron reconstruyendo
a partir de rescoldos de ADN extinto. Lo hicieron a medias por un
anacrónico sentimiento de culpa, a medias por puro pragmatismo.
Pensaban que iban a encontrar infinitos pastos vírgenes tras la
terraformación y apenas trajeron predadores, con la sola excepción
algunas especies de felinos y marsupiales que arrojaron con calculada
imprevisión a la franja de los trópicos, donde la geología era más
joven e inútil.
No
contaron con nada de lo que ocurrió después, pero el Hombre no se
atreverá a juzgar a otros hombres. ¿Acaso fue su culpa que la
evolución les jugara una mala pasada? ¿Que el clima explotara de
esa manera, sin un motivo palpable o que en sólo cinco o seis
generaciones nacieran los monstruos
y el Bosque iniciara su despiadada marcha para engullir todo un
hemisferio?
Tampoco que el paso a
la Tierra quedara interrumpido tras aquella conjunción, aquella
colisión brutal entre las gloriosas gravitaciones de cuerpos
incomprensibles. Se recita a sí mismo un terrorífico catálogo de
naves serradas por los dientes de un continuo putrefacto. Imagina las
cicatrices de tiempo y longitud desplegándose en las muecas
aterrorizadas de los tripulantes. El reflujo de las sondas de láser
y radiación glauca lanzadas al vacío en cualquier dirección, en
todas las direcciones, a la manera de una atónita despedida
enroscándose en los pilares secretos de algún borrador de la
eternidad, le alcanza, casi lo percibe como propio, con un
escalofrío...
Era
un información inútil para la misión encomendada, ¿por qué
dejársela dentro? Quizá, se dice el hombre, este guiñapo de
vísceras que aguanto tenga sus propios designios... Cierra y aprieta
y afloja de nuevo su puño diestro. Extirparon decenas de músculos
para dejar paso a sus nuevos nudillos inoxidables y procedieron de
manera similar en cada fracción de su cuerpo. ¿Qué les impidió
hacerlo con su mente? Recuerda uno de los mantras que le enseñaron:
Nadie
sin miedo puede ser un héroe.
Nadie
que no conozca la vida puede aprender el valor de una hazaña.
El hombre tuerce la boca asqueado y se hiere la lengua. Sus dientes
son cuchillas de acero.
Las aristas de roca
sobre las que reposa su cabeza se incrustan más en su carne: sigue
sin ser auténtico dolor, pero se agradece. Están siendo horas
terribles, mientras retiene cada uno de los rumores, de los siseos de
apéndices y abdómenes quebrando los rastrojos.
Al fin, cuando un azul
pálido se impone sobre las nubes sin que nada lo anuncie, como un
fallo en la secuencia, el hombre concluye que se ha dejado vencer por
el cansancio y que, como de costumbre, no recordará los sueños
abortados de la duermevela... Entonces, contiene el aliento. Unos
desorientados segundos. Nada. Y aun así, antes siquiera de ponerse
en pie y ver el cuerpo, ya sabe que algo va mal.
El ser yace fundido con
el lodo, la extraña cabeza puntiaguda reclinándose sobre los
hombros retorcidos. Unas enormes marcas se extienden como surcos de
arado por todo su torso. Observa con extrañeza que no hay el menor
vestigio de sangre, hasta que se aventura a palpar la enorme llaga
que recorre transversalmente el espinazo y una sustancia blancuzca,
con la textura de la resina, se le adhiere a la yema de los dedos.
No le dicen mucho las
huellas de alrededor. El humus abierto como en un zigzag apresurado.
Poco más. Desenfunda el revólver, da un par de cortos y acongojados
paseos en círculo, pero está completamente solo. Han huido, tiene
que haber sido eso... y en su interior, sin saber muy bien por qué,
un Hombre sorprendido descubre que únicamente desea que todos los
demás niños hayan podido salvarse.
