martes, 16 de octubre de 2012

DISPOSITIVOS DE MEMORIA EXTERNA

A Ezequiel le hemos llamado siempre simplemente así, Ezequiel. Sólo. A nadie se le ha ocurrido adjudicarle jamás un mote, un diminutivo. Ni siquiera a Lore. Su cari prefiere entretenerse en dibujar meticulosamente cada sílaba de ese nombre con la lengua, como un mal chiste que envolviera al Humbert Humbert de Nabokov en un chándal de tonos pastel: “E–ze–quiel”. Sobre todo si no está él delante. Por ejemplo cuando con alguna de las otras ―Margo, Eli, Raíz― se sienta en una de las islas de césped más apartadas del parque. Sabemos que lo hacen para que les gritemos, les cantemos chorradas o les tiremos algo, cualquier cosa. Entonces es cuando ella coge y se pone en pie justo en el bordillo y se inclina exageradamente hasta que se le distingue el nacimiento de los pechos y la frontera del sostén de algodón por el cuello de la camisa y susurra ―aunque en realidad no susurra porque podemos oírla, pero es como si lo hiciera―: “se lo contaré a E–ze–quiel”. Es normal, de todos modos. A lo de Ezequiel con las chicas me refiero. Es el más alto y el más fornido, el más hecho, por decirlo así, de la cuadrilla. Le conocimos por la liguilla del barrio de futbito y no era malo, su problema más bien consistía en que no soltaba la pelota ni aunque le matasen. Luego lo dejó porque se apuntó a un gimnasio a hacer kickboxing. Tardó exactamente tres meses en ingeniárselas para que le dejaran el tabique de nariz como la silueta de la sierra del Guadarrama en una movida a la puerta del Kobacho. Lo gracioso es que gusta más desde entonces. Le da un aire de actor francés de policiaco de la nouvelle vague. Me imagino casi a Lore sobándose y gimiendo “Bel–mon–do”. Pero no seamos tan optimistas: podemos darnos con un canto en los dientes si a ella le suena la cara de Vincent Cassel. En definitiva, que les envidiamos de una manera cordial, no nos mentimos en eso. A medio camino entre la puñeta y la admiración. Pero es que somos unos críos, esto no durará siempre. Todavía ignoro que me quedaré muy turbado el día que vaya a comprar un sofá para mi primer piso de alquiler con Rosa y me lo encuentre a él en la tienda de muebles. Ocupará el puesto de encargado de la sección de interiorismo, así que tratará de colarme una mecedora de nombre impronunciable, presuntamente finlandesa.
¿Y Lore? No lo recuerdo, la verdad. Se lió con otro, cambió de amigas... Sólo cábalas. La perdí de vista y en realidad no entiendo por qué debería estar pensando en nada de esto ahora. Serán los nervios. El calor de los procesadores contra mi sien. El olor a lluvia de la tarde, incluso a través de los cristales fundados de la ventana del dormitorio. Supongo que tenía algo de razón Rosa en que esto de las tarjetas es como hacerle dar vueltas y más vueltas sobre el eje del tambor a un revolver cargado. Así es como se juega a la ruleta rusa en México, dijo que lo leyó alguna vez: cuando el metal se calienta por la fricción, el percutor se acciona y la bala acaba saliendo completamente a ciegas. Aunque a algún sitio llegará, eso ni lo dudes. ¿Otro tequila? Me fuerzo a apartar los dedos del botón de salvado y repasar a partir de aquí todo lo anterior. Huguet diría: “las comparaciones son huecas, se contradicen lo registros, rompen el ritmo.” Lo sé. No es culpa mía. Verás, es que hay ahora mismo un hombre que me está mirando desde la barra de la cafetería de un tanatorio. Soy exacto en esta orientación. Reconozco que es un tanatorio porque, aunque sólo he estado aquí dos veces en mi vida y ambas muy separadas en el tiempo ―en el espacio debería añadir, tal vez― en ambas Rosa me está abrazando con fuerza. No: yo a ella. Trato de tranquilizarla con mi extensión mientras se revuelve como una alimaña histérica. “Menuda escena”, acierto a pensar, “al final se ha acabado derrumbando.” El hombre cruza una mirada lejana conmigo. Mi padre. Eso es, se trata de mi padre, sí. Pero no se acercará. ¿Qué puedo hacer entonces? ¿Qué puedo decir acerca de mi padre? Es comprensible, sólo se ha comido el marrón de acompañarme aquí. Él apenas ha visto dos veces a Rosa antes de hoy. Él no iba en el coche. Él no fue quien resultó prácticamente ilesa ―cuadro de contusiones y magulladuras sorprendentemente leve, los airbags del pasajero funcionaron― mientras Mayte salía proyectada a través del parabrisas, astillándose en el camino el esternón contra el volante. No es la muchacha llorosa que siente cómo cada pésame desea su muerte. ¿Yo? Yo no puedo decir si sufrir es honesto, sólo le devuelvo la mirada a mi padre. Porque esta es mi herencia, esta mirada, ¿no? Acabo de entender lo que Rosa trata de decirme dos meses antes, algo borracha después de compartir dos minis de sangría en el césped de Facultad de Ciencias de la Información. Las siete de la tarde. Hace ver como que no se da cuenta de mi mano resbalando por el tirante del sujetador, por encima de su camiseta de Emily The Strange. “El ADN, el legado, es la piedra filosofal de la alquimia del siglo XX. Nos ha enseñado que toda memoria es aroma, tacto, espasmos fotovoltaicos, química regrabable...” Me encanta la funcionalidad de la ropa interior deportiva, lo dócil que es la licra ante esta erección de los pezones y las formas, aunque no deje de preguntarme cuándo empezará ella a sentir curiosidad por mi turno correspondiente. “¿Y las palabras? ¿Las palabras no son memoria también para ti?”. Rosa gira la cara hacia mí. Nuestras bocas se buscan. Ya. “Las palabras sólo son herramientas. Convenciones. El gran truco permanente para que todos creamos que nos imaginamos lo mismo. Como un mapa, que resulta que no es el viaje, sino la mera narración del viaje.” Creo que estoy mintiendo. Estas no son las palabras exactas de Rosa, sé que añado cosas que nunca ocurrieron como tales. No importa, la beso igual y hago que pierda el hilo del pequeño parlamento que estaba a punto de improvisarse. Nada es ya del todo irremediable, salvo la manera en que se embebe de mi rostro al ponernos a ello. Tan parecida, le recrimino durante una de nuestras broncas más absurdas y candilejeras de primera convivencia, a cuando estudia los modelos tridimensionales de sinapsis neuronales que se trae a casa en el portátil. Me responde que es su trabajo, que no muestra el menor rubor en tratar de compartirlo conmigo. Que debería estarle agradecido. Supongo que es la razón por la que tengo que aceptar lo de Alemania, asumirlo como una consecuencia, como una lógica irrefutable a la que hay que abandonarse con la fe de un niño pequeño. Dices que es bueno, ergo está bien, mi nena. Muy bien. Pero y si no trago, ¿qué? ¿Vendrá el monstruo de debajo de la cama? “Me encanta cómo confundes el conocimiento con tu maldita ansia de control, de posesión”, exploto ese día. Estoy furioso, sí, la