a
Cordwainer Smith
Ahora
que los contemplas con tan reverenciosa curiosidad, caigo en la
cuenta de que aún no te he dicho que los retratos de Fukanabe Midori
han vuelto a llorar esta noche —breves surcos de un azul lechoso
marcaban ya sus sonrientes mejillas al levantarme— y que me he
entretenido toda la mañana en retocar por mí misma el cúmulo del
panel para que los polímeros perezosos terminaran de cuajar
adecuadamente. Aunque sé que, como cualquier persona cabal, me
reñirás por haberlo hecho de forma manual —¿y si contagio mal
algún bloque? ¿y si la piel, los pulmones, se me pudren mientras
duermo?— para después, tal vez algo avergonzado, querer abrazarme.
No, yo no te permitiré hacerlo.
—
Es la mayor colección que he visto nunca — dices por ahora, en
cambio. Te vuelves a mí para aceptar el diminuto vaso de sintaxis:
en el tránsito, nuestros dedos se rozan y algo de licor cae al
suelo. La amarrada
que lo cubre se hará cargo de la limpieza, pero mientras yo me
sonrojo.
—
¿Es que conoces a alguien que no tenga una imagen de Midori en su
casa?
Tu
rostro acoge una milésima de instante de duda.
—
Sí, conozco a alguno.
Sería
excesivo decir que finjo horrorizarme por esa seca respuesta. El
rubor de antes aún sigue ahí.
—
Supongo que puede ser. Aunque Midori no haga daño a nadie.
Tú
añades:
— Sabes que he viajado por todo el
Planeta. Las reservas son mundos hasta para eso...
Ah,
viajaste, sí. Yo conservo el último tacto de Luvall acariciándome
el dorso de la mano con el dibujo de un número cuarenta y cuatro:
las expediciones que había hecho por la estratoestación, de ahí a
los perímetros de las tres lunas, y luego incluso a las Naves
ancladas en la órbita exterior. “Llevo más de seis décadas
rescatando hierros y patrañas” aseguraba.
Hasta que el resultado de la
cuarenta y siete, claro, te trajo a ti.
— ¿Y en las otras reservas a
quién tienen? No haya miedo a aburrirme.
— No es una lista tan larga
—protestas con docilidad—, la principal sigue siendo Midori.
— ¿Entonces?
Te
rascas pensativo la ceja con una de tus uñas afiladas como puntas de
flecha —que incluso han adquirido una textura de ónice— y me
sorprendo admirando tu habilidad para no herirte, pese a saber que la
placa coriácea sobre tus ojos reduce cualquier riesgo con su color
de diamante.
— Está Selma, por ejemplo. Vivía
en una ciudad que casi se traga el mar. Pintaba cuadros,
estructuras... —y como si hablaras con un niño pequeño o un
almacén de terabytes, dibujas con las manos una geometría de la
inseguridad hacia la que te arrebata tu propio lenguaje enternecedor.
— Fabricaba cosas con masilla y a veces lo mezclaba todo. Pero
hasta lo último que tenía se perdió cuando llegó el agua. Dicen
que también ella se ahogó, pero eso no es posible porque de ser
así, no la hubieran entrevistado. Me enseñaron una imagen, era muy,
muy rubia. Casi como tú...
Haces amago de alcanzarme mi piel
con tu zarpa. La intercepto y la bajo hasta mi regazo. Siento
músculos de piedra entre cada falange.
— ¿Era más joven que Midori?
— ¿Quién no lo era?
Paso a relatarte ahora cómo hace
años, una de las fotografías —y señalo una placa medio
ennegrecida, la más escondida al fondo de una estantería a nuestra
altura— acabó destrozada porque uno de mis alumnos, Harko en
concreto, le echó un vaso de agua. Me dijo que quería borrarla, le
daba miedo. “¿Por qué? Es sólo una mujer, como yo”, traté de
calmarle. No sirvió. “No. No es una mujer, es una nube. Mira su
cara.”
Lo he contado mal, lo sé, pero tú
ríes. Has entendido.
— Las nubes del meridiano pueden
parecer aterradoras, se lo debes admitir al chico. ¿Qué edad?
— Doce. Aún ni era capaz de
asumir el concepto. Me dio tanto miedo que no quise volverlo a
intentar. Los mismísimos psicógogos me obligaron....
Harko sabía por supuesto quién fue
Midori. Pero sólo de oídas, como todos los niños de esos años:
nadie quería arriesgarles por una exposición a las transmisiones.
Fue el Árbitro designado por la Liga —la propia Braddiel, en su
último mandato— quien decidió que los últimos estudios eran
concluyentes y no habría mayor riesgo si al principio sólo se les
difundían iconos bidimensionales y estáticos.
Así, Midori entró en sus vidas.
