[...]hace
ya un huevo de tiempo y la gente vive hoy la hostia de obsesionada
por demostrar que nadie, absolutamente nadie les puede tomar por
gilipollas y por eso meten los coloquialismos como huevo,
hostia
o gilipollas
hasta en las escaletas de los Telediarios,
aunque la gracia, cierto, está en que no les prestamos atención ya
nunca, nos aburre demasiado estar veinte minutos de imágenes y
labios moviéndose sin verdaderas ganas, preferimos una lata de
rosado Don Simón
y, a lo sumo, mirar el móvil cada cinco o diez minutos y teclear por
contestar a alguna chorrada, sabiéndola perfectamente una chorrada.
Eso sí, el televisor no lo apagamos nunca. Es un deje, o sea, un
tic, una manía de la época en que todavía no éramos tan viejos y
fantaseábamos con salir un día en esa misma pantalla de la primera
hora ante la que nos hacíamos la paja enésima de nuestra vida a la
salud de una locutora «perfectamente consciente» de que había,
sino millones, sí al menos unos cuantos miles de madrugadores
machacándosela tan sólo con un plano de su rostro y su chaqueta, a
veces de su falda si explicaba el tiempo
, y de que esa era la mejor garantía para salvar su trabajo y su hipoteca. La vez que Estelle me pilló me llamó «cerdo» (en inglés), enfermo y asqueroso; pero aunque hubiese tenido razón, que no es así, no voy a pedir ahora disculpas, cuando las tías que salen en televisión se maquillan igual que cualquier hombre, lo imprescindible para no parecer zombis por los focos, y se la «pela» (ignórese el chiste, please) ponerte cachondo o no, porque algún día de estos se les empezarán a caer las tetas como incluso también a mí se me caen las tetas, puro pellejo, y están hartas de pasarse tres mil años temiendo ese después. «Así que, ¿sabes qué? Que le jodan al mundo.» Eso dijo la corresponsal de Televisión Española en Londres con ocasión del programa especial de la BBC en que hablaron de nuestro país y aquí la aplaudimos, allí parece que le cortaron la cabeza a un par de directivos. De todas formas, me la casqué, y cuando ella me mandó un mensaje preguntándome qué tal le dije: «Una lefada gloriosa, Estelle». Porque, sí, la corresponsal de Televisión Española en Londres es Estelle, ella misma eligió el puesto, lo cual explica que aquella fuera la única y última vez que vi mi careto en una tele extranjera. Foto. Tono de teléfono. «R. Masca, 'ideólogo' de la revolución española» «Oui? C'est moi. Que me la chupéis todos». Por cosas como esta fue la última, si bien es innegable que está el tema de la demanda de los herederos de Stepháne Hessel (pobre hombre), que gracias a los abogados que costea Francia y lo que queda de la Comunidad Europea (gilipollas) asciende ya a unos 670 millones de euros. Por no hablar de los de Louis Ferdinand-Céline:[...] buscan también rebañar en mis huesos, que tanto han hecho por revalidar lo suyo.Digo
yo que es imposible que un proceso judicial así prospere en España,
donde ya no hay ni editoriales más allá de esas imprentas para
pijos que con las fotocopiadoras y el ebook que te regalan los
ayuntamientos por ingresar tu nómina y empadronarte han quedado
reducidas solo a una parida para eso. Para pijos.
Así que aquí tenemos los motivo para que el Gobierno
considere que es mejor que no asome la patita más allá del Penedés.
Ni si quiera de los límites de mi ciudad, de mi Alcalá
de Henares,
que cada por tres me monta recitales y conciertos con antorchas
bailarinas y mierdas de esas. Que no se me malinterprete. Aprecio el
Arte.
En serio. Lo aprecio como a esas tiras de papel untadas de pegamento
y miel a las que van a parar las moscas gordas, zumbonas, carroñeras
de la mierda de los establos del pueblo de cuando era crío. Porque
yo también he sido crío y como homenaje a aquello me dan ganas de
estrujarles las cabezas fofas del color del moco cuando acaban de
soltar guita en honor de nuestro Arte.