situación requiere melodramatismo. Aunque sea una oferta de la Compañía, la Compañía Con Mayúsculas. ¡Por Dios! ¿No soy capaz de entender lo que significa?. Quiere que la acompañe. Un contrato con el equipo de García por tres años. Prorrogables. “¿Qué hay de ti? ¿Que hay de tu carrera, dime? ¿Qué te retiene aquí?”, me espeta. Guardo un silencio que quiere ser todavía desafiante y llamo a Huguet esa noche. Para preguntárselo, sí. ¿Qué me retiene aquí? Pero él escucha “Hamburgo” y hace una pausa enfática que habla de trenes que rompen la barrera del sonido, de trenes que borran la velocidad de la luz. Del correo electrónico. Ya no me apremia tanto para que concluya la novela, sé que los últimos capítulos que le envié le inquietaron y que nunca va a decirlo. Somos amigos, pero su editorial es pequeña, están empezando, necesita apostar por cosas más fiables. El dinero es suyo, ¿no? No, nada de esto necesita decirlo. Nada. Somos amigos. Precisamente por eso está resultando una conversación borrosa, una conversación que nunca habría querido recordar, a no ser porque el guión es tan elemental... Bien, puedo rehacerlo. Volver a la cama, acurrucarme junto al cuerpo doméstico de Rosa, hundir la nariz en su pelo; en todo esto consiste, querido amigo, la velocidad de la luz: en ocurrir de todos modos. No dejo de recordarlo cuando el alicate que demuestra ser la mano del doctor García muerde la mía nada más llegar al aeropuerto. Su exacerbado sentido de la diligencia le obliga a simular que mi nombre le resulta mínimamente célebre, más allá de por el hecho de pertenecer al novio que nunca acompaño a Rosa a las cenas del seminario, al fatuo plumilla, al que estaba al margen, con el que sólo ha coincidido dos o tres veces, contando la lectura de la tesis, muy de refilón. Al extraño. A una especie de quiste ―en resumidas cuentas― en el currículo de su mejor alumna. Elogia alguno de mis artículos de divulgación sobre sináptica, aunque ambos sepamos que mi aportación se redujo a dar un poco más de fluidez a las frases kilométricas de Rosa, y llega a mencionar la primera antología de mis relatos, la que se llevó aquel premio menor. Me enciende pensar que los haya leído, aunque tal vez lo irritante sea que sólo ha leído esos. La cuestión consiste, me temo de todos modos, en algo parecido a los celos. Aunque el caso es que aquí no debería haberlos. A estas alturas, definitivamente no. García tiene ya sesenta y pico años y su cuerpo recuerda a un cilindro más que a la geometría de trapecio invertido que a cualquier hombre en su sano juicio debería hacer temblar. Y por lo que se refiere a su mente... La propia Rosa me ha habituado a sospechar de las mentes. “¿Te imaginas?”, bufa durante el desayuno al señalarme un artículo en el suplemento dominical del periódico, “¿todo el conocimiento de cinco años de carrera en una cápsula para tomar con el café?” Los mismos errores acumulados, sin aprendizaje por medio, sin solución de continuidad... “¿Eso es lo qué piensan que estamos investigando?” “¿Has leído ‘Flores para Algernon’?”, le pregutno. “No, pero sé de qué va” y ambos pasamos un rato riéndonos de la perspectiva de un futuro de retardados mentales asaltando las farmacias en pos de una nueva dosis del milagro que un equipo de investigadores españoles están preparándonos en Hamburgo, según una fuente de toda solvencia informó a la agencia EFE. Yo hablo con los del gabinete de prensa de la Compañía. Buscan un periodista de confianza para encarrilar adecuadamente toda esta expectación en nuestro país. Parece prometedor. “En Silicon Valley”, declama una afectada cotorra que se ve que tiene fe verdadera en cada comunicado que redacta, “se empiezan a desesperar porque ven a dónde puede llevarnos este proyecto. Ellos siguen dándoles vueltas y más vueltas a sus juguetes cuánticos: velocidad y potencia de cálculo, el paradigma binario, si ve a lo que me refiero. Nosotros damos un Salto Cualitativo Total (SCT)”. Ya. Como de la ammonita al trilobites. Del tiranosaurio al archeopteryx. “Redefiniremos el concepto de máquina pensante”. Sí, sí, Dios qué grande. Tomo notas y más notas en mi libretita de papel porque no me apaño con las PDAs ―”gracias a nosotros las PDAs se quedarán obsoletas en menos de tres años”, me anima la buena mujer― y hago algunas fotos de lo que me dejan. Durante la elaboración del primer reportaje que firmo, mi propia esposa me responde con dulces evasivas, como un juego. “Conseguirás que me entre complejo de secundario de Superman”. “¿De Lois Lane?” “No seas idiota; no, de los otros que no pintan nada. Del pelirrojo por ejemplo. Jimmy Olsen, su mejor amigo” “Los mejores amigos no follan”, me corrige con una caricia adecuada. Eso que gano. La novela va también estupenda. Se empapa del azul vidrio de Hamburgo, el azul acero de Düsseldorf, el azul dormitorio de Bruselas cuando la UE reacciona por fin y apuesta decididamente por lo que la Compañía ofrece. De nuevo del azul de Hamburgo, esta vez afilado y victorioso. Soy yo el que empieza a darle ahora largas a Huguet. Asumo que la distancia me ha hecho ganar prestigio. “Procesadores que sienten” es el lema ahora. “Más falibles para según qué cosas, por supuesto, Nunca mandaría una sonda espacial en una ruta computada por ellos”, nos aclara García en una conference call con medios especializados. “Sus aplicaciones están pensadas con los pies en la Tierra”. La novela no tiene nada que ver con esto. A grandes rasgos, es la historia de un hombre que piensa en su vida. Algún guiño onírico, el nombre de una ciudad que es la mía, sí, pero se descompone en pequeñas calles y plazas que, sin dejar de ser verdaderas, no coinciden con las que puedes ver en un mapa. Huyo del realismo adocenado, como me escribe Huguet. Él es muy dado a los diagnósticos detonadores, tampoco quiero pecar de ambicioso con este primer envite. Sí que creo que haré que aparezca una sonda espacial. García ha metido imágenes muy jugosas en mi cabeza con sus chácharas pedantes. Hojas y hojas apresuradamente arrancadas de mi colección de blocs con el membrete de la Compañía van atiborrando el escritorio. Aunque al final lo acabo volcando todo a un procesador de textos, siempre echo de menos el tacto, el olor a papel reciclado, a tinta mordiéndolo. Debería revisar las otras tarjetas, ahí sí que tiene que seguir estando todo: ese aroma. Rosa se ríe y me llama romántico a veces, otras hippie, otras tecnófobo. Yo sé que no es una tontería, la tecnología puede pasar de muleta a lastre en milésimas de segundo. Lo he contrastado con mi propia experiencia. Durante una visita a Madrid, este es un ejemplo primordial, vivo una situación eminentemente ridícula: me roban el portátil en la barra de un Starbuck’s. Ya me veo reescribiendo a toda prisa medio capítulo al menos en la apretada