La lluvia perenne es
sólo sonido y no cae, se propaga más bien bajo las copas de los
árboles con el morse furioso de las hojas amarillentas y endurecidas
sacudidas por una metralla de agua. El Hombre todavía resbala un par
de veces en esa especie de moho rojizo que recubre la corteza de los
troncos caídos y las piedras. Pese a ellos, alcanza la orilla con
algo de sigilo, lo que le permite un lapso de varios minutos para
hacerse a la idea de lo que tiene delante.
La masa del río
respira y se conmueve bajo una corriente mansa. El nivel ha crecido
hasta cubrir las filigranas blanquecinas que son los tallos rematados
por aguijones de una bizarra especie de juncos. Algo con la forma de
un nenúfar está pudriéndose sobre el légamo a sus pies, con los
pétalos parduscos inflados de polen. Un tenue chapoteo le hace
encogerse aún más. Sí, es una muchacha, ahora se permite estar
convencido. El cabello oscuro y encrespado le tapa ahora el rostro,
aunque sus ojos oscuros han escudriñado la maleza de la otra orilla,
donde se ocultaba él, antes de desnudarse de despojarse de su gruesa
pelliza granate y sumergirse en el agua. El río no es tan profundo,
se ha agachado hasta que sólo asoma la barbilla y juega a nadar. En
un par de ocasiones hace como que salta, revelando el rubor flácido
de sus pechos.
Hasta ella le ha
conducido el reguero de frondas tronchadas que lleva siguiendo desde
la tarde del día anterior. Cuando casi cae en aquella telaraña de
cables roídos por la intemperie, fundidos casi con los troncos de
los árboles. Piezas de cromo refulgían aún, sobresaliendo como
afilados brotes de lo más alto de un álamo totalmente pelado. No le
resultó difícil resolver que aquello no era más que los restos de
un repetidor de onda. Algún pájaro, una corneja o un prototipo
cualquiera de arqueópterido, se habría apropiado de los trozos
brillantes de la bandeja cerámica mientras otros animalejos daban
cuenta de la base de la torreta buscando comida.
Fue al ir a rodear la
maraña que le cortaba el paso cuando encontró el uniforme. Colgaba
de las ramas mayores de un arbusto. Estaba envuelto de una capa de
mugre y lodo y salpicado por las esporas de cactos parásitos, pero
prácticamente intacto, por lo demás: aún podían distinguirse los
números de asignación de rango, el esquema opaco de la bandera. La
cremallera apenas mostraba más que un par de muescas de óxido. No
lo tocó. Por alguna razón, tampoco ninguna criatura había querido
hacerlo: un insólito mohín de cortesía por parte del Bosque. Una
advertencia precisa para él. Ahí empezaba el camino, ese gran tajo
en la espesura que la vegetación no había cicatrizado, que le
esperaba. A lo largo de las horas siguientes encontró los demás
uniformes, diecisiete en total. Curiosamente, nadie de aquel pelotón
de expedicionarios se despojó de sus botas.
El crepúsculo se
extiende con lentitud. Podría añadir “majestuosidad”, pero la
palabra se le caería de la boca y se haría añicos contra el color
plomo que se hace fuerte en todo lo que alcanza a ver, ella incluida.
Aun así, permanece inmóvil, espiándola sin atreverse a dar un
paso. Ella tendría que haberle visto.
Más que algo que pueda
confundirse con lo que el Hombre recuerda que era el deseo, se trata
de un estado de extática gratitud. La soledad de su cacería pesa
más de lo que hubiera sido capaz de imaginarse, sobre todo desde que
entendió que no volvería a encontrarse con más niños de la nieve.
Aquel día, antes de reemprender la marcha, cubrió aquel cadáver
con un túmulo improvisado de hojarasca y ramas húmedas. Fue un
derroche de tiempo, era consciente: las sabandijas no tardarían en
dar cuenta de esa carne extraña, esos músculos rugosos y afilados
como la madera. Aun así confiaba en que, si los suyos regresaban,
fueran capaces de interpretar el gesto y entendieran que él, el
Hombre, también honraba a sus caídos.
