domingo, 14 de octubre de 2012

LA BANCA ROTSCHILD

[...]hace ya un huevo de tiempo y la gente vive hoy la hostia de obsesionada por demostrar que nadie, absolutamente nadie les puede tomar por gilipollas y por eso meten los coloquialismos como huevo, hostia o gilipollas hasta en las escaletas de los Telediarios, aunque la gracia, cierto, está en que no les prestamos atención ya nunca, nos aburre demasiado estar veinte minutos de imágenes y labios moviéndose sin verdaderas ganas, preferimos una lata de rosado Don Simón y, a lo sumo, mirar el móvil cada cinco o diez minutos y teclear por contestar a alguna chorrada, sabiéndola perfectamente una chorrada. Eso sí, el televisor no lo apagamos nunca. Es un deje, o sea, un tic, una manía de la época en que todavía no éramos tan viejos y fantaseábamos con salir un día en esa misma pantalla de la primera hora ante la que nos hacíamos la paja enésima de nuestra vida a la salud de una locutora «perfectamente consciente» de que había, sino millones, sí al menos unos cuantos miles de madrugadores machacándosela tan sólo con un plano de su rostro y su chaqueta, a veces de su falda si explicaba el tiempo
, y de que esa era la mejor garantía para salvar su trabajo y su hipoteca. La vez que Estelle me pilló me llamó «cerdo» (en inglés), enfermo y asqueroso; pero aunque hubiese tenido razón, que no es así, no voy a pedir ahora disculpas, cuando las tías que salen en televisión se maquillan igual que cualquier hombre, lo imprescindible para no parecer zombis por los focos, y se la «pela» (ignórese el chiste, please) ponerte cachondo o no, porque algún día de estos se les empezarán a caer las tetas como incluso también a mí se me caen las tetas, puro pellejo, y están hartas de pasarse tres mil años temiendo ese después. «Así que, ¿sabes qué? Que le jodan al mundo.» Eso dijo la corresponsal de Televisión Española en Londres con ocasión del programa especial de la BBC en que hablaron de nuestro país y aquí la aplaudimos, allí parece que le cortaron la cabeza a un par de directivos. De todas formas, me la casqué, y cuando ella me mandó un mensaje preguntándome qué tal le dije: «Una lefada gloriosa, Estelle». Porque, sí, la corresponsal de Televisión Española en Londres es Estelle, ella misma eligió el puesto, lo cual explica que aquella fuera la única y última vez que vi mi careto en una tele extranjera. Foto. Tono de teléfono. «R. Masca, 'ideólogo' de la revolución española» «Oui? C'est moi. Que me la chupéis todos». Por cosas como esta fue la última, si bien es innegable que está el tema de la demanda de los herederos de Stepháne Hessel (pobre hombre), que gracias a los abogados que costea Francia y lo que queda de la Comunidad Europea (gilipollas) asciende ya a unos 670 millones de euros. Por no hablar de los de Louis Ferdinand-Céline:[...] buscan también rebañar en mis huesos, que tanto han hecho por revalidar lo suyo. Digo yo que es imposible que un proceso judicial así prospere en España, donde ya no hay ni editoriales más allá de esas imprentas para pijos que con las fotocopiadoras y el ebook que te regalan los ayuntamientos por ingresar tu nómina y empadronarte han quedado reducidas solo a una parida para eso. Para pijos. Así que aquí tenemos los motivo para que el Gobierno considere que es mejor que no asome la patita más allá del Penedés. Ni si quiera de los límites de mi ciudad, de mi Alcalá de Henares, que cada por tres me monta recitales y conciertos con antorchas bailarinas y mierdas de esas. Que no se me malinterprete. Aprecio el Arte. En serio. Lo aprecio como a esas tiras de papel untadas de pegamento y miel a las que van a parar las moscas gordas, zumbonas, carroñeras de la mierda de los establos del pueblo de cuando era crío. Porque yo también he sido crío y como homenaje a aquello me dan ganas de estrujarles las cabezas fofas del color del moco cuando acaban de soltar guita en honor de nuestro Arte. El problema no es vivir, exactamente, por muy mal que sepa «agasajarme» la pobre, en una ciudad como Alcalá de Henares, sino esos putos mamporreros de Madrid que se empeñan en que no salga de aquí, mientras ahí tienes a Estelle haciéndose la Santa Tecla en Londres, cuando ella tuvo tanta «culpa» como yo de todo. Ella fue la que me dijo «hostia, hagámoslo» cuando la palabra «hostia» tenía algo de mérito, máxime en una becaria estadounidense que curraba de traductora en el mismo periódico, diez años menor que yo. Durante todo ese tiempo yo había sido