caligrafía de mi agenda para poder dictárselo a Lola, la secretaria de Huguet, y no tener que dar los tres últimos días enteramente por perdidos. “Es de lo mejor que has escrito”, bromeará. O tal vez no. A los Muñoz Molina, Reverte, Houellebecq, Neumann, Marías, Foix, Merino o Carver no les ocurrían cosas como esta. De un Easton Ellis o un Loriga sí que soy capaz de concebirlo. Y no me cabe duda de que Bukowski ―sentencio― edificó toda una literatura sobre sus manuscritos extraviados. En cualquier caso, no es tan grave. No guardaba ahí información comprometida, números de cuenta ni claves; el sistema de seguridad ―software propio de la Compañía― se encargará por sí mismo del bloqueo y las anécdotas, en definitiva, son útiles; se reciclan más tarde o más temprano. Lo malo son los cinco artículos que he ido abocetando a lo largo de estos días de viaje. A la basura. Empezar de cero. Tengo que renegociar los plazos. Hacer la denuncia también, que no se me olvide presentar a mis clientes un papel como atenuante. Y, por supuesto, telefonear a Rosa para que prepare una transfusión de urgencia a las oficinas locales del banco y ahorrarme papeleos a causa de los límites de saldo de mi Visa zona 2, la única que he traído, cuando adquiera un nuevo terminal, porque ya es evidente que esta quincena no voy a cobrar. Después de todos estos trámites decidiré ir a dar una vuelta por el centro, por relajarme un poco. Relajarme un poco es gastar un poco de lo que me ha sobrado, otro de los eufemismos que vienen con el siglo, así que entro en una nueva librería, enorme, que han abierto hace poco en Callao. Franquicia inglesa, me parece. Muchos cómics en el escaparate. Spiegelman vs. Proust. No dejaré de observar eso. Pero de repente descubro que me he mentido: no tengo la sincera intención de comprar nada aquí. He venido empujado por un mero arranque de ego. Mis dos libros deberían estar por algún lado, la edición del último es relativamente reciente. La dependienta no tiene ni idea. No le suena mi nombre. Tampoco al motor de búsqueda en el que lo teclea. Insisto tal vez demasiado y soy bañado por unos ojos suspicaces. Entonces, no sé cómo, suelto algo que en el momento debe sonar a espantosamente ingenioso, porque le arranca una media sonrisa y un brillo avaricioso en los dientes. Pero después de unos minutos se habrá convertido con una estupidez, sino sería capaz de repetirla aquí. El caso es que acaba pidiéndome el teléfono, por si acaso hay suerte. Extiendo el brazo ―aunque no se precise de gestos raros para hacer esto, soy un poco payaso― y la tarjeta, que que llevo incrustada en el dorso de la mano, proyecta mis datos sobre el lector de la caja registradora. Es uno de los primeros modelos, aún es compatible con un chip de los de antes y responde sólo a órdenes muy básicas, igual que un músculo. A ella le sorprende igual, al leer la información en su pantalla se ríe con auténticas ganas. Que no me mande a paseo ya es buena señal. Por si acaso doy el nombre de otros dos libros inexistentes, para disimular. Estaré por aquí una semana, de todos modos viajo con frecuencia a España, le explico. “Vengo a ver un amigo”. Soy escrupulosamente descuidado al mencionar el nombre de Huguet. Le veo arrancar una hoja amarilla de un mazo de ‘post it’ y anotarlo. El cuadrado amarillo no esperará ni cinco segundos a que me aleje del mostrador para despeñarse papelera abajo. Digo “adiós” o “hasta luego”, para el caso es lo mismo, y al salir de nuevo a la Gran Vía el cielo se raja. Estrictamente hablando, seis o siete bloques de gis y nubes, inmensos como placas tectónicas, se deslizan y colisionan sin el menor sonido. Espectacular. Tendría que sacar fotos cuando a mi alrededor suceden cosas como esta. Por un instante me hace olvidar dónde estoy, hasta que, sin solución de continuidad, una lengua que no es la mía, una lengua con sabor a tabaco rubio y regusto a vodka pugna por derribar la frontera de mi labio inferior. Estábamos hablando de Palanhuik, así que era inevitable. “Cada día, miles de jóvenes pronostican la muerte del arte de contar historias”, Huguet dixit. “Necesitan a alguien que les escriba los eslóganes.” No he sido yo quién ha preparado esta encerrona. Por supuesto, la chica tampoco. No hay muchas exposiciones que valga la pena visitar en las galerías de Latina un domingo por la tarde y, obviamente, esta no era una de ellas. Pero es que nos la promocionaban como todo un must see. ¿Qué culpa tenemos? “Es una suerte haberte encontrado en ese antro.” Ella me dice ahora ―está mintiendo, pero lo hace tan premeditadamente mal que es divertido― que el otro día sí que me reconoció. No le doy muchas vueltas, la vida es así. En ocasiones caes en gracia. Me cuenta que tiene veintipocos años y muchas prisas, que está con algún postgrado de Semiología; que este curso no hubo suerte con las becas administrativas, que por eso curra en la librería esa. Fines de semana y algunos festivos. No pagan tan mal. Los libros hoy en día son o bien artículo de lujo o bien pequeños fajos de papel higiénico con el último best–seller a tres euros. Así de amplio es el horizonte de negocio, yo lo sé mucho mejor que ella. Tiene algo de estilo para haber sido tan directa hasta ahora, pienso por mi parte. Tarda un par de horas en hablarme de lo suyo y lo hace como por azar. “¿Tú escribes?” “Nah, de vez en cuando. Me centro en reseñas y esas cosas.” En un rato matizará que colabora con “fanzines de contracultura”, cita textual. Es casi tierno. Al menos me ha ahorrado el monólogo modo panfleto y sé que no voy a volver al hotel cargando en mi recién estrenada Blackberry con giga y medio de relatos, trozos de novela; ni siquiera ―Dios me ama― un poemario. En contrapartida le vuelvo a ofrecer el emblema de Huguet, aunque no me quepa duda de que ya contaba con ello. Tan previsible que haga como si no, que busque otros derroteros para la charla del hasta luego... “¿Cuándo tenías que coger el avión?” Un gesto huidizo, libre de toda sospecha, resbala por mi brazo. Ya me veo anticipando ese momento. Como un buen actor del método, le aporto trozos de mi propia vida a los diálogos. Así sé que en el fondo no le estaré ocultando nada a Rosa cuando vuelva a Hamburgo. Por suerte, no viene nadie a recogerme a la terminal y esta suerte de descompresión de otro país, otra vida, no es tan chocante. Eso sí, descubro que mi acento empeora exponencialmente a cada regreso de Madrid: todavía estoy repitiéndole por cuarta vez al taxista ―lo mío con los turcos es primario antagonismo― la dirección del complejo cuando me llega el mensaje de Rosa. ¿Ha pasado algo? “Ven directamente al Centro, por favor.” Arrastro el juego de maletas por el hall y el control de seguridad. Mi mujer me intercepta antes de llegar al ascensor. Recibo un beso jovial, alborotado. Le