Un bisbiseo se insinúa
a su izquierda, no puede decir que no lo esperara. Algo se agita en
las copas de los árboles, no acierta a verlo. El enemigo tiene que
ser rápido, muchísimo más que él. Esto es lo que más teme. Los
niños eran como fantasmas, sombras casi intangible de luz blanca, y
aun así aquello fue capaz de acabar con uno, tal vez más, de un
solo golpe. La muchacha no percibe nada, no interrumpe su errática
coreografía en el agua. Él aferra el cuchillo, a pesar de que
intuye que su filo destrozado no le servirá de mucho. Lo blande en
la diestra, mientras la zurda describe un vago círculo en el aire
con el cañón del revólver. No tiene dudas. A lo largo de los
últimos kilómetros y kilómetros entre los árboles no ha dejado de
percibir un acecho, un leve calambre hincado en sus vértebras. Como
si le estuviera espoleando, conduciéndole. Lanza una mirada rojiza a
la muchacha.
― Tú
eras el cebo.
Son las primeras
palabra que pronuncia desde que partió con Levrôn, suman un
chirrido desde la garganta. Las cuerdas vocales no responden todo lo
bien que debieran, el timbre mineral reverbera contra los troncos de
los árboles, y llega a percibir un amago de eco antes de que aquella
sombra negra proyecte su masa apagada desde las ramas altas contra
él.
El
golpe se hunde con contundencia en su clavícula. Recalcula, eso es
lo único que tiene que hacer para cobrar la matemática consciencia
de que ningún animal del tamaño de su atacante debería de poder
ser tan veloz. Sí acaso más fuerte, así que tiene opción de
romper la ventaja, decide y en un espasmo hidráulico, a ciegas,
lanza el cuchillo como un arpón para estrellarlo contra un torso
musculoso, cubierto de un vello hirsuto como púas. La hoja no
acierta a quebrarse del todo. Un jadeo ansioso la hace temblar hasta
la empuñadura, al tiempo que las garras alcanzan los costados del
Hombre y deforman el corsé de neopolímeros contra sus costillas;
pero
sigue siendo un error:
el enemigo ha dejado de prestar atención a lo que lleva en la otra
mano.
Cuando
aprieta el gatillo, el tambor está demasiado cerca de su propio
rostro. Las esquirlas de metal y pólvora le queman el pómulo
izquierdo, la sien, el párpado. Aunque
enseguida los
zarpazos
se hacen más débiles, pierden ritmo: la bestia escupe espumarajos
de una baba espesa que huele como el aceite gastado. Él todavía
tarda algunos instantes en darse cuenta de que se trata de sangre.
Ambos siguen rodando por el suelo; ahora que es su corpulencia la que
dicta el compás,
el
Hombre no se atreve a soltar la presa. Siente el tacto de unos
dientes macizos, afilados, bajo los temblorosos músculos de la
mandíbula que aún
tratan
de abrirse y cerrarse sobre su garganta. De repente, percibe que los
jadeos
se van acompasando de una manera extraña, hipnótica; de
que
el estertor de su enemigo, tendido bajo él, puede convertirse en el
suyo. La somnolencia está recorriendo sus sienes como un cálido
velo. Tiene que reaccionar.
Se
yergue en un golpe y un escorzo deshilachado le dobla hacia atrás la
espalda. Esto le da un margen. Dispara dos veces más, rescata el
cuchillo. Espera un latigazo en su cráneo, un chispazo. Nada. Ahora
puede
incorporarse,
lo hace
con pesadez, mientras el cadáver se abandona sus últimos espasmos
con la cabeza reventada por
tres orificios,
y busca
respirar.
Sacudirse
los miembros agarrotados por el bajón de adrenalina y trópicos
que inyectan las mecano-glándulas.
Ocurre
entonces. Les ve haciéndole frente a él, envolviéndole.