corrector, aunque era un poco gilipollez porque la mayoría de los redactores usaban el procesador del textos y lo único que hacía yo era volvérselo a pasar a las noticias, nadie se pispaba. Cuando empezamos a intimar, se lo dije a Estelle y fue otro de nuestros secretos, compartido con un colega de mesa, el mejor que tuvo nunca, él ahí aprovechando el rato muerto para escribir en un blog y citarnos a gente como Clausewitz. Fue el que nos habló por vez primera de los Rotschild y sé que no puedo mencionar su nombre, pero nadie me va a impedir que deje constancia de todo lo que me jodió que le deportaran, a fin de cuentas la culpa fue de aquella chica y de que no fuera capaz de orientarse para dar con cualquiera de las sucursales de esa gran Familia y acabara metiéndose con su chaleco de petardos con alcance para tres metros y al menos dos empleados en la única sede de la banca china en toda la puta capital. Hostia. No tengo nada en contra de los chinos, pero son la hostia. Estelle fue la que lo dijo y mi idea creció y se infló y se infló y pensaba en aquellos chavales sentados en Sol al día siguiente de las autonómicas de mayo del 2011 que lo habían dejado todo y nada claro con el culo endurecido y firme, valga la redundancia contra todo. Entonces van los cabronazos de la empresa, los mismos que acababan de anunciar el ERE de 55 tíos con familia (o sin familia, me da igual) a la puta calle, esos mismos tíos van y adquieren los derechos de «¡Indignaos!» y lo van a regalar como suplemento del periódico porque el verdadero y único periódico de izquierdas y su puta madre. Yo estaba muy, muy de mala hostia. Tenía el finiquito sobre mi nuca como la puntilla. «Se van a cagar.» Y joder si se cagaron. Podía hacerse. En cualquier otro momento, sí, hubiera sido imposible, pero habían recortado tantos gastos que nos habían dejado el terreno dispuesto con mas agujeros que un campo de golf para mongólicos y cuando Estelle me cogió la polla en el retrete y dijo «hagámoslo, mamón», decidí que teníamos que darnos prisa. El panfleto original de Hessel era una mierda, lo leí en una edición pirata argentina que rulaba por Internet y me ahorré cinco euros, hablo sin sin rencores: apenas recuerdo más que lloriqueos sobre Palestina y regadíos y la «tentación totalitaria» como la llamaba mi amigo Clausewitz, descojonándose. No necesitábamos nada muy largo; con lo cual tuvimos que aplicarnos a un feroz trabajo de poda y reescritura vía traductor de Google® (¿os acordáis de cuando existía Google® antes de que los chinos se la follaran y tuviéramos que volvernos a memorizar las cosas?) con los textos de Ferdinand Céline (y la gente me pregunta, «señor R. Masca, señor R. Masca, ¿por qué Louis-Ferdinand Céline?» y, en vez de mandarles a tomar por el culo, les explico: «yo qué sé, hacía un porrón de siglos que había leído Viaje Largo Hacia la Noche y no podía decir más pero cuando empezaron a dar el coñazo con que si Héssel por aquí que si Héssel por allá que si sus noventa años que si la veteranía que si las embajadas de la ONU y que si un millón de mierdas me acordé de Céline y pensé, joder, que hay franceses y Franceses; yo al viejo le conocí, a todo esto, me planté en primera fila en una presentación editoral, por entonces nada de esto había comenzado casi y yo no era del todo clandestino, pude colarme con mi carné de prensa y me saqué un brick de vino del forro de la cazadora y me lo calcé y él no supo que era yo, ni mucho menos su editora, pero madre mía la que se montó, salimos por patas partiéndonos el ojete perseguidos por el securata...» Hubo que arreglar cosas, claro, cogimos trozos de novela y de ensayos que nos tuvimos que bajar porque en España nunca habían sido traducidos, y pulir las alusiones, cómo se decía, antisemitas, que tampoco eran tan obvias como me temía (en este país desde hace 500 años nadie tiene ni puta idea de lo que es un judío más de lo que ha visto en las películas) pero a Estelle le parecía que no veían a cuento. Mi colega que leía a Clausewitz discrepó, no porque leyera a Clausewitz sino porque se empeñó en que había que dejar claro que los Rotschild estaban aún detrás de todo, que no era el capitalismo per se, eran los mismos de siempre, los mismos que lo habían provocado todo para forrarse ahora con el negocio de los eurobonos, era lo que llevaban haciendo doscientos años... Total, que como yo, que estoy operado de fimosis, tampoco quería meterme en esos berenjenales acepté que mencionaríamos en