tiemblan las manos, no es capaz de conducir. Yo estoy hecho polvo, pero no vamos a dejar el Volvo en el aparcamiento y ya he despedido al taxi. La plaza es la 534B. Guarda silencio hasta que enciendo el motor. Alguien dentro de mí se espera que me pregunte si es que he vuelto a fumar. En lugar de eso susurra “lo hemos conseguido.” No me entero de mucho más en casa. “El terminal es capaz de hace más de lo que imaginábamos. Muchísimo más. Es capaz de personificarse.” Vaya, ¿resulta que al final García tenía razón y conseguido que alguno de los procesadores ha lazado su primer vagido de autoconciencia? Los japoneses ya lograron algo así con un ordenador cuántico convencional. No me regodeo innecesariamente en mi papel de abogado el diablo al recordárselo. “No, no se parece en nada a aquello.” Gesticula excitada, no molesta. “Tendrías que verlo con tus propios ojos para comprenderlo.” Esto último va a ser difícil. Acceso restringido, ¿sabes? Las únicas razones por la que me dejan deambular ocasionalmente por el perímetro de los bloques del laboratorio son las efusivas loas que les cuelo en los medios en español de vez en cuando y, por supuesto, Rosa: la mejor, la número uno, el sine qua non para fichar a García. El acuerdo de confidencialidad nos lo hicieron firmar a ambos por igual, eso no se me olvida. Lo que sigue a esta conversación son dos paracetamoles ―tengo los capilares de la sien derecha a punto de reventar y pocas ganas de agradecer nada a nuestros empleadores― mezcladas con vino y un breve episodio de sexo. Rosa toma la iniciativa: ella tampoco quiere hablar más. Todo me resulta un baile ávido, febril, ansioso, más muchos otros adjetivos que esos que los talleres de escritura te enseñan a odiar a muerte. La ducha no termina de despejarme. Necesito dormir un poco. No estoy al cien por cien ―definitivamente no― cuando suena el timbre de la puerta. Es García. Emerge desde ya no sé qué lado del mundo y yo no tengo la cabeza para esto. Trato de escabullirme al dormitorio, pero la fuga se queda en un amago. Con voz temblorosa, casi suplicante, el viejo me retiene. Ahora salta con que ha venido a hablar precisamente conmigo. Una interjección está a punto de resbalar de mi boca. García será breve, me asegura. Tomo asiento sin esperar a que lo haga él, soy un mal anfitrión, el cansancio me puede. “Como Rosa te habrá comentado...” He llegado hace menos de tres horas, puñetero egomaníaco, a Rosa no le ha dado tiempo a comentarme prácticamente nada. Pero prefiero no interrumpirle. Cuanto antes acabe mejor, y la manera hipnótica en la que vuelve y revuelve el espíritu en la máquina es indudablemente absorbente. Sistema operativo. Especificaciones técnicas en una retahíla de siglas con el mismo supuesto poder mágico que los ideogramas de los hechiceros chinos. Compilaciones de fluidos, sinapsis, cultivos. Procesadores químicos, no cuánticos, en definitiva. Se pregunta cómo pudimos pensar alguna vez que el resultado de ambas líneas de investigación tendría alguna aplicación mínimamente parecida (sic). Mientras, Rosa se apoya en el respaldo del sofá. La conozco. Su respiración contenida, entrecortada, como en guardia, me anticipa el golpe. No tarda en llegar. “Estoy aquí para pedirte que cuides de ella. Que la apoyes en todo lo que está por venir.” Es mentira, eso lo veo al instante. Puro teatro. Tal vez Rosa se lo trague ―se muerde el labio inferior, apesadumbrada―, yo soy más retorcido. No soy como ella, no me he olvidado de desconfiar de las mentes. Tengo delante de mí a un verdadero maestro, y sé perfectamente de lo que son capaces los maestros. Demasiado Bernhard, demasiado Lem durante los años de universidad. En mitad de una frase que ni me molesto en registrar, García se lleva la mano al bolsillo interior de la chaqueta y extrae de él uno de las últimas tarjetas patentadas por su equipo. No tiene nada que me llame especialmente la atención. Quizá que es más grande que las que he visto anteriormente, esta parece casi una memoria flash. Ah, y los vértices del rectángulo son más redondeados. A la luz de la lámpara parece brillar como si estuviera recubierta de una especia de barniz. “Aquí están los últimos diez años de mi vida.” Extiende la mano. Yo no pienso en cogerla. Tampoco sé si es lo que espera que haga. Todavía estoy buscándole un sentido a lo que acaba de decirme. ¿El fruto de su trabajo? Bien. Lo último que se me ocurre es que tenga un sentido literal. Entonces habla Rosa, perfectamente coordinada. “Hemos logrado emular los procesos bioquímicos de la memoria.” Gracias por la aclaración, es exactamente lo que me dijiste hace tanto tiempo ―casi siete páginas― aquella tarde en la facultad. Es tu línea de investigación, lo sé de sobra. “La psicología ha viciado la neurología de tal forma que casi nos hizo creer que era imposible”, insiste García, los ojos levemente humedecidos, la voz quebrada. Yo siento el imperativo circunstancial de decir también algo a mi vez. Piensa, rápido. “¿Diez años? ¿Diez años para hacer eso?” Rosa clava las uñas en mi hombro, horrorizada, me imagino. Por su parte, lo doy por sentado, García se lleva la tumba la íntima convicción de que soy imbécil. Ningún retintín trágico en esto último, por lo demás: Para mí sólo se trata de que, unos días después, se cumplen los pronósticos. El doctor se retrasa demasiado en entrar al laboratorio y dispara las alertas. Le encuentran en su cama: una dosis excesiva de alguna familia de barbitúricos acerca de los que la policía ―el cuerpo de seguridad del complejo― no da más explicaciones. Según nos es revelado a posteriori, García tenía cáncer. Para las grandes historias de la segunda mitad del siglo XX, el cáncer sustituyó a la fanfarria de plumas, sulfuros y campañas napoleónicas en el papel de deus ex machina a la hora de hacer avanzar la narración. Esta no iba a ser menos. Así, a sus treinta y tantos, Rosa queda al frente del equipo. La sacan en televisión y todo. Durante la entrevista, no deja pasar ni medio minuto sin retrotraerse a García y su legado. Esto parece el auténtico funeral, tan laico y catódico. No entra en detalles sin embargo. A la Compañía no le haría gracia. Además, me pregunto, ¿con cuántos cómplices cuenta en su equipo? ¿Cuánta gente sabe lo que yo sé? Me dejo convencer por Huguet para que vuelva a Madrid unos días. Es una ocasión especial, me necesita. El quinto aniversario ya. La editorial está empezando a despegar del circuito underground ―una etiqueta llena de todo la reputación que se quiera, pero que nadie honestamente busca― y de las cajas a pie de página en los culturales de los periódicos. Huguet me propone un libro de viajes, algo completamente a mi aire. Que de rienda suelta a mi faceta periodística. Yo le digo que revisaré mi archivo, pese a que creo que en el