Igual que muy poco tiempo atrás lo había hecho en la mía ―y de
ahí a esto que llamas “mi colección”.
— Creo que lo que más me llamó
la atención del vídeo de Midori, cuando por fin me dejaron verlo,
fueron los dos gatos —tercias ahora; yo repliego mucho los párpados
para complacerte.
— ¿En serio?
— La gente se fija en la ventana,
en las arrugas de su rostro, en esa especie de manta como de pelo en
la que se envuelve o de la voz temblorosa y raspada... Yo sólo puedo
pensar primero en los gatos cuando me acuerdo de ella.
El orgullo vibra en tu garganta como
un diapasón cuando acabas la frase y yo replico lo obvio.
— Pero Ayllu, hay gatos aquí en
el Planeta.
— Sí, precisamente por eso. Los
gatos vinieron también. Y son prácticamente idénticos a los que se
quedaron con Midori, ahí, culebreando por debajo de la mesita,
jugando con los cables del micrófono...
Haces volver a mi memoria la ocasión
en la que Luvall me contó que una de las reservas orientales había
hablado de restituir a los gatos a su aspecto original, que según se
sabe consistía en orejas no direccionales, extremidades el doble de
largas, pelaje infinitamente más áspero e incluso ojos con pupilas.
Desde el Arbitrio consideraron la
propuesta una insensatez despifarradora y la vetaron. Punto. Pero él
iba más lejos: “Llámame paranoico si quieres, pero es una trampa
clarísima. Los seres rehechos no sobrevivirían al Planeta así que
el paso lógico, para garantizar su subsistencia, sería exigir una
pequeña terraformación.” La herejía suprema para él, esa
palabra.
Algo es cierto: nadie podría llamar
paranoico a Luvall a estas alturas. Simplemente ingenuo. Hace ya
mucho —habrán pasado seis generaciones para las Madres, varias
decenas para los Hijos, calculo— desde que los argumentos y
promesas de los evolucionistas ganaron la partida en las Naves: ¿Por
qué tendríamos que cambiar el Planeta, si podemos cambiar nosotros?
O siquiera reforzar la atmósfera, si nuestros cuerpos y los de los
que los alimentan absorberían la radiación de la estrella. Al
final, se alcanzó la gran cuestión, el ante todo: el para qué del
morir, si podemos ser mentes en una despensa orgánica que se recicla
a sí misma minuto a minuto, eternamente. Yendo hacia la conclusión
marcada y final: ¿cuál es el sentido de aparearnos, si
controlaríamos la partenogénesis y nuevas glándulas nos darían el
acceso a un orgasmo continuo, inimaginable...?
Pero veo que mi pausa te ha
desconcertado. Abro la boca. Antes de que pueda salir nada de ella,
eres tú el que pide disculpas por sus divagaciones y te ofreces a
seguir enumerándome nombres y nombres. ¿Qué hago yo entonces, sino
asentir?
— Te hablaré de Wilhelm, si
quieres. Este estaba en Berlín, cerca de la Cúpula, de viaje de
negocios cuando un periodista le asaltó para que le diera unas pocas
palabras acerca de lanzamientos.
— ¿La Cúpula funcionaba aún?
Midori debía de ser apenas una niña entonces...
— No, qué va, este era su
estricto contemporáneo. Le preguntaron porque se cumplía no sé
cuál aniversario desde el fin del proyecto. La Cúpula continuó
existiendo, pero sólo como museo. ¿De verdad no has visto ese?
Yo meno la cabeza y te miento otra
vez. Tampoco te explico que puedo entender que los jóvenes —incluido
tú— repudien a Fukanabe Midori, aunque al final siempre habrá que
rendirse al hecho de que sólo podemos estar seguros de lo que
sabemos por ella. El resto son ecos o pedacitos que hemos ido
engarzando alrededor de su historia.
La Oficina de Historia del Arbitrio
da por sentado que los que nos hicieron llegar las transmisiones
utilizaron una tecnología desconocida para el teleporte de
información —una suerte de praxis del modelo de Ellis— que de
alguna forma, falló al tratar de adaptarse a nuestros más
primitivos decodificadores. El mensaje debía ser más nítido, un
“seguimos aquí, pensamos en vosotros pero el tiempo ha
transcurrido y en esto nos hemos transformado.”
Sin embargo, todo se reduce a una
voz fuera de plano en un reportaje de televisión que enumera una
parca cronología con relación a una mujer de 147 años que nació
el mismo día que partió la última de nuestras naves y sobrevivió
al menos a veintiséis cambios de régimen contra los exiliados
japoneses, ningún advenimiento del Mesías, el sistema de los
ascensores lunares, la ingeniería de asteroides, dos nuevas Guerras
y al arranque de las glaciaciones que provocaron el feroz armamento
utilizado en la última de ellas, llamados cuajos de colapso y que
nunca sabremos qué eran exactamente. Luvall estaba convencido de que
funcionaban según los mismos principios, aunque a la inversa, que
las bombas que nos legaron las Naves y que él mismo llegó a
recoger, como bien sabes. Por eso decía: “una atmósfera con
oxígeno nos hará tarde o temprano vulnerables, mira la Tierra.”