una nota al pie a los Rotschild sin más explicaciones. Funcionó, funcionó tan bien que nadie nos acusó de nada y la gente se pensaba que en verdad era metafórico, que íbamos por los Botín, incluso cambiaron los nombres cuando volvieron a publicar el libro (con el título «Indignaros», sic), cuando se exiliaron con todos los banqueros y los Reyes; y eso solo, tampoco muchos más, como los ayuntamientos empezaron a dar crédito y a reimprimir sus propias pesetas, las industrias no tenían tanto melindre, aunque esto no fue idea nuestra. Nosotros en verdad, lo único que hicimos fue coger tres furgonetas de los almacenes del periódico y plantarnos en Sol con todos los ejemplares que pudimos antes de que el periódico se diera cuenta de lo que había sucedido y ordenara destruir la tirada. Los repartimos con bocatas, Estelle se encargó mientras yo le daba a la botella de Fanta limón que disimulaba el vino blanco helado, porque hacía un calor de tres pares de cojones, ahí con mis pantalones de pinza y corbata. Se acabaron los libros, pasaron un par de días y seguimos ahí. Estelle hablaba más, la gente a veces hasta la escuchaba, pero yo no levantaba el culo de mi pedestal de farola salvo para ir a rellenar la botella. Al final algunos de los gestores, y no voy a decir que no fuera lógico, se dieron cuenta de que estaba muy borracho y tenía que irme, que el movimiento no aceptaba eso. Pero me encabroné, no sé, tenía delante a un pipiolo con piercings y esa cosas llamándome poco menos que despojo y yo en el puto paro para siempre, mi corbata y mis pantalones de pinza y mi camisa horrible de señor de manga corta llenas de mierda de tres días en el suelo y treinta y tantos años resbalando en las letrinas, sí, pero humano, joder, humano... Empecé a gritar, a gritar no como una histérica sino como un imán o algo por el estilo, no sé cómo acabé con un megáfono en las manos y la peña empezó a oír, a oírme, a oírnos de verdad. No tengo ni puta idea de lo que les dije, iba tan, tan cocido... pero por increíble que parezca, y Estelle está segura de ello, fue como si los cabrones se hubieran leído el tochito entero que les habíamos colocado, jaleándome, aplaudiéndome, abucheándome, pegándose a veces entre ellos y trayéndome vino, vino de verdad, cada vez que se me secaba la garganta y lloraba de puro agradecimiento hasta que me caí redondo al suelo cinco horas, siete días, dos-mil-años-yo-qué-sé después y alguien agarró el micro y siguió por mí y antes de que todo se pusiera negro supe que los íbamos a ganar. Que nos iban a poder apalear (y de hecho lo hicieron, y por todos lados) odiar, maldecir y renegar, pero al final iban a tener que rendirse todos ellos a la evidencia. Ya no sé qué pasó con el periódico, me enteraba de todo por lo que los compañeros escribían en Twitter®, yo que era incapaz de resumirme en 140 caracteres, me quedaba ahí sentado, encaramado algunas veces a la ballena de vidrio y acero que era la puerta a la estación de tren y largaba y largaba hora tras hora con el megáfono, huevo, hostias, joder, las cámaras me enfocaban y yo me rascaba la entrepierna. Cosas de esas. Cuando me cansaba, me sustituía alguien y así todo el tiempo, ya ni nos molestábamos en consensuar, en mantener el mal llamado campamento. Íbamos a casa o a lo que quedaba de nuestras casas lo imprescindible: ducha, cagar, la paja con las tías del Telediario... Ni presté atención cuando adelantaron las elecciones, hasta que esa noche que hacía un frío que pelaba Sol se llenó de golpe de gente, yo iba ya borracho, tenía hambre, Estelle compartía nuestro bocadillo con Clausewitz, puta y una marea inmensa de gente empezó a surgir de todo lados e incluso me asusté anticipando las noticias: que la cosa había sucedido, que nadie de ellos había ganado, que los partidos, en el tiempo en el que todavía le importaban a alguien los partidos, se convertirían ellos mismos en un gigantesco poner el culo en balde porque los habíamos aplastado y a mí casi, alzándome en volandas, pellizcándome las nalgas y los testículos, haciéndome vomitar, dándome cerveza, vino, potando de nuevo un inmenso gerundio en blanco, si queréis saberlo, sí, seguirme hasta mi vida esta en Alcalá de Henares que todavía no destruido del todo la pereza con la que me están dando tantas ganas de tacharos a toditos todos, niños del mañana del carajo y todo eso, ya, con un joder de mero atrezo en mi senilidad que floto entero[...]

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