Encaramados a los árboles como ardillas o serpientes gigantes,
ocultas por negros arbustos, afilándose bajo la lluvia; escrutando
con pesada indiferencia al cadáver,
sólo a
unos metros.
La
chica ha
acudido también, arropada entre
todos
ellos.
No
estaba sola, no. No
lo estaba. El
Hombre se sabe vencido; no suelta el revólver, sin embargo, a pesar
de que sólo le quedan nueve balas en el tambor y hay demasiados
blancos a los que hacer frente. Catorce en total. En el último
momento antes de que avancen sobre él, decide que
puede consolarse.
Les ha encontrado. A
pesar de que en
su mayoría ya no son ni remotamente lo que él se atrevería a
llamar humanos.
Un tiro a bocajarro
recibe al más próximo de los que se le lanza encima, pero no es
suficiente. Se ve obligado a cargar contra esa mole pardusca, sus
grandes manos le buscan la garganta y sólo encuentran afilados
cortes que derraman la capa más superficial de la dermis de su
antebrazo. Como las ratas enloquecidas por el pentotal que día a día
vio morir en el laboratorio, se revuelve y contraataca con un
puñetazo que revienta algo blando. El otro gime como sorprendido,
retrocede bamboleándose. El Hombre le imita, trata de recuperar el
aliento. Nota un principio de final, al volverse al resto, a la masa
compacta, unitaria, de enemigos arracimados alrededor de su compañero
caído y del nuevo herido. Y sin embargo... Sí, efectivamente: ahora
hay uno más. Acuclillada, luego erguida, le desafía desde la misma
altura de sus ojos y él la reconoce, hasta está a punto de amagar
un temblor. La chica aún no ha terminado su transformación y
jirones de su piel blanca siguen retorciéndose bajo la gruesa
pelambre negra; sus cabellos ahora han adquirido la consistencia de
una crin.
Comienza, lo sabe,
cuando ella finta una patada ágil, como el vuelo de una guadaña,
para marcar la distancia y él se concentra en acatar las órdenes,
sólo necesita un par de segundos. Ella no se los concede. Salta casi
un metro por encima de su cabeza. El Hombre no abre fuego esta vez,
flexiona las piernas y se concentra para encajar el embate. Casi
pierde el equilibrio, a pesar de que lo que buscaba su adversaria no
era derribarle, lanza el cuchillo en un desvaído vuelo que yerra el
blanco. Culminada la voltereta, las uñas de ella se hunden en su
espalda: desgarrándole la carne de la nuca, llevándose algunos de
los cables de transmisión por medio. El Hombre se dobla sobre sí
mismo y grita mientras sacude la cabeza, aunque el dolor no está
ahí: no han visto que acaba de enterrarse el afilado cañón del
revolver en el pecho.
La
ranura entre las placas es demasiado estrecha, pero tiene que confiar
en que la bala pueda pasar, así como que la fisura en la cubierta de
plomo del pequeño reactor sea lo bastante grande para provocar una
reacción. Le han explicado, aunque no entendió bien, que la
atmósfera a medio cuajar del planeta tiene cualidades extrañas al
ser expuesta a ciertos
isótopos erosionados. No le interesa en el fondo, no es relevante
recordar más explicaciones, basta que ahora es la única artimaña
que se le ha concedido para completar su misión.
“¿La
muerte...?”, rebufa cuando los otros, las alimañas, antigua
división 46 del departamento de Cartografía del País, los últimos
derrotados por el Bosque, se funden en la única y turbia alegría de
despedazarle. Ah, y cómo rugen. Pero el Hombre ya conocía la Muerte
y esta vez nadie podrá arrebatársela. Él ha cumplido y es
bastante, se repite por última vez. Aprieta el gatillo. La
explosión que sigue, tal vez no tan terrible pero de una eficacia
contrastada por veinticinco pruebas con candidatos anteriores a él,
ya no será su
problema, y apremia a los átomos de plata para que también hagan su
parte. El
Hombre
fuera.
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