momento en que me llama debe de llevar una copa o dos de más. No sé qué le ha dado. Él ha dicho siempre que ese tipo de cosas sólo venden si las escribe una ex floclórica, es escéptico hasta la cretinez. Sé que podría soltárselo: “mira, tengo una exclusiva, algo que si jugamos bien nuestras cartas...” Sin embargo ocurre que ni se me pasa por la cabeza tal dilema. Esta noche no, al menos. Rosa charla animadamente, feliz de ser ignorada por el mundo, con la nueva novia de Huguet. No puedo creerme que haya logrado arrastrarla no ya lejos de Hamburgo, sino fuera del complejo siquiera. Pensé que me diría que temía que la Compañía registrara nuestra casa en su ausencia o algo así. Siendo sincero, tampoco andaba yo muy desencaminado. “Está bien, te acompaño. Se supone que unos días me vendrán bien. Y así no levantaremos sospechas.” Una mano se pasea discretamente por mis riñones como sobre el lomo de un cachorrito. Hay un miserable segundo de pánico antes de que ella lance una matematizada sonrisa de book de aspirante a actriz y me plante dos besos. Llevo un par de meses sin llamarla, las cosas han cambiado. Oh, le va bien. Dejó la librería, por lo visto ganó un concurso o una ayuda del Ministerio a la creación no me queda claro. Ahora anda metida en la movida de la sensografía. Huguet ha mostrado interés ―por eso está aquí esta noche― por un librito de cuento ilustrado por ella misma. “No me habías hablado de nada de eso”, le riño distraídamente, rezando porque así fuera. Evito confirmar ni negar su mayor terror: que he sido yo mismo el que la recomendó. De pronto me pregunto si no habré caído de verdad en una trampa. Desaparece antes de que pueda recabar más evidencias al respecto. Un apretón afectuoso en mi codo, un sin más, y enfila de nuevo hacia la barra. Alguien la envuelve en su brazo cuando llega. Con el otro ni siquiera ha cruzado un “¿y qué?” Rosa emerge en mi órbita, siguiendo mi mirada con la trayectoria de un asteroide fatal. “Tu amigo goza de predicamento entre los jóvenes”, se limita a observar con cierto soniquete. Yo sólo quiero morirme. Morir o rescribir la frase: el tremendismo no es santo de mi devoción y soy consciente de que palabras como, precisamente, “morir” no podemos usarlas alegremente. Se requiere estar hecho de una pasta especial, poseer un carácter lo bastante árido como para situarte por encima del sentido del ridículo. García lo tuvo en vida, sí, lo cual no impide que cualquier otro pueda desarrollarlo sobre una mesa de autopsias. Así lo hizo Mayte, sin ir tan lejos, tan risueña y frugal ella con la camisa a medio abotonar en a fiesta de mi licenciatura soportando una lluvia de kleenex ―Rosa gritándole― y balanceando los ritmos como serpientes al ritmo de una canción de Barrio Sésamo. Cómo éramos, Dios, cómo éramos. El cementerio de la Almudena dimana un calor obtuso del mármol y el granito que asfixia los ramos frescos para fermentar una peste a jardín botánico, a trópico, a una jungla a escala con su propia fauna de orugas–robot diseñadas para la limpieza. El nicho está alto, demasiado para Rosa, y yo no pienso acercarme más. Nos conformaremos con leer el nombre, corroborar las fechas, constatar que esa foto que nunca le hizo justicia presidirá su eternidad hasta que el ayuntamiento de alguna legislatura venidera estime oportuno recalificar el terreno. Con eso cumplimos, ¿no? Rosa coge mi mano. Los dedos helados, no me había dado cuenta. “No tiene que acabar así.” “¿Así cómo?” Entonces ella me enuncia su Plan. Su Gran Plan. El Rey de Todos Los Planes. No sé si he entendido completamente lo que acaba de soltarme. Con todo, tal vez no me escandaliza tanto como debería. Y lo siento de veras. Me la imagino dándole vueltas a la cabeza para encontrar la escenografía adecuada, buscando ansiosamente la atmósfera de la muerte: cadáveres bajo nuestros pies, cadáveres sobre nuestras cabezas. Lamento decirte que la televisión, los libros, las películas, los videojuegos se te han anticipado, nena. Tanto trabajo para nada... Esto son los daños colaterales de eso que llaman imaginación. O puede ser también, ¿por qué no?, la consecuencia de un vulgar ataque de pánico. Rosa está diciéndome ―ella misma, por su propia boca― cuantísimo necesita mi apoyo. Lo que quiere hacer es... Los planos de lo que estoy narrando se mezclan de una manera absurda. En mi bolsillo, la pequeña losa del móvil se retuerce como un corazón delator o un parásito de otro universo. “Tu mujer es todavía más fascinante en persona. Sólo espero que la próxima vez nos ahorre el placer de su compañía.” Pienso en ello ahora, por lo que según las reglas de la narración debería interpretar que el mensaje me ha llegado esa misma mañana en el barrio de los muertos. Pero sé que no. Demasiado oportuno. La vida no debe funcionar así. No me decido a borrarlo hasta que no volvemos a Alemania, cuando me encuentro cara a cara con el señor Terminal. Es la primera vez y no lo consideraría dentro de la categoría de encuentros agradables. Rosa lo ha despanzurrado completamente sobre la mesa de la cocina para dejar al descubierto los “componentes orgánicos”. Prácticamente todo lo ha hecho en el laboratorio, yo sólo asisto a retoques sin importancia. Maneja unas herramientas extrañas, cristalinas, afiladas. La veo operar el metal y los polímeros como un Miguel Ángel desquiciado anticipando el cubismo con su última Pietà. Las tarjetas que nos dejó García ―en especial las dos primeras― no merecen mejor trato. Descubro, para mi sorpresa, que “orgánico” es un eufemismo de “viscoso”. A continuación, recibo un centenar de pequeñas instrucciones. Parece que tuviera que cuidar a un bebé. Ella pasa doce horas al día en su puesto, no hay más remedio. “Un montón de tiempo para escribir”, apunta. Es su única broma en meses y a mí me suena a navajazo. Gracias. Las primeras semanas, en cualquier cosa, no se pierde gran cosa. Voy introduciendo las tarjetas ―lo que ha quedado de ellas―, anotando las eventuales reacciones. Y aunque lo eventual se nos resiste con ganas, ni por un momento me paro a reflexionar acerca de lo que estamos haciendo. “Si funciona, oh, si funciona”, declama Rosa. Pero por ahora es condenadamente aburrido. Una mañana propongo acoplarle un altavoz. Ella no se ríe. Esto ocurre casi al final del plazo de cuatro meses que nos concedió García y mantener la ilusión cuesta mucho a estas alturas. Ni siquiera hay suspense. En el fondo damos por hecha la derrota. Un disco duro demasiado caro: esto es todo lo que tenemos. Hasta que llega el gran momento inmarcesible en el devenir del tiempo... El más anticlimático que nadie pueda imaginarse. Tan flojo como que una tarde, mientras estoy en la cocina preparándome el café, el doctor García decide que está vivo. Así, sin más. El monitor estalla del susto ―técnicamente hay