El
problema no es vivir, exactamente, por muy mal que sepa «agasajarme»
la pobre, en una ciudad como Alcalá
de Henares,
sino esos putos mamporreros de Madrid
que se empeñan en que no salga de aquí, mientras ahí tienes a
Estelle
haciéndose la Santa
Tecla
en Londres,
cuando ella tuvo tanta «culpa» como yo de todo. Ella fue la que me
dijo «hostia, hagámoslo» cuando la palabra «hostia» tenía algo
de mérito, máxime en una becaria estadounidense que
curraba de traductora en el mismo periódico, diez años menor que
yo. Durante todo ese tiempo yo había sido corrector, aunque era un
poco gilipollez porque la mayoría de los redactores usaban el
procesador del textos y lo único que hacía yo era volvérselo a
pasar a las noticias, nadie se pispaba. Cuando empezamos a intimar,
se lo dije a Estelle
y fue otro de nuestros secretos, compartido
con un colega de mesa, el mejor que tuvo nunca, él ahí aprovechando
el rato muerto para escribir en un blog y citarnos a gente como
Clausewitz.
Fue el que nos habló por vez primera de los Rotschild
y sé que no puedo mencionar su nombre, pero nadie me va a impedir
que deje constancia de todo lo que me jodió que le deportaran, a fin
de cuentas la culpa fue de aquella chica y de que no fuera capaz de
orientarse para dar con cualquiera de las sucursales de esa gran
Familia y acabara metiéndose con su chaleco de petardos con alcance
para tres metros y al menos dos empleados en la única sede de la
banca china en toda la puta capital.
Hostia. No
tengo nada en contra de los chinos, pero son la hostia.
Estelle fue
la que lo dijo y mi idea creció y se infló y se infló y pensaba en
aquellos chavales sentados en Sol
al día siguiente de las autonómicas de mayo del 2011 que lo habían
dejado todo y nada claro con el culo endurecido y firme, valga la
redundancia contra todo. Entonces van los cabronazos de la empresa,
los mismos que acababan de anunciar el ERE de 55 tíos con familia (o
sin familia, me da igual) a la puta calle, esos mismos tíos van y
adquieren los derechos de «¡Indignaos!»
y lo van a regalar como suplemento del periódico porque el verdadero
y único periódico de izquierdas y su puta madre. Yo estaba muy, muy
de mala hostia. Tenía el finiquito sobre mi nuca como la puntilla.
«Se van a cagar.» Y joder si se cagaron. Podía hacerse. En
cualquier otro momento, sí, hubiera sido imposible, pero habían
recortado tantos gastos que nos habían dejado el terreno dispuesto
con mas agujeros que un campo de golf para mongólicos y cuando
Estelle
me cogió la polla en el retrete y dijo «hagámoslo, mamón»,
decidí que teníamos que darnos prisa. El panfleto original de
Hessel
era una mierda, lo leí en una edición pirata argentina que rulaba
por Internet
y me ahorré cinco euros, hablo sin sin rencores: apenas recuerdo más
que lloriqueos sobre Palestina
y regadíos y la «tentación totalitaria» como
la llamaba mi amigo Clausewitz,
descojonándose.
No necesitábamos nada muy largo; con lo cual tuvimos que aplicarnos
a un feroz trabajo de poda y reescritura vía traductor de Google®
(¿os acordáis de cuando existía Google®
antes
de que los chinos se la follaran y tuviéramos que volvernos a
memorizar las cosas?)
con los textos de Ferdinand
Céline (y
la gente me pregunta, «señor R. Masca,
señor R. Masca,
¿por qué Louis-Ferdinand
Céline?»