— En otra de las transmisiones se
ve a un niño —dices de repente— Un marciano. No tenía costras y
era muy alto, más que los nuestros... — La comisura de mis labios
se abre una micra, tú ni lo percibes.
— No los compares.
— ¿Qué?
— A sus
niños con los
nuestros.
— Sí, bueno, ellos vivían en
unas condiciones diferentes. Por eso sus cuerpos...
— No son las condiciones, Ayllu.
Hay más lecciones en la historia de Midori que los gatos. —
Confieso que una parte de mí me escucha horrorizada, como si mi boca
estuviera gesticulando una rutina implementada en mi cerebro con un
punzón léxico y nada pudiera hacer para pararla... a pesar de que
esto último es falso. — ¿No te preguntas por qué ella estaba tan
sola?
Tú, demasiado, tarde has visto el
punto exacto al que quiero llegar.
— ...
¿Me excedo?
— Entiéndeme, Ayllu: puedo no
saber ni la mitad que tú de los otros, nunca he puesto un pie fuera
de esta reserva, apenas de la ciudad. Sólo soy una mujer.
— Nunca he pretendido...
Sonrío de nuevo ―si es que mi
sonrisa se desvaneció en algún momento.
— ¿Crees que te estoy acusando a
ti de algo?
No deja de ser hasta cierto punto
dolorosa la manera en la que esta conversación se ha ido
convirtiendo en una reproducción sílaba a sílaba de las miles por
el estilo que tuve con Luvall, viéndome obligada a recordarle cómo
el proselitismo de nuestros ancestros llegó al mismo escollo
aparentemente insalvable de la necesidad de la eugenesia... Y cómo
se resolvió al final el desastre.
— Dicen que Braddiel siempre
sospechó que la vida alrededor del Sol se ha extinguido, que no
encontraba otra explicación para el hecho de que lograran hacernos
llegar una señal pero no a ninguno de ellos mismos.
Estás desesperado por cambiar de
tema.
— Ayllu, Braddiel sólo tenía
miedo de que los olvidáramos. Que no entendiéramos por qué estamos
aquí y acabáramos repitiendo sus errores.
— ¿Y que tampoco la olvidáramos
a ella?
Ah, mi muchacho... ¿Cómo
explicarte la trampa que la memoria supone para mí? La imagen más
vívida que conservo de Braddiel es Luvall con cinco años, señalando
a uno de los monitores del salón, no ese qué observas de reojo
mientras te cuento esto, aún no me habían trasladado aquí,
ferozmente entusiasmada con la fanfarria que rodeaba aquella
magnífica mole, todo caderas y pechos, dando lectura al censo
diario. Faltaba poco para que anunciara la enfermedad que se estaba
comiendo su vientre.
— Una lástima. Un caso entre un
millón. Ella fue única entre un millón en todos los aspectos.
Una caricia baja por mi espalda.
— Tú también.
En lugar de halagar, tus palabras me
hacen gracia. Eso no es tan malo, teniendo en cuenta que no has
dejado dejes de cometer la torpeza de equipararme a alguien que
sufrió la infinita desgracia de ver pasar al último de sus Hijos,
sin la ocasión de haber concebido una nueva Madre. Es tan
paradójica la forma en la que os desentendéis de la finitud,
mientras que nosotras...
Basta. He de concentrarme en esta
caricia. Reducirme a ella. Por ella ahora pienso otra vez en el
momento cuando los agentes de la Liga me avisaron de lo de Luvall y
exigí que su asesino fuera quien condujera el regreso del cadáver.
No te negaste, aunque las
triquiñuelas del código insertadas precisamente por Braddial, ya
que Luvall había muerto sin descendencia, a la sombra del Árbol En
Cero, te asistían para hacerlo así. Sé que me conmovió que fueras
tan joven, igual que la primera historia que me contaste.
Y también me gustaron las otras,
así que me reclino en la colcha, te invito con la mirada a imitarme
y la caricia resbala más y más, hasta convertirse en este filo que
ataca mi vientre con ternura Un vívido fulgor rojo se filtraba a
través de las rendijas del techado. Él nunca me comunicó su
intención última. Tal vez no supo cómo, pero le sorprendí una
mañana contemplando los retratos de Midori, lo mismo que acabas de
hacer tú y él cientos de veces antes, y no me quiso besar... Y esto
es lo que te pegunto: ¿querrás
tu hacerlo?
Dilo —y sólo después te haré
morir, repitiendo mi nombre.
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