que hablar de una sobrecarga― y nos perdemos para la posteridad el registro de sus primeras palabras. Rosa viene a casa con la excusa de una emergencia doméstica y se pone a tratar de arreglarlo. O eso dice, porque su delicadeza con el artefacto es la misma de siempre. Yo en ese momento estoy convencido de que el experimento ha lanzado un chisporroteante canto de cisne. Así que lo que empieza ante nuestros ojos no le sorprende a ella ni la mitad que a mí. No en vano yo ya había escrito ese artículo tan retorcido para el boletín interno del equipo internacional. “Tenemos que concebir que las tarjetas son un sistema de codificación muy elaborado que contiene infinidad de matices, como una pista de música, pero un millón de veces más complejo.” La hipérbole es mía. Casi todo en realidad: no tengo el texto a alcance y mi memoria no es generosa para una literatura tan pobre como la corporativa. Vengo a decir, en definitiva, que sólo hay una manera en la que lo que entre en la caja salga en un formato mínimamente comprimido y comprensible: las palabras. Lo que no se esperaba, interpreto por la manera en que el ceño se le disuelve hasta dar paso a un arco de 45 grados, es que la máquina tuviera la autonomía para emprender un discurso de motu propio. Contábamos con chisporroteos, preguntas, monosílabos, años y años de traslaciones al binario, no con esto. Un par de horas después, por fin me atrevo a hacer la pregunta: “¿De qué está hablando?” La respuesta, en uno de los clones gratuitos de Google. Tampoco nos aclara gran cosa. Ninguno de los dos recuerda prácticamente nada las olimpiadas de Seúl del 88, Rosa ignoraba completamente que García hubiera estado allí. En realidad, sigue estándolo ahora mismo. Y parece muy a gusto, no tiene prisa por volver. No voy a molestarme en transcribirlo, me aburriría. Pero el impacto en ella es tremendo. Una sombra con los hombros caídos y el rictus torcido sube las escaleras. Esto , a efectos de lo inmediato, significa una cena arropado por un silencio denso como el gas de una escafandra. Espero que en cualquier momento el plato de ensalada acabe estampado contra la pared por encima de mi cabeza. Es una impresión que se convertirá en recurrente durante los próximos días. Incluso irá a peor. Se siente ―y yo también un poco, para qué negarlo― como una madre primeriza que descubre una tara irreversible en su retoño y los consejos no sirven, y la paciencia no llega, y tiene que aprender a vivir con ello. ¿He dicho yo también? En cierto modo. Pero yo aprendo a tomarme con filosofía la situación. Acabo enchufándole un baffle y un periférico de lectura para ciegos. A Rosa ya no le parece mal. Tiene algo de guión beckettiano, el nuevo legado del doctor García. Aunque yo soy más de Chejov, pero el buen y tuberculoso amigo ruso hubiera sido demasiado medroso para incidir con ese tono de demente senil tan propio de los chavales de treinta y tantos años que siguen siendo vírgenes funcionales ―como es el caso de García― una y otra vez en las presuntas particularidades prensiles de las extremidades de las gimnastas coreanas. Pero hasta en Beckett el absurdo tiene una razón de ser y su subsiguiente lapso de mediocridad. Así que he aquí lo más tópico que he hecho en mi vida, reconocer ante mí mismo cuantísimo me debo una válvula de escape. Las llamadas a Madrid se me llevan unos cien euros al mes, entre el transporte al centro de Hamburgo para buscar un locutorio de línea externa y las cervezas que me tomo frente al Museo de La Creación ―superviviente de la horrenda Universal de hace un lustro― por disimular ante ya no sé ni quién. Huguet está al tanto. Me imagino que lo ha estado todo este tiempo, ella lleva años en su banquillo de jóvenes autores, aunque ha preferido ser discreto. Mejor para todos. “Esas cosas pasan.” Lo tiene claro, bendito sea: no sabe de la misa la media. El auricular es como una mejilla cálida contra la que estrellarse durante un abrazo. Sigo escribiendo. No se espera otra cosa de mí. Rosa llega tarde, ya lo he dicho, cada noche trae más juguetes para García. Le da igual mi ausencia. Los nuevos prototipos de tarjeta en los que están trabajando retrasarán su salida al mercado todavía otros dos años. Y eso es un plazo optimista. El problema es el método para recabar la información de una manera práctica. “Olvídate del silicio y de los superconductores” asevera Rosa desde una portada del Science. Bien, hacen progresos. Los procesos ya no son tan agresivos como con los primeros prototipos. García tuvo que dejar circular entre las cúpulas ejecutivas de la Compañía el rumor de un desesperado tratamiento contra su enfermedad para justificar sus convalecencias durante la preparación de los últimos cultivos de tarjeta. Paradójicamente, el propio doctor empieza a ser de utilidad para que la investigación avance. Repasando sus notas personales ―las del difunto, no la del triste remedo autista que escondemos en el sótano como un hijo mutante encadenado―, los matices, las digresiones, Rosa empieza a atar cabos. “Cada sinapsis genera una frecuencia. Registrémoslas. No imitemos el cerebro, sino lo que hace el cerebro. La palabra clave es triangulación.” Dicho así no es sólo fácil, sino obvio. Pero aún le lleva tiempo encontrar el modo. Y se da cuenta sin terminar darse cuenta. Cuando finalmente ocurra lo llamaré momento eureka. Estamos ya en la cama, un miércoles creo. Ella agita los brazos hacia el techo y ahoga un chillido mientras salta hasta la puerta. El folio electrónico que estaba repasando cae sobre la colcha con la gracia de una loncha de queso. El escáner no tarda ni ocho meses en estar listo: la Compañía se muestra satisfecha con esta nueva línea de investigación y no hace demasiadas preguntas. Primero resultados, luego ya veremos. ¿Ocho meses? Bien. En ese tiempo, García profundiza aún más en su incapacidad para establecer relaciones con su entorno inmediato. Cualquier estímulo ―ya sean terabytes de textos especializados, rancias tesis doctorales, fotos de viajes, hallazgos moleculares o moderadas descargas eléctricas― es asimilado, genera una reacción, sí. Mas nunca una respuesta. No concibe nada ajeno a ese perpetuum en el que se está convirtiendo su monólogo. Todo entra a formar parte de él. Nada sale. Podría escribir una biografía. Una muy completa y reveladora. Sé más de García que nadie en este mundo. Más que Rosa incluso. Ella no es capaz de bucear en ciertas confesiones que el terminal se hace a sí mismo. Como la que viene al hilo de aquella vez en que se extravió junto a una alumna aventajada en los sótanos del Gregorio Marañón. Otra, que conste; a Rosa ni ha llegado a mezclarla en esos lances. En el fondo me sorprende descubrir que la venera como Schliemann a la estela funeraria de Casandra: tan heroica y esperanzadora y, sobre