y, en vez de mandarles a tomar por el culo, les explico: «yo qué
sé, hacía un porrón de siglos que había leído Viaje
Largo Hacia la Noche
y no podía decir más pero cuando empezaron a dar el coñazo con que
si Héssel
por aquí que si Héssel
por allá que si sus noventa años que si la veteranía que si las
embajadas de la ONU
y que si un millón de mierdas me acordé de Céline
y pensé, joder, que hay franceses y Franceses;
yo al viejo le conocí, a todo esto, me planté en primera fila en
una presentación editoral, por entonces nada de esto había
comenzado
casi y yo no era del todo clandestino, pude colarme con mi carné de
prensa y me saqué un brick de vino del forro de la cazadora y me lo
calcé y él no supo que era yo, ni mucho menos su editora, pero
madre mía la que se montó, salimos por patas partiéndonos el ojete
perseguidos por el securata...» Hubo que arreglar cosas, claro,
cogimos trozos de novela y de ensayos que nos tuvimos que bajar
porque en España
nunca habían sido traducidos, y pulir las alusiones, cómo se decía,
antisemitas,
que tampoco
eran tan obvias como me temía (en este país desde hace 500 años
nadie tiene ni puta idea de lo que es un judío más de lo que ha
visto en las películas) pero
a
Estelle
le parecía que no veían a cuento. Mi
colega que leía a Clausewitz
discrepó, no porque leyera a Clausewitz
sino porque se empeñó en que había que dejar claro que los
Rotschild
estaban aún detrás de todo, que no era el capitalismo per se, eran
los mismos de siempre, los mismos que lo habían provocado todo para
forrarse ahora con el negocio de los eurobonos, era lo que llevaban
haciendo doscientos años... Total, que como yo, que estoy operado de
fimosis, tampoco quería meterme en esos berenjenales acepté que
mencionaríamos en una nota al pie a los Rotschild
sin más explicaciones.
Funcionó, funcionó tan bien que nadie nos acusó de nada y la gente
se pensaba que en verdad era metafórico, que íbamos por los Botín,
incluso cambiaron los nombres cuando volvieron a publicar el libro
(con el título «Indignaros»,
sic),
cuando se exiliaron con todos los banqueros y los Reyes;
y eso solo, tampoco muchos más, como los ayuntamientos empezaron a
dar crédito y a reimprimir sus propias pesetas, las industrias no
tenían tanto melindre, aunque esto no fue idea nuestra. Nosotros en
verdad, lo único que hicimos fue coger tres furgonetas de los
almacenes del periódico y plantarnos en Sol
con todos los ejemplares que pudimos antes de que el periódico se
diera cuenta de lo que había sucedido y ordenara destruir la tirada.
Los repartimos con bocatas, Estelle
se encargó mientras yo le daba a la botella de Fanta
limón
que disimulaba el vino blanco helado, porque hacía un calor de tres
pares de cojones, ahí con mis pantalones de pinza y corbata. Se
acabaron los libros, pasaron un par de días y seguimos ahí. Estelle
hablaba más, la gente a veces hasta la escuchaba, pero yo no
levantaba el culo de mi pedestal de farola salvo para ir a rellenar
la botella. Al final algunos de los gestores, y no voy a decir que no
fuera lógico, se dieron cuenta de que estaba muy borracho y tenía
que irme, que el movimiento
no aceptaba eso.
