jueves, 23 de enero de 2014

LOS SUPERHÉROES SON UNA CATÁSTROFE CULTURAL

Sin que nadie se lo pida, empieza a contarles su anécdota estupenda para estas situaciones [«a Paz le gusta», guiña a su cuñado], la que refiere como consiguió esa blanca cicatriz que le esconde el cuero cabelludo. «Moraleja: el primer botellazo, como te pilla de sorpresa, te lo llevas siempre. Y cuando esto se activa, ignoro por cuál puto mecanismo de las neuras porque el psiquiatra nunca dio con ello ni le vio la menor importancia, te cuesta horrores moverte, es como nadar en una piscina de escarcha y, por lo tanto, al desaparecer, pues he de decir que dura estrictamente lo justo (y menos), siempre había una buena hostia esperándote» [no he mencionado, ya que es obvio, que la tasa del treinta por ciento implica, señor Pellicer, que en esta reunión social Ramón no era estadísticamente el único en esta concreta situación particular, pero nadie más dio el paso, nadie mostró sus pequeñas miserias (yo qué sé, un control curioso sobre las cerillas o la posibilidad de repeler como si fuera el polo opuesto de un imán los cascotes recién inaugurados por la caída de nuestro protagonista); tampoco hubiera pasado nada, no hubiera sido la primera ni la última fiesta de borrachos que acabara en lo que un parte policial denominaba crípticamente «fiestas de ilusionistas» y seguramente no hubiera acarreado problema alguno a sus partícipes porque son, en general y por resumirlo con una palabra, ridículos (a lo mejor es eso lo que todo lo explica, el cruel miedo al ridículo) con esos torpes escarceos con el desmadejado fieltro de la realidad que araña chispas y destrozos idénticos a los que puedes obtener, por poner un ejemplo, golpeando dos piedras con la suficiente fruición], explicó nuestro muchacho, que ahora observa a su hija con la leve suspicacia de los que aprendieron bien, en sus propias carnes, a reconocer el humo que delata la existencia de un secreto. 

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