todo, usada. Aunque casi sonrío al leer el nombre de la afortunada. Fue una de las descartadas para venir a Hamburgo, recuerdo cómo Rosa se alegraba al contármelo. ¿Quién iba a sospechar eso? Y también, ¿de qué me sirve? ¿Cómo iba a demostrarlo? Algo que no nos hemos planteado aún, aunque acabará pasándoseme por la cabeza, es que se esté mintiendo a sí mismo. Dicen que cuando estás a punto de morir, tu vida entera pasa delante de nuestros ojos como una película. ¿Quién te garantiza que sea la que quisiste vivir, en lugar de la que viviste efectivamente? Con todo, el potencial de escándalo de estas revelaciones es escaso. Ya hay demasiada gente que se venga del dolor ―y de su senpai el fracaso― aplicándose con fervor a lo anodino en las facetas arriesgadas de la vida: las relaciones humanas, el trabajo, el sexo, la política... Incluso la estética. Un día le sorprendo poniendo a escurrir a Lynch y antes de preguntarme quién le ha dado a él el carné de crítico, me digo que qué vamos a hacerle, que no tiene sentido que se moleste en ser ni mínimamente aséptico en su reaccionarismo cuando nadie le escucha y que en realidad yo soy el carroñero en esta pirámide. Me escapo a España siempre que hay ocasión. También a otros sitios. Rosa me acompaña a veces sí, a veces no, y cuando voy solo no siempre hay alguien esperándome. Cojo taxis, metros y, al ver la estatua que acaban de poner junto a la estación de Tribunal, descubro que una canción de Sabina podría decirlo mil veces mejor que yo. “La estrategia del pop es ponerle un cepo a nuestra educación sentimental.” Huguet es un maestro en frases lapidarias, debería dedicarse a los aforismos o a los crucigramas. La novela ―Dios, y van tres― ya está en imprenta: él me lleva a una cafetería por Conde Duque después de tirarnos media tarde hablando de galeradas. “Tu amiga promete.” Que vaya tan de frente para esto no es habitual en él. “¿Cuál de todas?” le pincho yo, y lo capta y prefiere no entrar al trapo. Se desvía de nuevo hacia el tema de las ediciones en bolsillo. Al rato comenta que aún estamos a tiempo de arreglar algo en algún concurso con los relatos que le he presentado últimamente. “Es un buen momento. ¿Ahora, qué te lo impide?” Yo no sé a qué se refiere exactamente con esta insinuación, pero la hace en el peor momento, como casi todas las suyas, y el resto de la conversación se va por el desagüe igual que una balada traladrada por la rima interna. Luego, visito la buhardilla de Lavapiés camino al hotel. Mil trescientos euros de renta mensual, no puedo dejar de fijarme. Una gran sábana extendida en la pared de lo que sería el salón y varios botes para pintura como para gotelé. “Ya sé por qué no te haces millonaria con esto: aquí hay mejor ventilación que en el estudio de Pollock.” A ella no hay forma de arrastrarla a una discusión, si fuéramos un matrimonio nuestro sofisticado ingenio nos acabaría matando de aburrimiento. Por fortuna, no somos nada. Estamos en el sofá, aún a medio vestir y miro el reloj sin disimulo. “¿Hola y adiós?” sonríe. Yo asiento por enésima vez, recojo la cazadora y me agarro a ella como el hilo de Ariadna. Por enésima vez, al bajar por las escaleras, me digo que me sentiría igual de vacío si no acabara de tirármela. Sé que el mundo no se acabará con una explosión, ni con un gemido, sino con un párrafo de prosa mediocre para dar noticia del amor. Cuando conecto los micrófonos que Rosa le instaló al terminal y trato de compartir esta sabiduría con García, éste no me hace ni el menor caso. No me molesta, ahora en cambio pienso que hace hasta bien en ignorarme: soy muy malo para nada que no sea contar una historia. Además que sí, que todo el mundo sabe que las reflexiones ontológicas son un crimen. Eso al menos el buen doctor lo tiene claro: ahora le ha dado por despotricar contra las ideas acerca del libre albedrío y la mecánica cuántica en no sé cuál novela de Michael Chabon. Lanzo una feroz carcajada y brindo por él en plan cosaco. “Abuelo, estás hecho todo un paradojista, como Chesterton. Y lo mejor es que tú ni siquiera te das cuenta.” Aquí viene otro ron. Sin perder la compostura, eso sí. Cuando Rosa llega a casa tarda por lo menos veinte minutos en darse cuenta de la cogorza que llevo encima. Me enseña un casco. Reacciona justo a tiempo para arrebatármelo de las manos cuando estoy intentando ponérmelo. Su expresión de pánico se me queda grabada. Es muy graciosa. Lo percibo todo con nitidez, sin embargo a la mañana siguiente no tengo ni idea de cómo he acabado en la cama. Me ha despertado un portazo. Debe de ser más de mediodía. Un sábado. Una ducha, dos cafés y tres aspirina porque: soy consecuente con la evolución humana tras un siglo entero de automedicación fiel al producto más clásico de la Compañía. Tanto Rosa como yo tenemos la incómoda sensación de que deberíamos decirnos algo pero no estoy de humor y ella está haciendo verdaderos esfuerzos por no dejarse llevar por las pulsiones crueles que despiertan las resacas ajenas. “Hacía mucho que no te veía tan ido.” La afilada media luna de su sonrisa desgarra mi entraña baja. En la habitación contigua, el ronroneo de una impresora saluda, seguramente, el último desvarío de García. “¿Qué es eso que trajiste anoche?” Un luminosos cansancio cubre su rostro como un pasamontañas cuando deposita el escáner sobre la mesa. Es más grande que nuestro microondas, muchísimo más liviano también. “¿La Compañía espera comercializar un armatoste así para uso doméstico?” pienso con ojo crítico. Profesional. “Este fue el cuarto prototipo. Estamos en la última etapa para sacar uno híbrido, orgánico y sin carcasa.” La pregunta es obvia. “¿Por qué traes este entonces?” Y también la respuesta: porque no lo echarán de menos. Cuando me explica lo que piensa hacer con él, una punzada de hielo recorre mi nuca. Guardo silencio unos segundos, buscando una expresión más precisa para describir la sensación, la más adecuada. No hay. “Es monstruoso.” Rosa se retuerce en una sacudida casi física, como un Víctor Frankenstein al que Igor empezara a recitarle lo que acerca del alma dejó escrito Voltaire. Lo digo, sí, pero no sirve de nada. Hago el ridículo. “Eso nunca ha sido el doctor García”, me espeta. Cuando sale esa tarde ―le faltan herramientas y el Laboratorio es su supermercado― me acerco al terminal y paseo mis dedos por las arterias de metal que lo encierran. Pienso que es tan estúpido ponerle nombres a las cosas como a las personas. No hago más objeciones. Es tu trabajo. El riesgo sólo es tuyo. Es tu juguete y son tus recuerdos los que has introducido como variable en la ecuación para que te de respuesta a unas preguntas que no has sido capaz de plantearle de otro modo. Funciona como una transfusión de sangre, dices. Añadirle algo vivo, algo útil, a un continuo abocado a