Pero me encabroné, no sé, tenía delante a un pipiolo con piercings
y esa cosas llamándome poco menos que despojo y yo en el puto paro
para siempre, mi corbata y mis pantalones de pinza y mi camisa
horrible de señor de manga corta llenas de mierda de tres días en
el suelo y treinta y tantos años resbalando en las letrinas, sí,
pero humano, joder, humano... Empecé a gritar, a gritar no como una
histérica sino como un imán o algo por el estilo, no sé cómo
acabé con un megáfono en las manos y la peña empezó a oír, a
oírme, a oírnos de verdad. No tengo ni puta idea de lo que les
dije, iba tan, tan cocido... pero por increíble que parezca, y
Estelle
está segura de ello, fue como si los cabrones se hubieran leído el
tochito entero que les habíamos colocado, jaleándome,
aplaudiéndome, abucheándome, pegándose a veces entre ellos y
trayéndome vino, vino de verdad, cada vez que se me secaba la
garganta y lloraba de puro agradecimiento hasta que me caí redondo
al suelo cinco horas, siete días, dos-mil-años-yo-qué-sé después
y alguien agarró el micro y siguió por mí y antes de que todo se
pusiera negro supe que los íbamos a ganar. Que nos iban a poder
apalear (y de hecho lo hicieron, y por todos lados) odiar, maldecir y
renegar, pero al final iban a tener que rendirse todos ellos a la
evidencia. Ya no sé qué pasó con el periódico, me enteraba de
todo por lo que los compañeros escribían en Twitter®,
yo que era incapaz de resumirme en 140 caracteres, me quedaba ahí
sentado, encaramado algunas veces a la ballena de vidrio y acero que
era la puerta a la estación de tren y largaba y largaba hora tras
hora con el megáfono, huevo,
hostias,
joder,
las cámaras me enfocaban y yo me rascaba la entrepierna. Cosas de
esas. Cuando me cansaba, me sustituía alguien y así todo el tiempo,
ya ni nos molestábamos en consensuar, en mantener el mal llamado
campamento. Íbamos a casa o a lo que quedaba de nuestras casas lo
imprescindible: ducha, cagar, la paja con las tías del Telediario...
Ni presté atención cuando adelantaron las elecciones, hasta que esa
noche que hacía un frío que pelaba Sol
se llenó de golpe de gente, yo iba ya borracho, tenía hambre,
Estelle
compartía nuestro bocadillo con Clausewitz,
puta
y una marea
inmensa de gente empezó a surgir de todo lados e incluso me asusté
anticipando las noticias: que la cosa había sucedido, que nadie de
ellos había ganado, que los partidos, en el tiempo en el que todavía
le importaban a alguien los partidos, se convertirían ellos mismos
en un gigantesco poner el culo en balde porque los habíamos
aplastado y a mí casi, alzándome en volandas, pellizcándome las
nalgas y los testículos, haciéndome vomitar, dándome cerveza,
vino, potando de nuevo un inmenso gerundio en blanco, si queréis
saberlo, sí, seguirme hasta mi vida esta en Alcalá
de Henares
que todavía no destruido del todo la pereza con la que me están
dando tantas ganas de tacharos a toditos todos, niños del mañana
del carajo y todo eso, ya, con un joder
de mero atrezo en mi senilidad que floto entero[...]
, y de que esa era la mejor garantía para salvar su trabajo y su hipoteca. La vez que Estelle me pilló me llamó «cerdo» (en inglés), enfermo y asqueroso; pero aunque hubiese tenido razón, que no es así, no voy a pedir ahora disculpas, cuando las tías que salen en televisión se maquillan igual que cualquier hombre, lo imprescindible para no parecer zombis por los focos, y se la «pela» (ignórese el chiste, please) ponerte cachondo o no, porque algún día de estos se les empezarán a caer las tetas como incluso también a mí se me caen las tetas, puro pellejo, y están hartas de pasarse tres mil años temiendo ese después. «Así que, ¿sabes qué? Que le jodan al mundo.» Eso dijo la corresponsal de Televisión Española en Londres con ocasión del programa especial de la BBC en que hablaron de nuestro país y aquí la aplaudimos, allí parece que le cortaron la cabeza a un par de directivos. De todas formas, me la casqué, y cuando ella me mandó un mensaje preguntándome qué tal le dije: «Una lefada gloriosa, Estelle». Porque, sí, la corresponsal de Televisión Española en Londres es Estelle, ella misma eligió el puesto, lo cual explica que aquella fuera la única y última vez que vi mi careto en una tele extranjera. Foto. Tono de teléfono. «R. Masca, 'ideólogo' de la revolución española» «Oui? C'est moi. Que me la chupéis todos». Por cosas como esta fue la última, si bien es innegable que está el tema de la demanda de los herederos de Stepháne Hessel (pobre hombre), que gracias a los abogados que costea Francia y lo que queda de la Comunidad Europea (gilipollas) asciende ya a unos 670 millones de euros. Por no hablar de los de Louis Ferdinand-Céline:[...] buscan también rebañar en mis huesos, que tanto han hecho por revalidar lo suyo.
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