la entropía. Suena obsceno. Aunque dé lo mismo, ¿no? Rosa no pide mi beneplácito, en el fondo. No lo espera ya. García me dijo que te apoyara, pero luego de esto sólo será su palabra contra la vuestra. Y yo tampoco estaré aquí para remediarlo. El avión sale a las catorce, hora local. Haz lo que quieras. Yo ahora me veo ante un hipócrita jurado de hipócritas receptores: permítanme que revele cómo he llegado hasta aquí. Es el momento. Ocurrió más o menos en este punto del relato. Verán cómo ellos irrumpieron como una nube de azufre en una representación barroca y lo precipitaron todo. Porque la historia tiene hasta gracia. Fueron los movimientos de mi cuenta bancaria. Les haría varias preguntas, si tuviera ocasión. ¿Imaginan una evidencia más mediocre que esa para un crimen? ¿Y más irregular en términos legales? Un detective de la Compañía ha hecho a fondo sus deberes pero no termino de entender esta jugada. ¿Es acaso la manera más adecuada de doblegar a Rosa, de poder meter baza en ese proyecto paralelo que se trae entre manos? Porque no nos cabe duda a estas alturas de que lo saben, era sólo cuestión de tiempo que movieran pieza. Pero ¿soy yo su punto débil? ¿O lo es tan sólo su orgullo? La conducen con total discreción al despacho de uno de los directivos y le presentan las evidencias. El que habla posee la entrenada frialdad de un forense haciendo el recuento de los objetos personales extraídos del cadáver de una niña de ocho años. Billetes de aerolíneas, una exhaustivo recuenta de cada itinerario en Madrid y, rematando, una generosa ración de fotografías. No tienen tan mal gusto como para mostrarle los vídeos. Insisten en que no ha habido más remedio. Se preocupan por ella, la Compañía piensa en sí misma como una gran familia... Eligen con un escrúpulo enfermizo las palabras. Rosa también. Se pone de pie, se abotona ceremoniosamente la bata y en un perfecto alemán ―digno de los versos del primer Benn, que tantísimo le entusiasma― les dice exactamente qué pueden hace con todas las pruebas que se han visto obligados a recopilar. La han subestimado. Imbéciles. Si algo nos lega el pensamiento científico del siglo es una metodología de la adaptación casi lamarckiana. Elaboras una hipótesis sobre la vida. ¿Te la destrozan? Bien. Así arranca el juego: búscate otra. Antes de terminar de aparcar en nuestro garaje ya se siente completamente desquiciada, pero no dejará que yo la vea así. Soy el enemigo. Sólo necesita un par de frases para ponerme en antecedentes y dejarlo claro. Pienso que no hay más. La garganta se me estrangula cuando le pregunto si quiere que me vaya. Otro silencio. La sigo al dormitorio. Se está desvistiendo, irrumpo en su campo de visión pero ella me ignora como a un mueble. Quizá sea lo mejor, ese patetismo contenido de los gestos ausentes. Ridículo, un final tan corriente y sarcástico como el del explorador que muere de difteria tras encontrar las fuentes del Nilo. Imagino un neón furibundo rodeando mi cabeza como la aureola de un santo, mi apreciación de la realidad haciéndose pedazos. Me siento en la silla del tocador y la veo llorar una tenue cortina de rimel a través del espejo. El reflejo sí puede permitírselo, y así durante meses, años, eones. Lo que haga falta: el futuro es un lugar muy solitario. Más allá de las ventanas, Hamburgo cae envenenado por las longitudes de onda de lo previsible, lo que tenía que pasar, lo irremediable, y conecto el monitor del terminal. El césped impecablemente sintético que bordea la entrada llama mi atención unos segundos. El atávico anclaje bucólico ―suena a una enfermedad de las vacas― da lugar a contrastes como este al transplantarse a una emoción urbana. Amenaza lluvia, pero la gente inventó los paraguas y el asfalto hace siglos, eso no importa. Nuestro progreso es como la habitación de un hotel que tenemos que dejar libre antes de las doce para que pueda trabajar el servicio de limpieza. Si dejas atrás algo humano, algo tuyo, algo cierto y que no encaje en el método hipotético–inductivo, nuestro Destino, sencillamente, no vendrá. Y te haces la pregunta: ¿qué valor tiene saber acerca de las palabras y las cosas si no puede decirnos nada acerca de nosotros mismo? Yo, por ejemplo, ignoro qué hará Rosa con esto de lo que me estoy despojando. Han sido tres semanas de abismo. Sin embargo, no me ha pedido que desaparezca. No me ha dicho: “me pone enferma verte aquí” ni me ha echado en cara que haya amado a otras –esto último, tal vez no es cierto– pero no podría elegir obviarlo. Y la tragedia de todo este proceso de “volcado” es su comodidad. No pasa en absoluto por una intervención activa del sujeto. Es muy simple en realidad. Puede realizarlo usted mismo en su casa, anímese. Imagino los eslóganes futuros. “Hágase un back up en solo un par de horas, tenga a mano un dispositivo de memoria externa por si algún día llaman a su puerta el cáncer o el alzheimer o el formato de la bomba apocalíptica que más esté de moda durante este invierno.” Y en ello ando. Comprobando si también puede servir para decirte adiós. Para ahorrarnos dolor. Hay tiempo. Tampoco mucho. Vuelvo a apagar el monitor. Vuelvo a encenderlo. Las minúsculas argollas del casco se calientan sobre la piel de mi cuello, pero es perfectamente tolerable aún. “¿Qué clase de masoquista o de sádico”, me digo, “se hace esto a sí mismo para que la mujer a la que abandona tenga un vaciado de su mente contra el que poder destrozarse a conciencia?” Decido que doy por sentado que Rosa tratará de editarlo, de fabricar a partir de todo esto unas palabras que pueda asumir. Será exactamente lo que pretendía hacer con García. A quien, de alguna forma, he salvado. Por lo que, de alguna forma, seré un héroe respondiendo con cautela obediente y precisa. Usando el pretérito perfecto: “Pensé esto, dije esto, cuando estaba aún aquí...” Es así de fuerte y lo peor es que en el fondo será muy justo. Me siento como adormilado ya. Debe de ser la radiación micro–hertziana. Déjalo. El taxi te espera. Todavía tienes que terminar de vestirte, de recomponerte un poco. Ve al baño, mójate la cara, tómate un par de analgésicos y haz tu puñetero mutis de esta casa; un auf Wiedersehen para siempre. Me repito. Extiendo por última vez la mano hacia el botón. El tacto de las teclas desaparece. ¿Va algo mal? La penumbra de esta tarde de otoño se solidifica hasta la náusea. Mi propio cuerpo como un lastre lejano. Unos pasos que no son pasos, sino el simulacro de unos pasos porque Rosa nunca llevaría tacones. Sin embargo lo que sigue es indudablemente un aplauso. Y esto una carantoña. Y aquí algo que recuerda a un beso y que corrige hasta el último de mis temores. “El experimento ha sido todo un éxito”, me anuncia su risa. Pausa. “Ahora, cuéntalo.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario